Mi tío Navarro cumple noventa años
“Tío Navarro, tío Navarro, píntame un barco”.
Habían pasado dos; luego, muchos años después, supe que uno era de “Ibarra” y el
siguiente de “Pinillos” por los emblemas dibujados en sus chimeneas. Desde la
leve altura que proporcionaba la marquesina de Casa Alta los vimos pasar por la
canal del Río Grande, apenas dos kilómetros de distancia. Cuando el primero era
pequeñito tomando la curva de Los Olivillos, el segundo aparecía al frente,
majestuoso con dos mástiles rodeados por grúas amarillas, el alto puente
rematado por una chimenea que echaba el humo a Poniente recibiendo por la proa
una suave brisa de Levante. “Píntame un barco, tío Navarro”. “Che, Ju… Ju… Juanito,
que pelma eres”. Navegando con la marea alta parecían deslizarse suave,
solemnemente, sobre el verde tapiz del arrozal de finales de julio. Entró en la
casa y al momento estaba otra vez sentado en la marquesina con los avios de
dibujar: un papel sobre una tabla, un lápiz y una caja de colorines “Alpino” y
también una pipa chamuscada que echaba un humo pestilente. La magia en las
manos del tío Navarro fue haciendo aparecer sobre el papel la silueta del
barco, sus mástiles y grúas, el puente y la chimenea echando humo; luego unos
toques de color por aquí y por allí. “¿Te gusta Ju… Juanito?” “Sí tio, mucho”
“Hala, pues pa… para ti”.
En los primeros tiempos de adolescente,
cuando mi presencia se hacía intolerable en todas partes –aunque yo me
encontraba tan pancho controlando todos los terrenos a mi alrededor- me
escapaba con la bicicleta desde el Puntal a la barca de la Mínima y Palma me dejaba un
remo junto a él. “Más fuerte, Guan… más fuerte, Guanito”. Agarrado al remo, yo
me sentía hombre, machote, aprendiendo ha hacer el trabajo al debido compás,
sin salirme de las pautas establecidas. Muchas veces recuerdo el corpachón de Palma
que lo mató el tractor dándole la vuelta una mañana del mes de mayo cuando
fangueba en las tierras ribereñas arrendadas a Obras del Puerto. En un chozajo de Casudis que hacía de venta me
paraba y tomaba un vaso de gaseosa, como un señor, y luego me sumergía en la
intensa luz de principios de verano dejando que los efluvios del arrozal
infantil me rodearan perfumados de
marisma.
Al llegar a Cotos me recibía la tremenda
personalidad de mi tía Rosario, que sonriente, me hacía una docena de preguntas
directas, inteligentes, sin dejarme ninguna vía de escape, a lo que me estaba
aficionando sobremanera en los últimos tiempos. ¡Qué bien se estaba en aquella
casa!. Era pequeña y blanca, llena de luz, decorada con la absoluta sencillez y
el buen gusto del tío Navarro. Bosco tenía un camaleón guardado en una caja de
zapatos y me explicaba, con el apasionamiento que siempre tuvo, las costumbres y manías de aquél bicharraco
jorobado y ojos repartidos; le cazábamos moscas vivas que metíamos en la caja
para que el bicho se las zampara de un lenguetazo. Javier, incordiante y
enciclopédico, me explicaba cualquier cosa con absoluta precisión y varios
detalles más que considerara aclaratorios.
En la visita a casa del tío Vicente me
recibía la serena y dulce belleza de la tía Isabel Lobato, que tenía un piano
en su casa… un piano en medio de Isla Menor… en el que tocaba algunas cosas.
Cuando llegaba el tío Vicente, no podía resistirme a montar en el Jeep con un palín y una pala en
cada guardabarro sujetos por correas, limpio, cuidado, nadie le haría su edad.
Me agarraba al volante y recordaba los años más remotos de mi infancia. “Che,
Juanín, bochoncho”… y se reía por lo bajini y hacia dentro. Nunca supe el
secreto de venir del campo con la ropa, de calidad y buen corte, absolutamente
limpia y planchada.
“Escucha, Juan, esto es de Vivaldi, las Cuatro Estaciones”; el
tío Navarro ya no me llamaba Juanito y creo que nunca me llamó Juanín. Era pasada la media tarde; había dejado sobre
la mesa una rebanada de pan y un pedazo de chocolate y colocaba en el plato de
un tocadiscos Philips, de muy reciente adquisición, un disco de vinilo. Se
olvidó del pan y el chocolate y desde el primer compás de “La Primavera”, comenzó a dirigir con maestría la orquesta imaginaria.
Concluido el primer movimiento retomó el pan y el chocolate y los fue
mordisqueando sin ningún apasionamiento. Cuando sacó la armónica fue hilvanado
con afinación los primeros compases de aquel movimiento. Luego vinieron pedazos
del Concierto de Aranjuez, El Nuevo Mundo, la Quinta… Estas sesiones que luego se repitieron,
durante años, en el calor sombreado del níspero en los agostos del Viso me
abrieron todo un mundo de sensaciones en los años de mi complicada
adolescencia. El placer de la música, la curiosidad por cualquier manifestación
de la cultura, la capacidad para reírme de mi mismo y de los demás, se lo debo
en gran medida al tío Navarro perfectamente coadyuvado por mi tía Rosario. La
relación con ambos suponía abrirme la ventana hacia un mundo que estaba allí,
sólo había que observarlo, tratar de entenderlo y sumergirse en él. Ha sido ésto
lo que, con frecuencia, me ha ayudado en
momentos especialmente difíciles de mi vida.
Mi tío ha cumplido noventa años y me
gustaría que supiera que yo, que ya he superado los sesenta y cinco, desde hace
casi sesenta, guardo los recuerdos más remotos y gratos de mi existencia, en
buena medida, gracias a él.
Joan de la Creu Fotut i Arrimat a
Marche.
Una burbuja de fantasía en medio de la lucha cuerpo a cuerpo con la naturaleza!!!
ResponderEliminarEsto es pura magia Borrás!!!
Una burbuja de fantasía en medio de la lucha cuerpo a cuerpo con la naturaleza!!!
EliminarEsto es pura magia Borrás!!!