La escuela en primavera.
Por los días en que Luis llegó a Cotos se iniciaba una de las
etapas más intensas del año escolar. Hoy es común hablar de los ‘colegiales’
como equivalente a ‘escolares’. Hago esta observación aconsejado por el sabio
tío Navarro, mi padre, ya que hay que hablar de ‘escola’ y no de ‘collegium’.
Simplemente no habría medios para transitar de la una al otro. Ya era precaria
la escola, partiendo del hecho, no tan sorprendente en aquellos días, de estar
financiada por los propietarios de los terrenos de cultivo, por los colonos,
como se les denominaba en la zona.
Hicieron bien en gastar así su dinero. La chavalería, habida
cuenta del entorno y de la pobreza cultural en la que crecían, respondía muy
bien, con puntualidad y dedicación, y los padres siempre alentaron su
asistencia. Transcurrirían más de 30 años antes de que se iniciara la Gran Ignorancia, la etapa en la que los
padres preferirían, o exhibirían a sus hijos Palurdos pero desahogados
caraduras, Incultos pero ya en el camino hacia el famoseo, Catetos vacilones,
con un BMW pendiente de tunear, incapaces de entender lo que a duras penas
aguantaban leyendo. Las crisis nacen antes entre las telarañas de los cerebros
que en las vaciedades de los bolsillos.
En esta escola siempre hubo una maestra. Dª Rosario, Dª Pastora,
Manolita,… Hoy valoro más esta palabra, maestra, que profesora, porque me gusta
ir contra corriente, porque la mente es caprichosa y avanza incluso cuando tú estás
perdido en el delirio de la inseguridad. Porque no acepto la visión común de
que el paso de la una a la otra corresponde a una escala de mejora en
prestigio. Tan solo son grados, pero en la larga transición que nos ha llevado
desde la casi indigencia al derroche hemos sepultado entre nuestras sobras, a
las que llamamos basura, algo de lo primitivo por considerarlo de poco rango.
Una de las grandes lecciones de nuestro joven siglo XXI, el
desciframiento del Genoma Humano, es la cercanía de los códigos genéticos:
apenas podemos mirar por encima del hombro a un ratón. La genética, esa
impronta que dio de comer a tanto conde, tanto hidalgo, tanto señor, apenas es
un baño de níquel, apenas un primer paso en la Maratón de vivir, de querer y
hacerte querer. Igual que Javier en esta
época cree que la modernidad es una barra de bar de acero inoxidable, muchos
más con el paso del tiempo querrán situar las últimas luces, esos brillantes y
carísimos leds, en todo el camino de su vida. Y no fue así. No hubo collegium
ni catedros. Hubo maestras y el sentido real de esa palabra es el de la que ha
alcanzado el derecho a guiarte porque en su quehacer diario ya solo puede
crecer por su arte, no por necesidad de oficio. Y aprendimos, aunque no todo
fue estudiar…
Hace unos días, en una furiosa lluvia que llenó de ranas la zona
más poblada de Cotos, el agua se encharcó en el llano que ocupa la parte
trasera del grupo en el que está la escuela. Lo de las ranas fue excepcional
(en toda mi vida en Cotos lo he visto 2 veces) pero lo del largo charco era
como el ‘Ya es primavera…’ En tan solo unos días cientos de botones amarillos
de diminutas margaritas y una capa casi continua de delicados ranúnculos
vaticanos (amarillos y blancos, claro...) han convertido el enorme charco en
una maravilla de la vida. Pero sus riberas son traidoras, y profundas pisadas marcan
un ‘hasta aquí llegó fulano en su despiste’. Nos da igual. Todo se usará para
mayor gloria de los juegos.
El suelo, algo más allá del charco ha
quedado en perfectas condiciones para uno de los juegos estrella: el clavo. En
el fondo de las carteras (el porta material escolar, en Cotos ‘la maleta’ …’!!
Hostia loh rogco!! ¡¡ Coño, la maleta..!!)
haciendo peso aparecen los clavos. Cada chaval o chavala debe tener uno
si quiere ser algo en la vida (obsérvese que no he dicho ‘llegar a ser
algo’...). Los más chulos son los de hierro forjado, con cabeza aplanada para
que no estorbe en los dedos al lanzarlo. Pero casi todo vale. Muy típicas son
las limas, sin mango, que los más espabilados han sacado de la bolsa de
herramientas de su casa. Todo vale, rebuscar en los múltiples montones de
chatarra de las herrerías y talleres, encontrar el trozo de hierro
adecuado y llevarlo a José el herrero,
que gruñe pero le saca punta al chisme, o a Manuel Báez, que se lo toma mejor y
calladamente pasa un extremo por la piedra de amolar y lo deja con una punta
suficiente no sin decirte amablemente, con su hablar suave a media voz
-
Ten cuidao, shiquiyo, que no es la primera veh
que esto deja un pie clavao..
El chico o chica asiente con una cara
querúbica y un brillo en los ojos que no lo tienen ni los lanzadores de jabalina en la vieja
Olimpia. El hierro volará como un misil y llegará al cuadro nº 4 con pieses de
por medio o sin ellos.
Alguno, solo si está más recomendao
que el cuñao de Felipe Gonsale, se atreverá a ir al taller de Vicente Grau,
pero es casi seguro que abandonará en cuanto Juan ‘Leches’, brazos en jarra,
exija el salvoconducto puesto al día o la presencia del propio Vicente Grau
antes de someterse a tamaña indignidad.
-
Pa ezo no za jesho este tayé.
El auténtico espíritu del ‘¡¡No pasaran!!’
Los pocos que tienen bici arriesgaran su prestigio en la
competición de ‘Mah metroh con barro hasta loh oho’, que consiste en lanzar la
bici lo más rápido que puedas y cruzar el trozo de charco que pilles. Aquellas
bicis de un solo plato, de un solo piñón, de ruedas lisas y sobre todo de
aquellos ‘joioh guarrabarro’ que se
atascaban en nada, sucumbían con frecuencia como búfalos alanceados en las
corvas, quedaban en imposible equilibrio, la rueda trasera patinando, y luego
el lento escorzo, la indecisión de qué pie apoyar y donde, la cara en la que ya
todo son dientes y mirada huida, los espectadores con el gesto congelado y la
carcajada contenida esperando la perfecta sincronización con el guarrazo
-
Cazi m’ajogo. Anda que no aguanta ná er tío.
Si era el Deme el piloto aún habría antes del chapoteo una lucída
exhibición de equilibrios imposibles. Chop.
Lo mejor de todo era que con frecuencia esto se hacía durante el recreo
y luego, enlucido de barro y margaritas, había que seguir en clase. Que arte,
tú.
También tenían mucho seguimiento las vueltas al grupo con los dos
competidores/as girando en dirección contraria. Javier era el favorito en estas
lides y Fabiola también competía de miedo, incluso contra chicos. La parte
tramposa de este juego era que cuando te cruzabas con el competidor, si era
mayor que tú y te pillaba en la esquina opuesta a la salida te podía dar un
empujón o una zancadilla y victoria sorpresa.
Entre los juegos de grupos estaba el pañuelito, en el que alguien
sostenía un pañuelo y los dos contrincantes tenían que intentar cogerlo y
llegar corriendo hasta su propio grupo. El que no cogía el pañuelo debía
alcanzar al que lo llevaba antes de que llegara a su ‘casa’. Si no lo conseguía
era descalificado. Perdía el grupo que se quedaba sin gente. Este juego gustaba
más a los zagalones porque solían ser las niñas las que presentaban el
pañuelito y los chavales que la pretendían se ponían en equipos contrarios para
poder desafiarse. Todo muy simbólico, ella ‘enseña’ el pañuelo, el otro que
viene a cogerlo, yo que lo dejo ‘achantao’ y que le devuelvo a la ‘princesa’ lo
que ella me ha prestado. Eso sí, con medio litro de hormonas pidiendo guerra, y
las hormonas son cochinamente terrenales.
Para los clásicos juegos de combate: piratas, vaqueros,
espadachines, etc... era necesario contar con un mínimo de equipamiento.
Durante unos años será Javier el que almacene en su casa los requeridos ‘avíos
comunitarios’: pistolas, espadas, cuchillos, escudos, etc. Durante la hora del
recreo, si tocaba jugar a ‘espadear’, se formaba una fila en la puerta de su
casa y se procedía al reparto. Esta manera de organizarse era llamativa porque
se utilizaba para todo. Lo primero era designar dos líderes, aunque como todos
sabemos los líderes se auto designan y así era. Cumplido este trámite los jefes
iban, por turno que previamente se había jugado al ‘monta y cabe’ (pues no, no
es eso...) eligiendo a sus tropas. El ‘monta y cabe’ era una operación más
sofisticada que el ‘pares/nones’. Los dos jefes enfrente uno del otro y
separados por un par de metros, caminaban hasta encontrarse avanzando un pie
cada vez (el pie debía situarse poniendo el talón pegado a los dedos del pie
anterior). Así llegaba un momento en el que el pie se encontraba con el del
contrario. Si cabía justo en el hueco no valía la medida. Pero si ‘montaba’
sobre el otro pie entonces se ponía el pie atravesado en el hueco que quedaba:
eso era el ‘cabe’. Pero si no ‘cabía’, a empezar de nuevo. El sistema era
empleado para todos los juegos de grupo: el pañuelito, el futbol, los tiros,
las espadas, etc...
Esta ritualización de los enfrentamientos tenía su importancia
pues todos querían ser elegidos para estar en el grupo más fuerte, pero al
mismo tiempo estaban las relaciones de amistad, que naturalmente no se basaban
en la mayor o menor habilidad para un juego determinado. Así pues eran comunes
las miradas de encono, o ‘luego no venga a pedirme na....’, cuando el ‘amigo’
era postergado en la elección por otro más competente o aguerrido. Los principios infantiloides del marqués de
Coubertin eran puestos en evidencia en estos repartos: se compite para vencer y
nada de ñoñerías de
-
‘Lo importante es participar’,
-
‘yo estuve allí’.
Había que ser francés para no añadir
-
Sí, yo estuve allí pero me dieron telera (*).
(*) En coteño, fuerte y flojo.
Cada mundo tiene su frase para el perdedor : en Cotos ‘maricón el que pierda’, en Roma ‘Vae victis’ (en coteño ‘MARICON EL QVE PIERDA’).
Sin embargo había un poema, de estructura paradójica en la más
pura escuela de Bertrand Russell, consolador y vengativo, que daba una segunda
oportunidad al derrotado (como bético lo pongo en este orden pero era
conmutativo, muy conmutativo):
El Sevilla va delante,
el Betis va detrás.
El Sevilla levanta el rabo
y el Betis le mete el nabo.
Y ahí queda la cosa para el
análisis de las generaciones posteriores (análisis es la acción de destrucción
anal ¿no lo sabían?)
Ah, aún nos queda el bonito día en la escuela.
Las niñas entran por el lado de la casa de la maestra y los
chavales por el lado de la carretera. El suelo esta aceptable y no hay que
rasparse los zapatos en los ‘quita barros’. Con Dª Rosario todos permanecían de
pie en sus sitios hasta que hubiera entrado el último y a su orden en un largo
suspiro, voces apagadas, sonidos de las banquetas cayendo, los libros sobre la
mesa, la configuración pasaba a ‘escolares predispuestos’. Aún se suele
conservar esta conducta disciplinada, aunque Manolita no insiste particularmente
en ella. A los chavales les gustan las costumbres y los ritos.
Los mayores se sientan hacia la izquierda y delante, en una
banca-pupitre larga en la que caben hasta 6 chavales. La mayor parte de las
chicas (Lucia, Fabiola, Paqui y Manoli del maja, Pepi Ganfornina, Luisa y Rosi
de los bartolos, Isabel Grau, Angustia del carpintero, Merceditas de Juan
Leche, ..) se sientan en la parte derecha y en la delantera de ese lado están
los más pequeños, de 4 a 6 años, en la zona parvulario. En la pizarra de la
izquierda la maestra ha apuntado algunas de las cosas que harán esta mañana.
Hoy el Cuaderno de Clase le toca a Germán. Es por turno rotatorio
y tiene cada día el mismo formato más o menos: Se comienza poniendo la fecha
del día y el día de la semana. Los más pequeños lo hacen todo a lápiz, a los
mayores les toca hacer la página a tinta. Después se copia la lección que
corresponda (historia, ciencias naturales, gramática, etc...). Un espacio para
las ‘cuentas’ (según el nivel del que le toque serán sumas o divisiones),
después algún dibujo (a colores) copiado de la lección del día o de un
cuadernillo de muestras, y para finalizar algo de religión o de reglas de buena
educación o de las pequeñas lecciones de FEN (Formación del Espíritu Nacional).
A Paqui la del maja le salen muy bien los dibujos de chavalas con uniforme y
boina falangista. Las dibuja como en el libro, el sempiterno 1er Grado de Álvarez:
de perfil y con una robustísima mandíbula inferior que hace pensar en una
hembra Neandertal. A Germán que ya apunta buena mano para el dibujo le gustan
mucho más los paisajes con un bucólico valle alpino: el rio, los árboles, las
empinadas laderas y el cono de nieve coronando las picudas cumbres. Pero hoy no
tuvo suerte: le tocó el cetrino Alfonso VIII en las Navas de Tolosa, con tan
mala cara que seguro que lo habían pillado antes de la batalla. Otra vez será.
Al final una cuidada rubrica de nombre completo cierra el trabajo.
Javier hace a toda prisa la parte que le toca, en una hora
prácticamente la ha terminado y pasa a darles la lección a los pequeños del
parvulario. Son clientes suyos los Climent (Vicente y Fernando), Juanito (el
más pequeño y mocoso de los de Antonio el ‘fabat’), Manuel Báez (Manolito Bae), alguno de los Cachichi
pequeños, dos buenos chavales los hijos de Luis, el de la casilla de la fila
del fabat, y otros que están de paso, como Luis. Les toca Lectura, ya han pasado el
fatídico ‘tomate’ (¿por qué se atascaban todos aquí?), Escribir la frase del
día 10 veces ‘Mi mamá me mima mucho’, Números (del 90 al 100), sumas (11+18,
21+19,..) y algunas cosas más. Olimpia también está entre los pequeños, es la
guiri de la escuela con su tez tan blanca, rubia platino y sus claros ojos
grises.
Han transcurrido las primeras dos horas y todo ha estado
tranquilo, con las típicas salidas al ‘cuartito’ de unos y otras. Manolita toca
la campanilla, todos recogen algo sus mesas y con solo algunos gritos,
inevitables parece ser, se dirigen a las salidas para la media hora de recreo.
Javier, seguido de Luis, Rafael, Deme, Manolo Gonzalez, Manolito Bae,
a veces también Manolito Cachopo y otros más, se dirige a su casa para beber un
vaso de agua y repartirse las armas: hoy toca jugar un rato a ‘los tiros’.
Entre las armas está el extraño fusil ametrallador ruso, de madera pintada de
verde puerta, que hizo el primo Juan en la carpintería del Viso. Javier había
hecho otro, más parecido a los Cetme con un cargador de quita y pon. También
tiene un Winchester de plástico del año anterior. La mayor parte de las armas
son aportaciones de los demás ‘guerreros’: pistolas de agua, pistolas y
escopetas de ‘mixtos’ (típicas de las ferias), algunas cartucheras, cuchillos,
etc... Es un milagro que su madre aguante tener en casa todo eso, teniendo en
cuenta lo estricta que es con los cachivaches. Pero el hecho de haberle
asignado un sitio (en la parte baja de la estantería del ‘cuartichi’) y ver que
Javier cumple con los protocolos de recogida y almacenamiento puede motivarla a
considerar aquello como una confirmación de su máxima fundamental: ‘Un sitio
para cada cosa y cada cosa en su sitio’. Esta es la piedra básica de su casa, y
sobre esta se disponen las demás organizaciones: las tareas diarias, la
limpieza, los horarios y el resultado es una diminuta casa limpia, organizada,
con todo en su sitio y probablemente el mejor hogar que nunca he tenido.
Rosario Grau en estado purísimo. Inapelable y a la vez imposible no obedecerla
y quererla.
Las plantas, cardos (alcaucilitos), malvas (‘panecillos’) y
margaritas, han crecido a un ritmo de más de 3 cts. por día. Desde Marzo hasta
ahora han alcanzado ya el metro de altura y es un gustazo emboscarse entre
ellas, pues se han hecho tantas sendas en esos bosquecillos que es difícil
saber cuál ha sido recién abierta y cual está ya en los mapas. Como el recreo
no dura mucho en este juego no se permite ‘revivir’ al compañero. Así que el
que cae se va a jugar a otro grupo.
Es tan bueno el día, y hay tanta vitalidad en el joven aire de
primavera que basta con echar una carrera con el que sea para pasarlo bien. La
niñas están jugando al teje, a la comba y algunas ya han empezado con los
cromos. En los días de invierno jugar a los cromos es muy molesto pues duelen
las manos al golpear para alzarlos. Fabiola ya tiene una buena colección de
cromos de vestidos y de mariposas. El rato pasa pronto y ya estamos volviendo
hacia la puerta cuando Manolita hace sonar la campanilla para que los rezagados
se apresuren a volver
Todos sentados, las tareas retomadas y también un murmullo que
agota los últimos pasos de un juego interrumpido, de una confidencia
inaplazable. El primer aire del día se llenó de pan migado, cafelito, inocentes
colonias. Ahora hay guerrillas en el aire: arcilla, yerba recién pisada, fresco
sudor, el cabello en la nuca y la saliva que borra un dibujo, un cálculo
acabado, en las pequeñas pizarras.
Manolita se levanta.
-
Voy a salir unos minutos. Javier, Manolo, que
nadie salga mientras tanto y no forméis una trapatiesta ¿está claro?
Algunos de los ‘¡Sí, señorita!’ suenan tediosos, otros
bienintencionados o distraídos, pero los hay que suenan como una confesión de
inocencia en una asamblea de mafiosos.
José Cachichi es el primero en traicionar el pacto. Raudo como una comadreja se escurre hacia la puerta, pero no la traspasa. Mira a uno y otro lado y da la crónica:
-
Er Combate za foyao a la Canela y ehtan pegao.
Antes de que los más aburridos salgan a escape a confirmar el
Salsa Rosa canino, sale Deme a la palestra. Toca ligeramente la campanilla y
afinando la voz replica:
-
Cachichisss, cuantass vessess te he dichor,
que no ze disseee ‘foyá’, que es una palabras muy feasss. Ze disse ‘follás’. Ya
pueder zentartes y ponesss mucha atenssión.
-
Y los demass, pueden ir ar cuartito todossss
en filasss cuando toque la campanillasss.
Las risas y la algarabía suben unos decibelios.
Rafael el Churrero, se levanta para echar un pulso de pie con otro chaval. La cosa se anima y Javier le pide a Manolo que le ayude a poner un poco de orden porque luego no le apetece a nadie quedarse el rato extra de castigo que pondrá Manolita.
Manolo el del maja es el grandullón de la escuela. Tiene buen
carácter y es poco peleón, pero esta tranquilidad no conduce a que los demás
quieran echarse una pelea con él y así el equilibrio esta más asegurado. Hace
unos años, en una de las salidas de la maestra, entonces eran los tiempos
últimos de Dª Rosario, Deme retó a Javier a una pelea dentro de la escuela.
Aunque los dos se habían peleado muchas veces sin que hubiera un vencedor
claro, esa era la primera que iban a tener tanto público. No pelean a
puñetazos, más bien a derribar y bloquear al otro, pero si alguna hostia se
escapa tampoco pasa nada. Cuando Deme se lanzó a todo correr hacia Javier para
atraparlo y derribarlo, a Javier, de pura casualidad le salió una clásica llave
de judo, una proyección de hombro que dejo al Deme tumbado de un buen
costalazo. Se alzó y lo intentó de nuevo y de nuevo Javier lo lanzó por encima
del hombro. En un raro arranque de solidaridad (lo normal era que le diera
caña), José Demetrio, el hermano de Deme, se levantó con la intención de darle
un par de hostias a Javier. En medio de la bulla que se había montado, Manolo
el del maja agarró a José y le dijo que
la pelea era entre los chavales y que no se metiera o las hostias serían entre
ellos. José se quedó sentado y Javier se encontró inesperadamente con un aliado
que hizo su vida en la escuela más fácil. Con el paso del tiempo esta alianza
derivó en un intercambio de favores y en una amistad que se mantuvo a lo largo
de muchos años, hasta que Manolo dejó de vivir en Cotos. Javier hacía su trabajo muy rápido porque eran
ya casi tres años de repetir lo mismo. Así que le pasaba a Manolo una buena
parte de lo que tocaba cada día. Manolo compraba ‘Historias Bélicas’, ‘El Aguilucho’,
‘El Jabato’… en el estanco de Cazudis y Javier se moría por leerlos. Así que
todos contentos. Por eso Javier se sentaba con los mayores y por eso pondrán un
poco de paz antes del regreso de Manolita.
Hace unos días Manolita decidió hacer algo de limpieza en las
bancas: había que eliminar todo lo pintado en varios años de ‘arte grafitero’. Lápices
de tinta, de grafito, plumillas de acero, tizas de colores, bolígrafos e
incluso clavos habían dejado una buena parte de los tableros como una tapia en
días de huelga. Los paños mojados, los estropajos y otros intentos apenas
lograron entresacar algo de roña. Entonces a Manolo, o a José o a cualquiera de
los mayores se les ocurrió raspar la mesa con un trozo de cristal de una
ventana rota. A puro virutazo la mugre salía. En poco tiempo también los
medianos estaban implicados en la limpieza y el trozo de cristal ya formaba
parte del material que se quedaba de guardia en las bancas. Cualquiera de
aquellos cristales afilados como bisturíes podría causar graves cortes, pero no
recuerdo que nadie saliera herido tras un mes de fabricar viruta. Algo quedaba
demostrado: si te cortas con un cristal por la calle eres un distraído, pero si
te cortas con el cristal que manejas eres un gilipollas. Y nadie quería ser
gilipollas en esos días. Así que en la última media hora que precedía a la
salida para la comida se dejaba que una buena parte de los chavales se
dedicaran a limpiar las bancas. Así se relajaban tensiones…
Por la tarde, sin embargo, hay algo de tensión en el ambiente,
porque Manolita les ha comentado que habrá reparto de leche en polvo o quizás,
ojalá, de un queso parecido al de bola pero de color naranja que está
buenísimo. Así que se trabaja pero a poco ritmo en espera del reparto. No es
por el hambre, aunque la gente es pobre hay comida suficiente como para poder
tirar una parte de ella, así que la impaciencia no viene por ahí. Es por
recibir algo inesperado, es el cosquilleo que precede a un regalo. A todos los
niños les llena de impaciente alegría saber que te van a dar algo. A nosotros
niños, cualquier regalo nos parecía algo estupendo, aunque no sirviera para
jugar. Éramos primitivos y no teníamos reparos en sentirnos contentos por eso. Además
era colectivo y eso añadía algo más de electricidad ambiental. Aunque en el
paraíso de Rousseau ya aparecían síntomas de ruptura:
-
Ehto e de lo que le zobra a loh americano de
Rota, y mu güeno no será.
A Manolo le empezaba a crecer una vena anti franquista que en ese
momento no podía ser el declararse pro comunista, pero no había problema en
criticar los métodos de amansamiento tribal que practicaban los yankees. El
Maja padre se soltaba de vez en cuando con enigmáticas frases relativas a la
‘amistad’ norteamericana
-
Te dan cuarquié shuminá y se yeban lo mejore
jamone, el aceite puro y lah mejore naranja. Por no hablá de lah mina y to lo
que piyan.
Y miraba, con el gesto ya de natural grave y desafiante, con mayor
encono comunicativo al que tuviera al otro lado de la barra, el palillo de
dientes en el córner, la tiza diminuta en la oreja. El Niño Dioh se encogía un
poco más en su asiento, como sintiéndose descubierto en una manifiesta
admiración por el Séptimo de Caballería. Hubiera sido mejor tener algo de vinate en el vaso y haber echado un trago de completa hermandad en las ideas. Amaro asentía gravemente y Manolo maja
hijo no podía pasar por alto lo que decía su padre. También su cuñado, Antonio
Barrón, se dejaba caer con frases por el estilo, y Manolo admiraba mucho a su
cuñado.
-
Mira como tengo er brazo de fuerte. Po eh de
loh puñetazo que me pega mi cuñao.
Y te enseñaba unos moratones, auténticos ‘hamatoma’ de un verdoso
cochino que le cubrían desde el codo hasta el hombro. No sabía uno si era mejor
hacer musculo siendo pedrolari (en
vasco-coteño levantador de piedras) o buscarse a alguien que te sacara los
bíceps a pura mascá (en coteño, cuñao).
Nunca me enteré, ni pregunté de donde salían aquellos quesos, pero
esa tarde se presentaron allí un par de tíos, descargaron un Gouda de medio
metro de diámetro, lo pusieron sobre el tablero que cubría el pequeño depósito de agua
en la acera de entrada a la casa de la maestra (al que la maestra había
dignificado con un sobrio mantelillo de cuadritos azules) y tras ponernos en
fila comenzaron a repartir ricas cuñas anaranjadas que comíamos a boca llena y
sobraba para llevar a casa una ración más o menos babosa y con más apretones
que los ojos de un legañoso. Sería
americano, aunque Javier, que tenía cierta fama de pedante (luego diría que
simplemente era culto), sospechaba que era holandés, incluso podía tener alguna
estrambótica teoría sobre las líneas comerciales holandesas y el estrecho de
Gibraltar, pero a los indios de aquel poblado no les importaba dejar las armas
un rato y dejarse querer por aquellos malvados repartidores de golosinas. Para
mortificación de unos cuantos nunca pudo certificarse que alguno de aquellos
quesos viniera del Este.
Los que estudiamos con los paupérrimos medios de la escuela franquista pudimos hallar un consuelo, años más tarde, con la aparición, o mejor dicho con el encuentro de profesores de instituto que exponían una nueva forma de ver las cosas. Al modelo histórico de mi primera enseñanza y primer bachillerato, en el que todo eran batallas y fechas, se comenzó a oponer una visión de la historia en la que lo predominante era entender las razones que conducían al hecho. Me pareció sorprendente, subyugadora, tal visión racionalista. Posiblemente avivada por la coincidencia en el tiempo de mi transición desde lo religioso a lo racional. Descubrir la filosofía fue como hallar una calzada de perfecto trazado al lado del tortuoso sendero de mis dudas religiosas. Así que abracé aquella comprensión interpretada de la historia en la que los hechos solo eran consecuencia de las intenciones.
Todo estaba explicado, tan explicado que incluso dado un hecho podríamos retroceder unos cientos de años y saber el momento exacto en que se gestó inexorablemente la tal batalla, el tal rey tonto, el sagaz ministro, la rebelión popular. Si el pasado era explicable el futuro sería totalmente predecible. La era del racionalismo había llegado para liberar a la humanidad de toda tara histórica, para exculparnos, para dar sentido a lo grande y ocultar bajo la burda manta de lo emocional los pequeños deslices de nuestro pasado tribal. Por fin la historia era abarcable hacia adelante y hacia atrás. Se vivió bien durante unos años.
Pero un día nos enteramos que los racionalistas de al lado habían
‘interpretado’ muy negativamente, de forma escandalosamente irracional,
nuestros motivos cuando los derrotamos, para su bien, trescientos años antes.
Esto no podía ser ¿de dónde habían salido aquellos pijos incultos? Ya puestos a
investigarlos descubrimos horrorizados que según ellos no había habido tal
derrota, que fue un tremendo acierto de sus antepasados el retirarse dejando
sabiamente sobre el terreno a unos cuantos miles de muertos, el permitir una
ocupación militar consentida, y aplaudir la aplicación de diversas leyes
represivas, para dejar que nos confiáramos y hoy por fin pasar el plato y
recoger los brillantes frutos de su lejana victoria.
La historia interpretada es un sainete, un teatrillo de medias verdades que construye con singular eficiencia futuros divergentes. Ahora vuelvo a los hechos, y el que los quiera interpretar se encontrará, al menos mientras yo viva, con mi memoria, que no interpreta sino recuerda. Yo estuve allí y no me dieron telera sino queso.
También se repartía, con más frecuencia, leche en polvo. Tenía
menos éxito, cuestión de sabores, pero lo compensaba con la versatilidad que permitía
su larga conservación. Las menos veces se tomaba como estaba previsto: disuelta
en agua templada o caliente. Lo más popular era hacer bolas, humedeciendo ligeramente
un puñado de material, se amasaba y comprimía hasta dejarlo con la textura y
tamaño convenientes. Poniéndolo entre papeles se podía moldear de acuerdo con la imaginación del amasador. Lo
normal era dejarlo tal cual y cuando no tenías algo mejor que hacer sacabas una
de aquellas roñosas bolas del bolsillo o ‘la maleta’ y te la ibas comiendo a
bocados o en un estilo castor que añadía otra generosa capa de mugre al ya poco
apetitoso boliche. La verdad es que tenían un colorcito amarillento como
‘carzone corrios’ que había que echarle valor al tema.
Y aún quedan mucho por contar, pero será otro día. La vida sigue alrededor y hay que hablar de muchas cosas del querido Cotos.
yo soy hija de Antonio Barron , nieta del MAJA ,me ha gustado mucho encontrar estas historias,contadas con tanto corazon ,me he emocinado ver el nombre de mi padre ,y de todo corazon gracias.
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