1580
I
Sobre una
veta de menos de una vara de alto, Martín de la Fuente observaba el trajín
del barcaje de San Antón. Las balsas para el embarque del ganado esperaban ya
en la orilla de la Isla Mayor. Sólo una barca con cuatro remos acercaba al
pequeño muelle del Brazo de la
Torre al alguacil del Concejo de La Puebla junto a Coria, a
menos de media legua de este Brazo en su confluencia con el de Enmedio, que
discurría desde la Ciudad
hasta Sanlúcar de Barrameda. Martín de la Fuente, rubio, casi pelirrojo y nervudo, montado
en una jaca enteca de carnes, nerviosa y presta a cualquier orden de su
dueño, se cubría con un gran sombrero de
alas caídas y roñosas que le llegaban casi a las barbas de bayo; de su arzón de silla a la gineta colgaba
por la derecha una ballesta y por la izquierda una espada grande, casi un
mandoble, cuyo pomo martilleaba rítmicamente la empuñadura de una daga grande
de más de dos palmos de hoja terciada al cintón. Quedaba claro que Martín era
la autoridad al otro lado del Brazo de la Torre. Resto vivo de los
caballeros cuantiosos de La
Guardia, era la
autoridad indiscutida en aquella tierra antes fronteriza y siempre semisalvaje
de la Isla Mayor,
demasiado grande, demasiado deshabitada y demasiado olvidada por la Ciudad. Las botas de Martín se
sujetaban con trabillas al cintón y por encima de los tacones tintineaban dos espuelas de
plata. Dirimía los pleitos entre yegüerizos, rabadanes, pastores
y toda clase de conflictos de cuernos de bovinos, ovinos, caprinos y humanos.
Cuando el
alguacil del Concejo desembarcó montaba un hermoso caballo con mala doma.
Martín reconoció al caballo como uno de los padres que mandó el Asistente a La Puebla, en la egía de las yeguas, que en el Prado del
Concejo fueron asentadas por el escribano, el bueno de Juan de la Parra, dos meses antes,
declarándolas el albéitar enviado por la Ciudad como aptas y de calidad para ser cubiertas
por aquellos padres de alcurnia. Allí
llevó Martín sus yeguas que constituían su corta aunque muy cualificada
hacienda. Llegó a su altura el alguacil sudando bajo la solemne vestimenta
negra. Su cabeza emergía del jubón y de la gola y desde el bonete surgían
copiosas líneas de sudor cuyo sofoco aumentaba el sol de mediodía muy avanzada
la primavera de aquel del año del Señor de 1580. No podía disimular
el cómico estupor que le causaba la contemplación del alguacil, un dislate en
aquella Isla que comenzaba a abrasarse ni siquiera aliviada por la proximidad
del río.
-
Loado sea Dios.
Bienvenido a la Isla
mi señor alguacil, Don Hernando de Mayorga – Dijo Martín levantando los brazos
desnudos y aireándose la pelambre albina de los sobacos.
-
¿Habeis dado con
Toribio Jaquero?
-
Aún no, pero no
andará lejos de los hatos de ceniceros que hace días llegaron. Estará cubriendo
suripantas de la ceniza y el mazacote. Daremos con él. Perded cuidado.
Al paso, por la Cañada Real, se encaminaron al
hato de Casablanca a tomar un
refrigerio. Atravesaron el caño que formaba la Isla de San Antón, la antigua Al-Islilla
mozárabe o la Yazirat Al-Mundir
musulmana, formando ahora el Cerrado
Mayor; los dos alanos de Martín espantaron un gran bando de gangas que bebían
en el pequeño cauce y que levantaron el vuelo
llenando el aire de gritos y reflejos dorados para volver a posarse marisma
adentro.
A primeras
horas de la tarde ya habían rebasado por el norte el lucio de La Hedionda encaminándose al
corazón del hato de los Isidros donde el monje campero los saludó encaramado en
los albardones de un mulo blanco manso y de enorme cabeza. Por el Brazo de la Torre navegaban rumbo a Benamajón
dos barcos luengos de uno y dos palos, hinchados los triángulos albos de
sus velas, aprovechando la pleamar y la brisa del suroeste que comenzaba a
soplar y a refrescar el llano. A lo lejos la humareda de los ceniceros se
elevaba desgarrada por la bendición del hálito vespertino. De entre los
destartalados chozos de ceniceros partió un jinete montando un jaco cárdeno, rápido, sin silla,
sólo una leve albarda con estribos de cintas de cuero donde el jinete
introducía sus pies descalzos.
- Muy buenas tardes tenga vuestra merced mi señor Martín
y la compaña.
- La compaña es el alguacil de La Puebla, Don Hernando de
Mayorga, que viene en tu busca. ¿Te has vuelto desmemoriado, Toribio?
- La verdad es que entre la última batida de lobos y luego la llegada de los ceniceros se me han
confundido los pensamientos.
- ¡Bienvenidos a mi pobre casa, mi señor Don Martín y la
compaña¡ Cenarán y descansarán para partir al alba.- Dijo Ramón el Negro
asomado su cabeza de galápago por la esquina del chozo.
- ¿Aún estás vivo, viejo granuja?
- Y lo seguiré estando queriéndolo Dios.- Casi rematando
la cabeza de galápago, Ramón el Negro lucía dos enormes ojos melancólicos y
espantados guarnecidos por las numerosas arrugas de la frente.
En los
rescoldos de la última hoguera de armajos las mujeres introdujeron albures
grandes con escamas y tripas embutidos en dos tortas de barro. Cuando el barro
comenzó a cuartearse sacaron las tortas del rescoldo y retirando la superior,
las escamas, piel y tripas, sazonaron levemente el pescado y comenzaron a
comerlo a pellizcos, corrió el vinazo traído de Manzanilla. De un
anafe excavado en un poyo de tierra al fondo del chozo y alimentado con boñiga
seca, se retiró para que reposara la
caldereta de carnero guisada con muchas
cebollas y ajos porros de las vetas, laurel y unas ramas de hierbabuena.
Las ceniceras hacían gala de su proverbial poco recato y se aplastaban los
mosquitos de las pantorrillas con premeditado estruendo.
-
¿El carnero es de
los isidros? Mira negro cabrón que no quiero conflictos con los monjes.
-
- Pierda el
cuidado su merced. Es un regalo del rabadán a Beatriz la mora.
-
¿A cambio de nada?
-
Ya sabe mi señor
Martín que las ceniceras son un desahogo para los hombres después del largo
invierno con el ganado y prefieren un
buen conejo a un carnero.
El moyate de
Manzanilla estaba haciendo su efecto y todos rieron la fabla del negro. Todos
menos el alguacil escondido tras una gravedad fingida y temerosa de que su
probada hidalguía se contaminara con la compañía de las gentes más bajas de los
pueblos cercanos a la marisma que le mostraban una indiferencia despreocupada.
Allí existían otras reglas y Martín de la Fuente era su señor natural.
Cuando
partieron del hato de los ceniceros la actividad ya era completa. Desde las
rozas de almajos los mulos arrastraban grandes haces enmarañados que las mujeres iban amontonando
ordenadamente en grandes hoyos de más de veinte varas de diámetro dejando
libres varias chimeneas para facilitar la combustión rápida y uniforme del almajo aún verde. En otros hoyos, con el
almajo quemado el día anterior, la mujeres hacían los mazacotes de ceniza húmeda que, tras un día al sol,
serían entibadas en los barcos luengos de más de treinta codos surtos en el
cauce del Brazo y que zarparían en la próxima pleamar rumbo a las almonas del
duque en Triana, para atracar en el pequeño muelle próximo a la puente de
barcas.
Los tres
jinetes regresaban al barcaje de San Antón por el mismo camino que Martín y el
alguacil recorrieron el día anterior. Los tábanos de los comienzos del verano,
los más voraces de todo el año, se ensañaban con el semental que montaba el
alguacil, poco acostumbrado a frecuentar rutas tan inhóspitas. A media tarde el
alguacil y Toribio se disponían a embarcar en San Antón para salir de la Isla.
-
Escuchadme bien
señor alguacil. No quiero que se le haga vejación alguna a Toribio Jaquero. Me
respondéis de ello. Lo entregareis al capitán de la compañía, mi buen amigo Don
Alfonso de Contreras y le diréis que lo envío yo. La misma advertencia haréis
al alcalde ordinario. Le diréis que Jaquero debe ser armado a costa del Concejo
de arcabuz, espada y daga que yo le he enseñado a manejar las armas y que bajo
ningún concepto será piquero - Martín
hablaba despacio y claro, clavando su mirada azul y fría en los ojos del
alguacil.- Que Dios te acompañe en esta jornada de servicio al rey nuestro
señor, mi buen Toribio y…. vuelve.- Mientras le hablaba Martín el alguacil
tragaba saliva y la nuez se le movía rítmicamente.- “¿Cómo él, Don Hernando de
Mayorga, de tan noble cuna, tenía que soportar la insolencia de aquel cuantioso
rústico y asilvestrado?”- Pensaba el alguacil. “Pues esto es lo que hay”- pensó
Martín.
Desde la otra
orilla Toribio mandó el último adiós a Martín que lo miró sin poder reprimir
una lágrima. Recordó a su madre, Isabel, la viuda del hato de la Veta de la Palma, cuando aquella noche
de enero seco le dijo “Quiero que me preñes” mientras el cuerpo fuerte de mujer
cuajada se retorcía cálido con los estertores de un placer largo y salvaje.
El alguacil y
Toribio enfilaron la Cañada Real camino de la villa a dos leguas de distancia.
El muchacho recordó los días de febrero en que llegó a La Puebla llevando de reata
dos capones con doma para bregar con el ganado. Los enviaba Martín a su padre,
Pedro de la Fuente,
que lo obsequió con diez maravedis. En la plaza de la villa, frente a la
iglesia de la Granada
y junto a las casas del Concejo, la cárcel y el Pósito, el capitán Don Alfonso
de Contreras había enarbolado bandera, con la color carmesí y el Santo Cristo
de la Sangre
pintado en ella y un tambor adolescente tocaba la caja. Un veterano de los
Tercios de imponente aspecto, con las barbas y bigotes confundidos con la mecha
del mosquete reliada al cuello, voceaba fanfarrón con tintes encanallados: ”¡Alistaos en la compañía de mi
capitán Don Alfonso de Contreras y llegareis a ser hombres de verdad, partida
de maricones, y serviréis a vuestro rey
y señor Don Felipe II, que Dios guarde, en la jornada de Portugal. Se promete
buena paga más lo que cada cual afanare.
Libraos de señores y de esposas sucias y gruñonas, piara de cabrones! “.
Toribio boquiabierto se presentó ante el escribano que junto a la bandera tenía
instalada una mesilla con recado de escribir: “Mi nombre es Toribio Jaquero y
quiero alistarme” El escribano del Concejo, el bueno de Juan de la Parra, lo miró de soslayo y le dijo “Ya sé cómo te llamas,
muchacho”. El pagador de la compañía le entregó dos ducados de a treinta y
cuatro reales cada uno como prima de enganche, advirtiéndole el escribano que
debería estar presto para cuando se le llame,
que sería sobre principio de marzo. Los reales se quedaron en la taberna
de la Portuguesa
y en pañolillos embutidos entre las tetas
de las putas de la Venta
de la Negra
camino de la Isla
Mayor.
La Cañada cruzó el Barranco
Bermejo y el camino de Rianzuela dejando atrás
piaras de cochinos en montanera guardadas por porquerizos desvergonzados
que habían llegado al ribazo para abrevar el ganado, no pudiendo pasar más allá
del barranco por orden del Concejo de la villa, ni tampoco entrar en las Islas.
Al reconocer al alguacil comenzaron a insultarlo a gritos amparados por el
monte bajo de lentiscos, palmas, jaguarzos, torviscos y acebuches. A la altura de Cañada Fría
divisaron por completo la villa encaramada
en un promontorio de arena y guijarros, asomada al Río Grande, en fisgoneo
permanente de todo lo que pasara por debajo y por las Islas que se extendían a
sus pies en toda su amplitud. En lo más alto destacaba la silueta fortificada de la iglesia y en las faldas del promontorio, camino del
Borrego, humeaban cuatro hornos de
canales y ladrillos. Desde Cañada Fría su amplia vega se extendía
reseca; el trigo y la cebada de aquel año se agostó sin espigar y la siembra
tardía de garbanzos y saina no había germinado, solamente la ribera, a lo
lejos, aparecía con un verde oscuro de limoneros, naranjos y granados regados
por las norias. El sol terciado al oeste de aquella tarde de finales de mayo
con calores adelantadas iluminaba la villa recortándola sobre el fondo de
azules que se extendía hasta los oteros de las campiñas de Dos Hermanas y
Utrera. Cuando Toribio llegó a La
Puebla apenas podía reconocer la villa que dejó tres meses antes. La estaban cercando con un muro de tapial de
siete codos de altura. En la puerta ya construida que enfrentaba a la Vega un regidor, con vara
alta de justicia y acompañado de dos vecinos armados, dio la bienvenida al alguacil.
Los alcaldes ordinarios y regidores con el alguacil y mayordomo y asistencia de
los alcaldes de la Santa Hermandad
acordaron cercar la villa en aplicación de las instrucciones dadas por el
Asistente que envió al jurado Don Diego de Arias para que previnieran al
Concejo que debería impedir la entrada
de viajeros y mercaderes de la parte de Portugal y mantenerlos en cuarentena a dos leguas del
caserío, sobre todo porque estaban enterados que vecinos de La Puebla comerciaban con
Portugal trayendo esclavos y otras mercaderías. Así mismo se impediría el
atraque de cualquier buque que arribara a su muelle de la parte de Nápoles. La
terrible plaga de la peste ya estaba causando estragos en Triana. Deberían dejarse sólo cuatro puertas
en los cuatro puntos cardinales con obligación ineludible de estar vigiladas
día y noche por regidores y vecinos
armados. En todos los claros que dejaban las construcciones ardían hogueras de
chamiza cubiertas de jaras y romero a
fin de purificar el aire. En el recalmón del atardecer un humazo quieto y
perfumado invadía todos los rincones de la villa adonde no había llegado la
infección pero sí el hambre tras dos años de esterilidad por la ausencia de lluvia. El trigo que vino
de la mar apenas si pudo remediar la hambruna y el Concejo ordenó abrir el
Pósito para que cuarenta y cinco fanegas
de trigo se molieran, amasaran y se repartieran a los pobres. En la puja la
atahona de la calle que va al Prado se quedó con la contrata a razón de
veintiocho hogazas de a dos libras por fanega de trigo. En las puertas de la
atahona cerradas a cal y canto se arremolinaban los pobres de solemnidad
esperando el pan salvador, observados a escasa distancia por dos regidores y el
escribano que habían confeccionado el censo de pobres. En la carnicería se
vigiló estrechamente al obligado para que no vendiera el menudo por encima de
los seis maravedis la libra y se pesase con los platos de la balanza
agujereados a fin de librarlo de todos los líquidos inmundos.
Eran en
verdad malos tiempos y Toribio en medio de la plaza, frente a la iglesia,
montando la jaca con pies descalzos y aspecto de pastor pobre de hato isleño,
sintió miedo; le parecía muy lejano el momento en que cruzó el barcaje de San
Antón y perdió el amparo de la Isla. La
escasez de pasto hizo malparir a muchas vacas; sólo la boyada y novillada de la
villa y las yeguas de sus criadores se libraron a duras penas del desastre con
su traslado a la Menor
porque la Dehesa
de Abajo y la de Arriba se encontraban sin una brizna. Y para terminar, la
invasión de lobos que desde el mes de diciembre anterior comenzaron a llegar a la Isla desde las sierras de la
parte de Huelva. La jauría hambrienta mataba el ganado debilitado por la falta
de alimento y las corralas de los hatos debían ser vigiladas a todas horas. Tal
fue la alarma y desconcierto provocados que el Asistente, a instancia de los
ganaderos de Sevilla, ordenó al Concejo de La Puebla organizase la batida para acabar con los
lobos. ¡Qué días aquellos!, recordaba Toribio. El Regimiento de la Ciudad envió a La Puebla los fondos
necesarios para alimentar y premiar a los que participaran, enviando la villa
pan, queso, aceitunas y vino, mucho vino y aguardiente. El macho se pagaba a
cinco maravedís y la hembra a diez y quince si estaba preñada. Se encargó a
Martín de la Fuente
que organizara la cacería. Con ayuda de alanos, se empujaba a los lobos a los lucios muy mermados de agua aquél
invierno, y en sus orillas fangosas entre la maraña de carrizos, eneas y
castañuelas resecas por el frío invernal,
se asaeteaban las fieras que
admitían extrañamente la muerte, casi en silencio, mirando fijamente a sus
matadores sin un atisbo de miedo. Se mataron en cinco días más de trescientos;
solo en el lucio del Sapo, donde tradicionalmente se pastoreaban los carneros
se mataron más de cincuenta y en Los Isidros más de un centenar. Una sola manada, se salvó atravesando a nado el Brazo de la Torre perseguida al galope
por Toribio y otros mocetones tan descalabazados como él. Al llegar a la otra
orilla la manada a todo correr se perdió por Peroles y la Veta del Adalid en dirección
al caño del Guadiamar.
I I
Cuentan los
viejos que desde comienzos de febrero de aquel año del Señor de 1580, el
astillero de Los Remedios, la orilla de Coria y el Puerto del Borrego en La Puebla eran un hervidero de
maestros carpinteros y oficiales de
rivera, calafates y aprendices comandados todos por la Reales Atarazanas de Sevilla.
Los grandes troncos de pino de Segura llegaban hasta el Borrego agrupados por
docenas, flotando en el Río Grande, sirgados desde la orilla por yuntas de
bueyes y gobernados por pertigueros que voceaban las instrucciones a los
boyeros. La paga llegaba puntual, cada semana, y los días de fiesta de guardar
o los de lluvia todo el mundo cobraba media paga a fin de que los astilleros no
quedaran vacíos. Cuentan que el ventero del Borrego hizo su agosto en febrero y
marzo y nunca le faltaba, a pesar de la ruindad de los tiempos, el trigo, la
harina, el carnero y el aceite y sobre todo vino, mucho vino y aguardiente
destilado en la villa cercana y putas venidas del Aljarafe y otros puntos
cercanos. Los aserradores, por centenares, tenían que secar los troncos con
candelas antes de poder sacar las tablas
y tablones. Las cuadernas en tres piezas se hicieron de acebuche talladas con
hachas y azuelas . El rey nuestro señor, Don Felipe, el segundo de este nombre,
había ordenado que se construyeran en Sevilla
y su tierra ciento cincuenta barcas chatas de ocho pies de ancho y diez
y seis pies de largo para formar la puente de los ríos por donde debía pasar el
ejército; barcas, estacas, ancoras y maromas, así como los tableros que
formarían la puente, se transportarían en ciento cincuenta carros de cuatro
ruedas que también mandó construir y que convirtieron en barrio de locos a la Carretería, junto al
muladar del Baratillo donde los maestros carreros repitieron muchas veces el
mismo modelo de ruedas con su eje, cepa,
radios y llantas, traídas desde las ferrerías de Guipúzcoa y Vizcaya,
martilleadas y soldadas en las fraguas cuyo número hubo de triplicarse y desde el amanecer hasta
el ocaso repetían constantemente la
misma sinfonía percutida y desatinada que llegaba hasta el próximo Compás de la Mancebía, junto con el
humazo de chamiza, y madera de desperdicio
que en numerosas coronas enrojecían las llantas antes de embutirlas en las
ruedas. Cuentan que a la maestranza del
Borrego le repartieron cincuenta barcas con sus estacas, maromas y más de cien rezones
de cuatro garfios; los tableros que formarían la puente se reforzaron con pletinas de hiero
remachadas y con sus ganchos de sujeción. Cuentan asimismo que a medidos del
mes de marzo comenzaron a llegar al Borrego los primeros carros tirados por
yuntas de bueyes; la
Mestranza de las Atarazanas había vaciado varias dehesas
boyales de los pueblos del Aljarafe estableciendo la paga de los boyeros en
tres reales al día más el pan, aceite, vinagre, sal y aceitunas para la
papucha. Las primeras barcas se cargaron en los carros cuando los aprendices todavía batían el cáñamo para la estopa de las veinte
últimas que, sin solución de continuidad, los calafates embutían en las
costuras de las tracas, a las que otro aprendiz aventajado iba empapando con
brea hirviente; al día siguiente serían embadurnadas con alquitrán y ya
estarían estancas y listas para flotar sobre el río y soportar el peso terrible
del ejercito que invadiría el reino de Portugal
que pertenecía, por derecho divino, al rey nuestro señor.
A la altura
de Villarrasa a los carros que trasportaban las barcas de la puente se unieron
las carretas que cargaban las pesadas piezas de la artillería de sitio con su
munición y los barriles de la pólvora.
Todos los hombres, carros y carretas buscaban el camino de Ayamonte donde el
irresoluto duque de Medina Sidonia estaba reuniendo un ejército de cuatro mil
infantes y cuatrocientos cincuenta
caballos para tomar el Algarbe portugués con tropas de la milicia urbana del
reino de Sevilla y de las numerosas villas de su dilatado señorío que comprendía
casi toda la tierra entre Ayamonte y Gibraltar. No faltó de nada en el real de
Ayamonte. Las calderas del rancho unos días hervían con carnero y otros con
atún de las almadrabas del duque.
En noche sin
luna a finales de la primavera, la compañía de Don Alfonso de Contreras cruzó
en barcas el Guadiana desde aguas arriba
de Ayamonte y formó la cabeza de puente cerca de Castro Marín. Con la primera
claridad y con la marea detenida,
hombres expertos comenzaron a echar a flote las barcazas que fijadas en
el fondo por maromas y rezones, iban recibiendo una tras otra, los tableros del
pontón. Antes de media mañana, el último
pontón se sujetó a la orilla portuguesa amarrado a fuertes estacas. La puente
estaba formada, y un capitán a caballo,
con varios jinetes la atravesó observándolo todo con minuciosa parsimonia y
cuando llegó a la orilla portuguesa saludó con mucha ceremonia a Don Alfonso de
Contreras, tras lo cual retornó a Castilla al galope. Instantes después
comenzaron a cruzar los primeros estandartes con tambores seguidos por el
bosque de picas de seis varas, relucían
los bacinetes de los piqueros y en el agua se reflejaban como enanos bajo un
sol de mediodía. Tras los arcabuceros y mosqueteros comenzaron a entrar las
carretas de la artillería de sitio que hacían crujir la flotante estructura de
la puente; los boyeros se afanaban con extrema diligencia en mantener el ritmo
tranquilo y acompasado de las yuntas que noble y obedientemente atendían a sus
voces con la aguijada sobre el yugo. Finalmente pasaron casi cinco centenares
de caballos llevados del ronzal por sus caballeros y seguidos por el duque y su
corte.
Apenas hacía
seis días que Toribio salió de La
Puebla y recordaba con nostalgia el gesto tierno de Doña Inés
de Sotomayor, la viuda rica, que amparada por las leves cortinas del mirador le
decía adiós con mucha discreción y con
los ojos humedecidos y que lo alojó en su casa por recomendación de Martín de la Fuente. Por la suave
pendiente de la calleja que iba al Prado, Toribio aparecía imponente con el
arcabuz terciado y los “doce apóstoles” rebotándole en el pecho; en banderola
la polvorera y la bolsa de las tenazas y el plomo para la munición; la espada y
la daga, todo pagado por la viuda que también lo vistió y lo cubrió con airoso sombrero. Para los pies le compró en la
borciguenería de Sevilla unos borceguíes
finos y fuertes que Toribio llevaba embutidos en el cinto para no
estropearlos, dijo, pero no era verdad, sino que no podía soportar el
cocimiento de los pies acostumbrados desde siempre a andar descalzos. Tras el leve crujido de unas bisagras su
mirada se cruzó con los ojos grandes, redondos,
melancólicos de Gregoria la esclava negra de la viuda que desde la discreta abertura
del portón del patio parecía que estaba esperando a que la llamara. Durante dos
semanas ejerció de garañón incansable y
seis días después aún percibía la laxitud que experimentaba cuando la hermosa
viuda le agradecía con infinita ternura la satisfacción recibida envolviéndolo
con el olor suave de su cuerpo. Con Gregoria todo era distinto, se asaltaban en
cualquier sitio hurtado de miradas indiscretas, la muchacha se disponía a
recibirlo con una ansiedad salvaje tapándose la boca para que no se escaparan
los gritos; era una hembra salida y con deseos
de ser cubierta cuanto más veces fuera posible. Acabada la coyunda salía corriendo a cualquier lugar de la casa. La
inteligente Doña Inés sonreía al percibir aquellos trajines, sabiendo que
cerrada la noche Toribio acudiría a su dormitorio temblón y agobiado por el
deseo.
De La Puebla partieron nueve
infantes con su arcabuz y tres caballos. En Puñana, a una legua y media de la
villa, se incorporaron cinco piqueros
enviados por Don Francisco del Alcázar, señor del heredamiento y guardados por cuadrilleros,
alguacil y el alcalde de la Santa Hermandad
por el estado noble, Don Juan de Peromato, y en el vado de Quema, pasado el
Majalberraque, esperaban otros cinco piqueros que enviaba el señor de
Rianzuela, todos con coseletes viejos
con solo peto y espaldar y sobre la cabeza unos bacinetes
antiguos que parecían cogidos de la chatarra de una ferrería, sólo las picas
eran nuevas y fuertes. “Malditos conversos. Esto es lo que me mandan tan ricos
señores. ¿Qué otra cosa puede esperarse de unos judíos?” Pensaba y se callaba
el capitán Don Alfonso de Contreras. Desde la suave pendiente de Quema, Toribio
observaba el discurrir del Guadiamar hasta el puerto de las Nueve Suertes y
allí, frontera al mismo, adivinaba la
Torre de Benamajón y a sus pies, hasta el horizonte, la gran
llanura de la Isla Mayor,
parda y verde en el suelo y con todos los azules en el cielo. Reprimió a duras
penas las ansias de correr hasta el puerto de las Nueve Suertes y perderse en la Isla, le importaba una higa
aquello de la jornada de Portugal al servicio del rey, nuestro señor. Aguas
arriba de Quema, compraron en una cañaliega albures, barbos y anguilas,
improvisando un espeto que sació el hambre que se iba acumulando desde el
amanecer. Al llegar a Aznalcazar entraron en la villa por la puerta de la
muralla que daba al camino de Benamajón, atravesando Casa de Neves, dejando a
la derecha la Dehesa
de Abajo y a la izquierda la Casa
de las Colmenas, y pasada la puerta con
matacanes los alojaron en el pósito ya
vacío por las hambres invernales donde, pese a la maldad de los tiempos, no
faltó una caldera de nabos con carnero y hogazas recién cocidas que los
soldados apuraron hasta el hartazgo bien regado por vinazo de la tierra. Don
Alfonso de Contreras, con las primeras luces del día siguiente, aguardaba con
impaciencia el alarde de la tropa que enviaba el concejo e la villa, con
alcaldes y regidores presentes: seis arcabuceros, seis piqueros y cuatro
caballeros montados en jacos matalones que ni de lejos se parecían a los tres
jinetes restos de los cuantiosos de La Puebla montados en caballos poderosos y de fina
estampa. “Venid aquí, partida de pegujaleros cabrones” gritaba el veterano de
los Tercios que fue distribuyéndolos en la fila. “¡Ay, mi buen Juanillo! ¿Cómo
voy a presentarme con esta recua de gañanes en el real del duque, mi señor?”
“Pierda cuidado su merced que de aquí hasta Ayamonte a varapalos los haré
soldados dignos de Lepanto”. Juan de Baena, el veterano, era un soldado viejo
que no sabía de otra cosa; muchos años en Flandes con el duque de Alba; se las
sabía todas, al derecho y al revés, disciplinado y duro en la pelea, tenía ventanos en la dentadura y sabía mandar
y hacerse obedecer por sus hombres que
lo estimaban de verdad. Desde sus primeros años mozos en el Tercio aprendió lo
importante que era la lealtad y el compañerismo para llegar a viejo después de
tantas fatigas y penas. En Manzanilla se
incorporaron veinticinco caballos y casi cien infantes del Condado también
señoreado por la casa de Guzmán. Cuando
en Villarrasa se reunió con los carros de la puente y las carretas de la
artillería, el capitán Contreras se sintió como un Maestre de Campo con más de ciento cincuenta infantes, treinta
y tantos caballos y la impedimenta de la puente y artillería.
Desde Castro
Marín el ejército que debía ocupar el Algarbe portugués se dividió en tres
columnas que avanzaron hasta el Alentejo. No encontraron resistencia salvo la
propia dificultad de vivir de un terreno
pobre, sin apenas ciudades y
villas importantes. La columna en la que marchaba el Capitán Contreras llegó a
Faro y desde la costa Toribio observó las velas de la armada del Marqués de
Santa Cruz con la derrota al estuario del Tajo; la brisa de poniente mostraba
las velas cuadradas de los galeones y las latinas de las galeras reales en toda
su dimensión navegando lentamente casi a la bolina. A la altura de Beja, y ya
en el Alentejo, la columna se desvió al oriente y a marchas forzadas se reunió
con la columna central al mando de Medina Sidonia. Sobre la llanura al oeste de
la ciudad gente de guerra se oponía al paso. Se contaba entre la tropa española
que el rey Don Felipe, nuestro señor, había arribado a Badajoz y que habiendo hecho las paces con el viejo
duque de Alba, se disponía a enviarlo al frente de un poderoso ejército camino
de Lisboa a la que por mar debía acosar Santa Cruz. La gente de guerra que
tenían ahora en frente era un abigarrado conjunto de viejos y jovencitos, se
notaba la falta de soldados de edad granada y de mandos que habían dejado la
piel en gran número en el desastre de Alcazarquivir con su joven rey, el
descalabazado Don Sebastián, al que su tío el rey Don Felipe, nuestro señor,
dicen las malas lenguas, animó a tan descabellada empresa en el norte del
África sarracena. La caballería
portuguesa montada a la antigua sobre caballos grandes y poderosos con pesadas
armaduras lo mismo que sus jinetes se movían con lentitud y apenas pudieron
alcanzar las picas que en cinco filas habían erizado el cuadro. Por entre los
piqueros los arcabuces en línea de tres disparaban por turnos matando primero a los caballos y haciendo
luego puntería sobre todo lo que se moviera. Ante el desastre los infantes
portugueses no se movieron. Juan de Baena entre otros, con un portugués
chapucero animaba a grandes voces a los infantes portugueses a rendirse y no luchar; los llamaba hermanos
e hijos de un mismo padre, el Dios cristiano, Nuestro Señor, y también de Don
Felipe nuestro señor en esta tierra bendita. “¿Qué pasa Baena? “ “Nada capitán,
están pensando unos instantes”. Pasados unos minutos comenzaron a salir de las
filas dejando las armas en el suelo. “Que no haya despojos, conservarán sus
banderas y a los caballeros se les dejarán sus armas. Que el cirujano atienda a
los caídos y con la ayuda de Dios restañe heridas y componga huesos.” ordenó
Medina Sidonia. “Contreras, iréis a Beja y traeréis todos los curas y frailes
que encontréis para que ayuden a bien morir a los moribundos”.
Al día
siguiente, cuatro compañías, entre ellas la del capitán Contreras, emprendieron
el camino hacia Badajoz a marchas forzadas. Al llegar al real Juan de Baena
distinguió a lo lejos a Don Sancho
Dávila con insignias de maestre de campo,
que montado en un caballo castaño iba supervisando el trajín de las
tropas. Al pasar junto a Juan este le espetó quitándose el sombrero - “¡Don
Sancho, Don Sancho Dávila, mi señor!” - ¡ Juanillo Baena, viejo granuja! .
“MIralo bien Toribio, Ya esta viejo, pero debiste verlo en Zutphen y Naarden”.
El real de Badajoz reunió a veinte mil infantes alemanes, italianos y
españoles, ciento treinta y seis piezas de artillería y más de mil quinientos
caballos montados por castellanos, extremeños y andaluces. “Toribio, la daga
siempre a mano y no entres en liza de dados ni naipes ni nada. ¿Entendido?”. El
día ocho de junio, muy temprano, el real apareció envuelto en el humo de
fogatas de jara para que ahuyentara el intenso olor a mierda del campamento y
en las primeras horas, un intenso movimiento de las tropas formando por
compañías, voces de mando de sus capitanes, tambores, relinchos, maldiciones;
todo anunciaba la proximidad del rey, nuestro señor, y de Don Fernando Álvarez
de Toledo, duque de Alba, que llegaban al real a pasar revista.
El día
veintiuno de junio, Sancho Dávila convocó a Alfonso de Contreras y cinco capitanes más con la orden de tener
prevenidos a sus hombres y dispuestos a
partir en cuanto la orden fuera dada. Llegada la media noche las seis compañías
cruzaron la Raya
de Portugal a una legua de distancia y se encaminaron rápidamente a Vila
Viçosa, corte y capital del ducado de Braganza, que tenían a la vista al
amanecer. Se desplegaron infantes y caballos y por sorpresa consiguieron
introducirse en la muralla. Juan, acompañado de Toribio y otros hambres
corrieron, entre dos luces a la puerta contraria a la que habían conseguido
entrar y desarmaron a los soldados que la guardaban, la abrieron e
inmediatamente, en tromba entraron casi cien jinetes que espada en mano sembraron un aterrado
desconcierto en la población que comenzaba a despertarse. Se apoderaron en pocos minutos del tesoro del ducado y su arsenal a cuyos
valerosos defensores dieron muerte. Dos días después, el grueso del ejército entró
en Portugal por Elvas y a las tres
semanas estaban en Setúbal embarcando la
mitad en las galeras pestilentes de
Santa Cruz que los llevaron a Cascais a
escasas cuatro leguas al oeste de Lisboa, cuyos alrededores fueron saqueados y
robados sistemáticamente. Ello no gustó al rey y el duque tuvo que degradar a
algunos capitanes, ahorcar a dos docenas de soldados y a mandar a galeras a
otros cuarenta. Cascais se resistió y fue tomada al asalto y saqueada durante
dos días. “No te separes de mí Toribio y avisa a los otros de La Puebla; haréis lo que yo os
mande. En pocas horas los extranjeros
serán una manada de lobos rabiosos, sobre todo los germanos que son una partida
de hideputas herejes.” A Contreras aquel baño de sangre y latrocinio le daba
asco. Era un soldado educado para pelear y no para matar y robar a gente
indefensa y partió con su compañía hacia Alcántara uniéndose al grueso del
ejército de Alba. Tras el asedio de Lisboa y el ataque a su ciudadela con gran artillería, Don Antonio I de Avis,
coronado días antes rey de Portugal, salió huyendo hacia el norte. Sancho Dávila
a voces reunió varias compañías. “Ven conmigo Contreras, vamos a dar caza a ese
conejo; yo respondo de la parte de tus hombres.” En su vida anduvo más Toribio,
llegaron hasta Coimbra que tomaron al asalto y luego a Oporto que asaltaron y
saquearon, pero Don Antonio logró zafarse, camino a las Azores.
Cuando
volvieron a Lisboa hubo sus más y sus menos, pues Sancho Dávila exigió hasta el
último maravedí que correspondía a los hombres que lo acompañaron de los
seiscientos mil ducados que Lisboa pagó para evitar el saqueo.
I I I
Habían pasado
dos años apenas. En la Vega de aquella mañana de finales de febrero
empezaban a brillar los colores, desde
el uniforme verde de los panes al
salpicado de los barbechos con florecillas blancas, azules y amarillas sobre
las que comenzaban a revolotear las primeras abejas de los colmenares del
Padrón del Granadal y de la
Caballería; grandes charcos eran espejo de las nubes y a lo
lejos, por las rastrojeras de Papasimientes y Papalbures brillaba el blanco
chorreo de los grandes mansos de la
boyada concejil bebiendo en la vadera del Barranco Bermejo. Tras un invierno de
agua parecían alejados los tiempos de sequía y hambruna; las vacas, las yeguas
y las burras parían con normalidad y las
borregas de los cartujos, que lo ocupaban todo, desde Cañada Fría hasta más
allá de la Venta
de la Negra se
duplicaban casi por ensalmo atareando a pastores y zagales con su rabadán dando
voces y mandando como un general, montado en un jamelgo manso con serones y dos
grandes mastines de escolta con collares erizados de aceros como navajas. En
las copas de los chaparros y pinos de la Dehesa de Abajo blanqueaban las primeras cigüeñas
tempranas ocupando su nido familiar. En el Majalberraque y en las orillas del
Brazo de la Torre
los patos reales aparecían acollerados, los machos con una brillante caperuza
verdiazul y su caracol en la cola, las hembras sólo enseñando el color,
recatadamente, en la punta de las alas.
Toribio saltó del caballo y corrió como perro de aguas entre la hierba y
la tierna cardancha, las varas de sanjosé y matas de lavanda, que estaban
deseando florecer; volvió a los pocos
minutos con media docena de huevos de
pato; escogió los que parecían más frescos y los miró al trasluz y se los
acercó a Gregoria para que los sorbiera y comenzara a enseñar a la mulata tan
nutritiva y necesaria actividad. Parecía que la primavera se estaba presentando
furiosa acometiendo al viejo invierno a cornadas, que se revolvería al mes
siguiente cada vez con menos fuerza, moribundo, y las lluvias de abril serían
las lágrimas rabiosas del viejo vencido.
La maternidad
había cuajado a la negra que aparecía fuerte y muy hermosa, con la mulatilla
entre sus brazos, montando la jaca que Toribio llevaba a reata. En otro capón iban
todos los cachivaches y enseres que la
viuda Doña Inés había reunido para el ajuar de su esclava recién liberada en el
acta de matrimonio que extendíó aquella mañana el cura y beneficiado de Ntra.
Sra. de la Granada
cuando inscribió el celebrado entre Toribio Jaquero y Gregoria de Prado. En la
grupa del caballo de Toribio iban colgadas las armas de soldado de la compañía
estable de La Puebla.
“Cuida bien de tu esposa y de Inesilla, mi buen Toribio” le dijo Doña Inés
visiblemente emocionada.
A mediados
de marzo las orillas del caño del Zurraque comenzaron a tapizarse con hojas
verdes como hierros de dagas que en pocos días alcanzaron la altura de hojas de
espadas brillantes en las madrugadas, nimbadas por el rocío; ya en el Jueves
Santo del mes de abril las orillas del caño aparecían tapizadas con el amarillo
intenso, sensual, de los lirios en que
las hojas de espada habían devenido adornando las cabezas de
purpúreo oscuro de las garzas
imperiales, llegadas de pronto, hambrientas, y pescaban en sus riveras, se
apareaban y volaban después hasta los nidos a medio construir del alargado
cañaveral que limitaba al oeste el gran Lucio Real, que compartían con moritos
oscuros de picos largos y corvos, garcillas luciendo penachos blancos que se movían
al ritmo de la brisa, espulgabueyes cansinos y pacientes y algunas cangrejeras peleonas; las grandes
garzas blancas, señoriales, aristocráticas, marcaban la distancia con aquella
chusma abigarrada y chillona y construían sus nidos en el tarajal de la
Isla de Tarfía donde despedían a los barcos de la Carrera de Indias,
espiaban a los contrabandistas que pululaban entre los buques del final del
estuario y asustaban a las nutrias juguetonas de la canal remansada que
separaba Tarfía de la Isla Mayor. Las garzas reales, grandes, de desgarbada
elegancia, vestidas de blanco, gris y negro, solitarias y ariscas de la
invernada ya habían partido hacia el norte. En la próxima Veta de los
Acebuches anidaban las cigüeñas negras y
en las aguas del Lucio Real nadaban los patos reales, porrones y colorados con
ojos de rojo intenso, zampullines y somormujos y en sus orillas anidaban los
gallaretos y los gallos azules, llegando y a sus aguas más someras,
majestuosos, los flamencos mostrando la púrpura obispal bajo las alas abiertas.
Águilas pescadoras iban a la trinca de carpas, albures y anguilas que nadaran solazándose deslumbradas por el sol de media mañana. El
poco trigo y las habas y nabos que Toribio había sembrado en la veta dos meses
antes, cuando llegó al hato, estaban encañándose y floreciendo y lograba buenos
sábalos y róbalos de los pescadores del Zurraque a cambio de ayudar con sus
capones a sirgar los trasmallos por los caños y canales que unían el gran lucio
con el Brazo de la Torre,
completando el trato con el pescado seco y ahumado a cambio de liebres cazadas
por Baena con ballesta. La Isla
y toda la marisma renovaba su vida y él había preñado a Gregoria otra vez,
colaborando la negra con muchísima afición.
Habían pasado
cuatro meses desde la mañana en que el capitán Don Alfonso de Contreras en Lisboa licenció a su compañía, invitando a
quedarse a quien quisiere para la campaña de las Islas Azores que preparaba el
marqués de Santa Cruz; los de La
Puebla casi en su totalidad prefirieron partir a su tierra y
Contreras se ocupó de que percibieran hasta el último maravedí de soldada y
otros emolumentos ganados por las armas. Cada hombre cobró ante el escribano
más de setenta y cinco ducados. “Juan vente conmigo a la Isla, allí vivirás libremente
y no te faltará un plato de comida, piensa que ya estás viejo” – le dijo
Toribio a Baena que había reunido, entre unas cosas y otras mas de cien
ducados. “Escúchame bien, mi valiente Juan de Baena, entregarás en La Puebla a su Concejo el
pendón carmesí con el Cristo de la
Sangre pintado y allí estará hasta que el rey, nuestro señor,
os llame de nuevo. Y ahora derechitos a Ayamonte, sin armar jaleos y de allí a
la villa. Entregarás la soldada a las viudas y huérfanos de los muertos en esta
gloriosa jornada: dos de Aznalcazar, uno de Rianzuela y el otro de La Puebla. Enteraos bien todos:
vais a cargo de Juan de Baena y a él deberéis obedecer. Habéis cumplido con
honor y valentía. Id con Dios.”
Entre los
vecinos reunidos en la plazuela frente a la Iglesia de la Granada, Toribio se cruzó con los ojos grandes,
redondos y melancólicos de Gregoria que arropaba una criatura en su regazo
junto a un Martín de la Fuente
exultante que miraba a su alrededor lleno de orgullo. La mañana que se casó le
dijo Martín: “He mandado adecentar el hato, parte a la Isla con tu esposa que Baena
y yo ya llegaremos cuando resolvamos cierto asuntillo que tenemos pendiente”.
Martín y Baena estaban visiblemente borrachos y apestaban a aguardiente que había llevado de su propia destilería
Juan López de Salas, familiar del Santo Oficio; también estaban Juan de Asían,
alcalde ordinario, Bartolomé Rasero y Pedro de Pineda, regidores, todos
igualmente borrachos tras reiteradas libaciones matutinas. Cuatro pipas con
vino viejo puso Martín de la
Fuente en la plazuela para que el paisanaje celebrara el
regreso de los soldados de la villa y el casamiento de su Toribio, donde no
faltó el menudo aromatizado con hierbabuena en dos grandes calderas y el
hartazgo con la carne de un novillo con mucho genio lanceado en el corral del
Concejo que a punto estuvo de provocar una desgracia cuando un mozo quedó
arrinconado y fue el salto del viejo Baena el que, espada en mano, cayó sobre
el animal que trastabilló y rodó sin vida.
Joan de la Creu Fotut
i Arrimar a Marche
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