Allá
por el 69 la tribu de primos tenía ya unos cuantos ejemplares en edades gansas.
Yo estrenaba los 16 y Bosco 18. Juan y Charo ya estaban en los 20, y Manola,
Margarita, Mariangeles, Rafa, Jose Luis y la prima Isa iban de los 19 a los 14.
Y a no mucha distancia estaban María Ester, German, Lucia, Fabiola, Silvia,
Manuel y Joaquín.
En
fin que lo de los villancicos y las partidas de cartas y las peleas a cojinazos
y… todo lo que se hacía por allí en esos días nos parecía bien pero queríamos
más.
Una
de las cosas que cambió nuestra estancia
en el Viso en esos últimos años de Navidades en común fue ‘La Independencia de
los Mayores’. Pues sí, ya éramos bastantes y queríamos nuestro rincón. Así que
no tardamos en señalar como leonera la casita de la Granja. Claro que para
llegar siquiera a leonera tenía que dejar atrás su estado de… bueno, su cochino
estado.
La
casita estaba en el inicio de la parte más alta de la finca. La cuestecita que
comenzaba tras pasar el corralón tenía una buena pendiente. Cientos de veces la
bajé tras un aro de zinc o controlando (más o menos) a manotazos una vieja
rueda de camión que hacia descender rodando desde lo alto. Más de una vez se
despeño por el alto cantil que limitaba el camino y costaba sudores llevarla
arriba de nuevo.
Primero
hubo que vaciar los montones de cajas de madera para naranjas que allí se
almacenaban. Y un montón de cebollas podridas y pegadas al suelo. Los suelos de
la casita eran de color rojizo y nunca acababa de parecer limpio. Mucho barrer
y limpiar jambas, alfeizares y ventanas.
Bosco
ya empezó a guardar en un rincón (seguramente porque no tenía a mano una buena
bolsa de plástico reutilizada) latas viejas (soñaba con Andy Warhol), platos
rotos, pitañosos comederos de conejos y rotos cuadros con escenas de almanaques
de Rio Tinto Explosivos con la recia muchacha cazadora, escopeta abierta
mostrando los brillantes fondos de los cartuchos recién disparados, dos mustias
liebres asomando en el morral, y al fondo, también muertos, un ciervo, un
corzo, dos venados y tres ovejas sanguinolentas, seguramente atropelladas por
el camión de reparto de la fábrica (lo que dejaba claro que no era solo la pólvora
sino el espíritu de la empresa lo que garantizaba el éxito del producto).
Y
cuando ya habíamos hecho sitio llegó el momento de amueblar. Ahí no solo hubo
mucha ‘creatividad’ (ya nos veíamos en un sitio de Vogue fashion) sino una gran
tarea de mangar sillas, sillones, mantitas, colchonetas, y demás cacharrería
para Diógenes. Claro, no hubo mucha colaboración. Así que acabamos siendo los más
modernos y adelantados en tendencias al hacernos parte de la mueblería a base
de cajas de naranjas 30 años antes de que los ‘palés’ fueran lo más. Cajas,
papel, cartones, toallas y mantas viejas y listo Calixto.
También
conseguimos alguna mesa y su ropa de camilla porque en el Viso sin una camilla
a mano se vivía muy mal.
La
pieza clave, no obstante, la que confería carácter al lugar y esa mezcla
buscada de familia aburguesada y relax desorejao, era la chaise long, el diván
robado al siniestro cuarto de los armarios ¡Cómo lucía! Daba un ambiente de
abandon muy conseguido.
Entre
tanto Rafa, Juan y yo habíamos estado birlando entre la despensa y el socorrido
hueco bajo la escalera y en donde fuera necesario, suficiente trinqui como para
una botellona: Soberano, Ron Negrita, Anís del Mono, Licor 43 y la inevitable
Marie Brizard imprescindible para ponerse confidencial antes de sobarte.
Por
aquella época yo me sentía literalmente un Chicote pues cuando se habían
retirado los tíos y los nanos me metía en la despensa y lleno de creatividad
sacaba tremendos vasos con coloridas mezclas, asquerosamente dulzonas que ofrecía
con desahogo a la inexperta y sin duda
desesperada clientela.
Completaban
el atrezo unos cuantos ceniceros, monos jarrillos y floreros y los nuevos vasos
largos de Duralex, que me iban a permitir trasladar el laboratorio Chicote al
nuevo local.
Y
por fin llegó el momento que marca la ocupación de una casa de campo como esta
mandao: encender la chimenea. Vengan ramillas y leñas, vengan papeles y
cerillas, venga soplar y venga humo, y más humo, todo humo. Al carajo con el
invento, entre hostias y mecagos todos a la calle. Por más pasto que hayas
quemado el humo siempre es humo.
¿Pero
qué pasa?
Que
no tira, no lo ves?
Al
cabo de un rato pudimos entrar de nuevo y comenzar a desatascar la chimenea. No
lleve bien la cuenta pero más o menos la mitad de los paseriformes y
fringílidos más algunas nocturnas de la rica avifauna española habían hecho
allí su nido. La que salió de allí. Al final y cuando el frio apretaba tuvimos
chimenea.
Y
llego el musiqueo. Y los cigarritos y el que bien se está. Aún recuerdo que
bien sonaba Cream con In the Withe Room y otros buenísimos temas del álbum. Y
Beatles, Moonkys, Tremeloes, Aretha Franklin, mucho sonido Filadelfia e incluso
Bee Gees. Además de Jane Birkin claro. Ya hablaremos de esto más tarde.
Y
en nada llegó el conflicto. La separación por edades medidas en tiempo no tiene
discusión. Alguien es mayor que alguien, pero el tema se veía de forma
diferente al decidir (en un legal y democrático de arriba abajo) quien formaba
parte del club de los elegidos. Hasta Jose Luis no había discusión pero era la
frontera y una gran cantidad de rechazados iniciaron un marcaje pertinaz del
territorio.
En las horas bobas del día (cuando no estábamos comiendo
generalmente) pequeños grupos de espías trataban de infiltrarse para echar un
ojo. Silvia, Ester, Alberto, Álvaro, Fernando, Perico y algunos más se
encontraron una y otra vez con el ojo atento y la naranja rápida de Rafa, Jose
Luis y yo mismo. Fueron peleas con auténticas escenas para reportero gráfico,
las naranjas volaban como misiles y los que estábamos arriba teníamos toda la
ventaja. No era para estar orgulloso pero nuestra sique no estaba ese momento
para muchas concesiones. A medida que fueron creciendo pasaron al grupo, que
también fue, vía novias y novios, perdiendo socios.
Así
pues en ese año 69 decidimos, amén de los bailes, de los que ya se hablará,
hacer una fiesta de disfraces con tono principalmente Navideño, pero con interesantes
aportaciones de atrezo como mi disfraz de Pancho Villa o el increíble rey
Herodes 'er jipi' que se marcó el primo Juan: una chaqueta
de ante pasado, con más mierda que la manga de la pelliza de un consumero, la
estropajosa peluca de San Cristóbal (o incluso del primo de san Cristóbal) de
cochambre mítica que habitaba de costumbre en el cuarto de los armarios, y una
cadena de hierro mojozo de dos vueltas y colgajo que había pertenecido a
diversos mulos de la ganadería local. Desde luego muy real sí que era.
Una gran
patulea de pastorcillos y pastorcillas, Bosco de San José (impecable con su
túnica de buena sabana y cordón) poniendo su propio Jimmy Hendrix hair y el
comienzo de una barba, Mariangeles de bella Virgen y el benjamín del momento,
Oscarito como el Niño Jesús arrecío, que era lo que opinaba su inconsolable
madre Isabel Lobato. Casi lagrimas le costó lo de aceptar que a ‘mi niño de
miarma’ se lo iban a llevar a los chalets. Para cerrar el reparto nos queda la
querida Catalina, que cuando no daba alguna coz que otra era una buena burrita.
Y
la salida nocturna era el tema. Por aquella época se había iniciado la primera
ola de chalets en urbanizaciones y en la zona que lindaba con las arenas bajas,
al final del camino que se iniciaba en la alberca, habían construido casi una
docena de ellos. En días anteriores vimos que por la noche encendían sus luces
navideñas y se oía música, así que pensamos ¿Por qué no nos damos una
vueltecita en plan Belén caminante?
Serían
casi las 10 cuando salimos del caserón y nos fuimos concentrado en la explanada
de la alberca, delante de la casa de Blas y María. Al frente de la comitiva iba
un nervioso Bosco cogiendo el ronzal de Catalina que llevaba a Mariangeles y
Oscarito, y tras ellos Pancho Villa, Herodes el jipi y una larga y ruidosa fila
de pastorcitos armados de panderetas, carracas y alguna zambomba. Como unos 20
seriamos. La noche estaba tranquila aunque fría y pudimos llevar, amén de unas
linternas, algunas velas en farolillos.
El
camino aunque emocionante por lo nocturno era corto, y montando una buena bulla
nos acercamos al chalet más cercano, mientras comenzaba a pensar si me comía el
picajoso bigote que no paraba de despegarse o renunciaba a Pancho Villa. Ni
falta hizo que llamáramos, la puerta se abrió y todos gritamos ¡Feliz Navidad!
Nos ofrecieron dulces y copitas lo que hizo emocionar al coro de pastorcillos y
con más entusiasmo aún se inició otra ronda de villancicos.
Las
puertas de otros chalets se fueron abriendo y algunos de ellos se unían al
grupo y nos invitaban a pasar a sus respectivas viviendas. Más dulces y copitas
e incluso alguna zanahoria para Catalina. Estábamos radiantes de alegría de ver
cómo nos recibían y queríamos estar en todas partes. Como muestra de amistad
imperecedera lancé mi bigote a tomar por saco en alguna parte anónima de aquel
territorio.
Teníamos
los ojos como platos. Para nosotros todo aquello era como estar en Hollywood: árboles
de navidad iluminados, y cargados de adornos, y para nosotros, que éramos más
de Belenes, aquello era de una modernidad emocionante. Con el paso de los años
nos dimos cuenta que en realidad nosotros eramos los envidiados por estos
modernos, pues representábamos la quintaesencia del deseo andaluz, propietarios
de gran finca, con casona incluida. Las penas no se cuentan.
Uno
de los vecinos, que estaba claramente en fase ‘Exaltación de la amistad’ se empeñó
en pasar rápidamente a la siguiente etapa (Canticos Regionales) haciéndonos
entrar en su salón con Catalina y todo. Y allá que fuimos. Su árbol de navidad
estaba más ricamente adornado que los anteriores que habíamos visto y en
particular unos cisnes metálicos en tono rojo burdeos y oro nos dejaron
especialmente embobados. En los días siguientes no paramos de comentar, chicos
y grandes, lo bien que lo habíamos pasado y las ganas y el propósito de
repetirlo otros años
Entramos
en su salón y entre más copitas, dulces y cantos, todos estábamos ya en el Séptimo
Cielo de la fraternidad navideña. El vecino dio por terminada la fase Canticos
y se empeñó en que Juan se pusiera a su altura. Herodes el jipi no se cortó un
pelo (claro, era de San Cristóbal) y comenzó una pelea de gallos centrada
particularmente en el wiski, otro detallazo de modernidad que te cagas.
Mientras
que el grupo de los más pequeños con San José, La Virgen, Oscarito y Catalina emprendía
el regreso a casa el resto nos quedamos el tiempo suficiente como para que
nuestro competitivo Herodes se pusiera a la altura etílica del huésped, pasando
de alegre a morao y en nada a un total alicatado de porcelanosa. El vecino tras
dos buenos tropezones dio señales de rendición y fue el momento de abrazos de
toda la vida y promesas de repetir. Cuando salíamos, la metálica belleza de los
cisnes llamó de nuevo la atención de Jose Luis, y quizás alguno pasó a su
bolsillo, aunque nunca vimos el bicho por el Viso.
La
vuelta, aunque el camino era recto, fue bastante sinuosa. Herodes no cantaba
pero las dos vueltas con colgajo de su noble cadena mojoza marcaban un tintinéo
entrecortado que se correspondía con las desordenadas camballás que eran su
forma de caminar.
Con
todo y eso se empeñó en subir a la casita, pero apenas habíamos pasado de las
cuadras cuando al modo quijotesco ‘comenzó a desaguar por entrambas canales’ y
largó tremenda pota. Desde entonces tengo asociado el wiski al vómito y nunca
deje de pensar que algo que huele a pota sea como para tenerlo en un altar.
Como nota antropológica social debo decir que fue la primera tajá en directo de
mi vida y agradezco al primo Juan su desinterés filantrópico en mi iniciación.
Como
nota final añadiré que no hubo otro año en los chalets.
Agradezco
a Jose Luis, Álvaro, Lucia, Fabiola y Silvia sus comentarios que me han dado
las anécdotas y detalles que hacen chispeantes los recuerdos y las buenas
historias.
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