La rabia.
Hay finas nubes en el pálido celeste, como largas hojas
de cuchillos, fríos puñales blancos que hieren el aire helado. Luce el sol pero
apenas calienta la tierra. En las cunetas y almorrones manchas de malvas, de un
verde oscuro y vigoroso, reclaman ya la primavera al húmedo invierno de la
marisma. Un rumor de agua mansa surge de los canalillos que retiran las
primeras aguas que inundan los campos.
Los sonidos que el aire nos trae son las noticias de
cada día: la viajera que parte hacia Sevilla, las risas en los bares y
cantinas, el petardeo de pequeñas motos, el chisporroteo de una soldadora
eléctrica en el taller, y de fondo el frio silbido del aire en los mimbrales y
juncos de los canales.
Un coro de ladridos se oye desde la parte de la
carretera que pasa por delante de la choza de los Bartolos. Un grupo de hombres
llevan atraillados con correas y sogas a unos cuantos perros, y los canes
familiares les van ladrando y siguiéndoles a medida que este grupo pasa por
delante de las viviendas cercanas al camino. Pasan por delante de la herrería de
José y el bar del Maja, atraviesan el puente sobre el canal de desagüe y siguen
por detrás del grupo de viviendas en las que están la escuela y mi casa. Llegan
hasta el economato.
Hacen una parada no muy larga. Oigo exclamaciones y
llantos de la dueña de Marilyn cuando la pequeña pekinesa blanca es agregada al
grupo. Me siento angustiado pues no entiendo cuál es la razón de los llantos ni
la del heterogéneo grupo de hombres y perros. Ahora pasan por delante de mi
casa. Cuatro hombres, de los que conozco tan solo a Demetrio, el padre de Deme,
con escopetas al hombro o en bandolera, y 5 o 6 perros de varias razas. Galgos,
perros de agua, un ratonero y la pequeña Marilyn.
Algunos hombres llevan boina, negra, como la de
Torera, el pescadero. Sus ropas me parecen de una vejez que no responde al paso del
tiempo, sino de un tiempo ya pasado. Anchos pantalones sin forma, tan solo
una ondulada caída hasta las mugrientas alpargatas que arrastran cansinamente
sobre la grava. Cinturones de basto cuero, demasiado largos, con demasiados
agujeros que hizo el hambre, cuelgan con un desmayo patético más allá de las
hebillas herrumbrosas. Una imagen de milicianos cansados de una larga noche de
cuneta en cuneta me estalla por dentro y me estremece . La tía Carmen, el
Palmar, odios y muertes ...
Caminan los canes con la mirada desolada, el rabo
entre piernas, a cortos y apresurados pasos. Caminan como he visto caminar a
los hombres en Cuerda de Presos. Pero no hay discurso, ni razones en su
caminar. Miran como vi mirar a un perro cuando iba a ser apaleado en el Viso por comerse
una gallina. Caminan y miran como condenados, suplicando una caricia, una tan
sola que los tranquilice, que les diga que aún són de nosotros, amigos,
compañeros de mendrugo y de fatiga. Caminan y se alejan dejando tras de sí a un
niño que nada puede hacer por cambiar un destino que no entiende. Un niño que
llora, roto al fin el dique de angustias que llenan su corazón y le oprimen el
alma, le oprimen ...
Aun los oigo por delante del tren parao, mas pisadas y
ladridos.. Pero ya no quiero mirar cuantos son. Oigo a mi padre, que tiene
también la mirada acuosa del que no aprueba pero tampoco nada puede hacer, ‘los
llevan al rio..’ dice al aire, me dice y calla mientras entra en casa.
Oigo los pasos, los ladridos de perros conocidos que
me dicen dónde están en ese momento sin necesidad de verlos. Se pierden en la
distancia cuando salvan el puentecillo que pasa sobre el canal de riego y bajan
hasta la orilla del rio frente a la casa del barbero.
Un tiro un aullido, un coro de ladridos incrédulos,
ocho tiros, un último aullido apagado, que apenas conmueve el aire como el aleteo
de un pequeño gorrión herido. Un silencio que me duele más. Perder se puede aceptar,
perder la esperanza es morir.. Nada espero. Silencio.
‘Dicen que estaban rabiosos...’
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