15.
Los fantasmas de fuego (tíos bromistas)
Siempre llegaba aquel momento, en
el mejor momento (es una manera de hablar, en realidad allí todo el tiempo era el
mejor momento).
- Che, quels crios no van a
dormir?
A lo que seguía un coro que
semejaba un canon en que los mayores iniciaban uno por uno el 'A la cama' y los
crios un incrédulo 'Ya?'. El pandemónium duraba un ratito mientras se sumaban
los nuevos sonidos de sillas arrastradas, cojines a sus sitios, puertas
abiertas, y por último, besos churretosos por doquier.
Pero aquel día no fue igual.
Abstraídos como estábamos en nuestros juegos no nos dimos cuenta que
faltaban en la sala los tíos Juan, Rafael y Joaquín.
De pronto suena la llamada en la
enorme puerta doble del jardín. Son golpes muy fuertes y se oyen como lamentos
furiosos. En pocos segundos hemos quedado en silencio.
La tía Concha se acerca a la
puerta a averiguar quien llama.
- Quien es?
- Hujjhfhfhhhrr.
. Quién es?
Una voz sepulcral, como los espectros en busca de Bilbo, una sola
palabra
- AAaabreeeee.
Nos quedamos todos acojonados. Se
podía oír el siseo del fuego, el crepitar de las brasas y, de una forma
aterradora, el latir de los corazones.
- Aaaabreeee o tiramos la
puertaaaaa
La tía Concha, para nuestro horror,
abrió lentamente la puerta y allí los vimos, enormes, cubiertos de tela blanca
de la cabeza a los pies, con las grandes antorchas en la mano.
- Al ninñooo que no estéeee
acostadooo enseguida, NOS LO COMEMOOOOOSSSS.
La desbandada fue tremenda.
Tembló el piso, temblaron las escaleras, gritos y zapatazos, llantos de los que
cayeron en la avalancha, madres chillando instrucciones.
Rafa, José Luis y yo que salimos
de los últimos no nos metimos en el tumulto, pasamos hacia la cocina y,
siguiendo a Rafa, sin que nos vieran volvimos atrás y nos metimos en el
cuartito que había debajo de la escalera.
Aún había gente subiendo y
bastante ruido. Respirando a todo pulmón nos hablamos en cuchicheos.
- ¿Nos habrán visto?¿Nos comerán?
Rafa era escéptico. Estaba
emocionado pero intuía que aquello era una farsa, aunque seguro, seguro, no
estaba. JoseLu y yo no lo teníamos tan claro.
Abrimos ligeramente la
puerta y por la rendija vimos a los fantasmas que se dividían en dos grupos
dirigiéndose a la sala y al comedor. Aun seguían con aquellos gemidos. Al cabo
de unos segundos volvieron a juntarse y se dirigieron hacia la escalera.
Con cuidado cerramos la puerta.
Oímos sus pasos acercándose. Se detienen, siguen gimiendo. Miramos por la
cerradura con el corazón tan veloz como el de un pájaro. Sorpresa: llevaban
sartenes encendidas. Eso no eran antorchas. Un fantasma no puede llevar
sartenes.
Los fantasmas habían dejado de
gemir y estaban riéndose por lo bajinis, y en nada a carcajada limpia. Se
quitaron las capuchas y los rojos rostros de Juan, Rafael y Joaquín terminaron
la metamorfosis. Bueno, no del todo, hasta que el sempiterno caliqueño, de
escuálida brasa, vivaqueo de nuevo en el córner de la boca del tío Rafael. Creo
que lo llevaba debajo de la capucha. Nosotros nos quedamos allí hasta que
se fueron.
Era cojonudo tener tíos así.
(PD. Naturalmente, la mayor parte
de las madres estaban allí, y la tía Merche, por supuesto. Los fantasmas solo
comían niños insomnes. Hubo división de opiniones, como en un tendido taurino,
y cayeron pitos de la tía Isabel Lobato fuertemente apoyada por la tía Merche,
y encendidos aplausos de unas carcajeantes tías Concha y María
apoyadas por el risueño primo Juan. Como debe ser)
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