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Lā 'ilāha 'illā-llāhu Muhammad
rasūlu-llāh (No hay más Dios que Alá y Mahoma es
su profeta) gritó al oído del recién nacido el viejo Selim, rabadán del
arzobispo en Qabtur, la Mayor
de las Capitoles cristianas, para que esas fueran las primeras palabras que
oyese en su vida terrena aquella criatura, aun sin lavar, que le mostraba la
partera envuelta en humildes pañales a la entrada de la choza de un pobre hato
de pastores en los llanos de la Ermita. La
exclamación de la shahada por el viejo Selim era como un lamento lleno
de zozobra que por unos instantes se adueñó de la noche de luna clara.
Nunca se habían acercado tantos, ni tan
armados. Benimerines les llamaban los cristianos. Eran una amalgama de toda la
basura de los puertos del Mediterráneo, ballesteros cristianos mercenarios,
renegados y guerreros de las cábilas de las montañas del Atlas. Durante más de diez años casi todas las
primaveras entraban por Tarifa, se asentaban al otro lado del gran río, por las
proximidades del Caño de la Vera,
donde establecían su base y organizaban las razias de destrucción y rapiña por
la tierra de Jerez y por todo el rico Aljarafe sevillano. Saquearon
Aznalcazar y las defensas de la Torre de Benamajón y puerto
de Las Nueve Suertes, todo el campo de Tejada, Coria y la alcaria de La Guardia.
Subido en la torre de La Ermita, fray García de
Cuellar, con sucio hábito del cister, podía observar los reflejos de plata
vieja con que la enorme luna contorneaba las velas latinas de los jabeques, el
acompasado batir de los remos mojados de las jábegas, los rápidos faluchos y
las barcas requisadas a los pescadores
de Coria, con la red de cuchara plegada, y en todos los barcos mucha gente armada. Hacía un rato que desde
la torre de la
Esparragosilla, distante tres leguas en el occidente de la Isla junto al Brazo de la Torre, llegó al galope un
yegüerizo del infante Don Fadrique y le
puso al tanto de la poco habitual
reunión de embarcaciones que desde la primera hora de la tarde estaban
amarrando en la rivera. El fraile gordo y sudoroso miró con ternura y tristeza
a sus dos barraganas moras y la piara de “sobrinos” que había juntado en sus
años de la Isla,
donde nadie le pedía cuentas, sin prior ni abad, conduciéndose como un hombre
bueno que repartía bendiciones cuando llegaba el momento y ejercía, a su modo,
de intermediario entre el Altísimo y los
pobres pastores de la marisma. Por intuición sabía que aquello anunciaba un
desastre inminente. Miró, recreándose, bajo la luz de la luna del solsticio de verano,
por última vez, las grandes piaras de ganados
formando capitoles y los pastores, insomnes y asustados, que por San
Juan se reunían para comenzar su trashumancia
a terrenos serranos, más frescos y saludables, hasta su vuelta por San
Miguel cuando las primeras lluvias hicieran brotar la otoñada y aliviaran el
gris a los armajos. Acudieron las lágrimas a sus ojos cuando distinguió la
figura delgada y membruda del viejo Selím; recordaba las tardes invernales de
lluvia y viento, en la choza, al calor de un fuego de boñigas, las largas
conversaciones con el rabadán acompañadas del buen vino aljarafeño y un
cocimiento de habas cochineras con poleo que al fraile nunca le faltaba.
La Cañada
Real estaba expedita, el caño que formaba La Islilla, con agua clara
para abrevar y la barca de San Antón cruzaría el ganado lanar y los becerros y
potros hasta El Gamonal, las vacas y yeguas cruzarían a nado como siempre,
quedando algunas para engordar anguilas y camarones. Los
toros aguardarían en los escondidos toruños de la Isla.
Siempre hubo entendimiento con aquella
gentuza armada; se acercaban en grupos poco numerosos y exigían ganado para el
abasto del campamento. El rabadán y el fraile, expertos en el arte del regateo, hacían el trato, les daban unas cuantas
cabezas y se iban. A veces se encaprichaban con un potro o una yegua y había
que dársela. Nada más. Los pastores
escondía a sus mujeres y sus hijos y parecía que la Isla estaba sólo
habitada por viejos y viejas
desdentadas. Las apreciaciones del fraile y del rabadán disentían cuando se
alejaban con el ganado. Para el primero eran moros asquerosos y bujarrones;
para el segundo, malos musulmanes, que Alá (el más justo) condenaría, sin duda
alguna, al fuego eterno, en lo que fray
García y Selim coincidían plenamente.
Muchos pastores recelaban que ya la
horda benimerín no los consideraba su
despensa y venía dispuesta a vaciarla. El Adelantado del rey Sancho, el cuarto
de este nombre, los estaba exterminando con mesnada formada por caballeros
cuantiosos y huestes concejiles por la
Vega de Sevilla y pronto los empujaría hasta Tarifa por las
rutas montunas de la Banda Morisca.
El silencio era absoluto, la noche sonora
de la marisma había enmudecido; ni el croar de los millones de ranas ni la
algarabía de los patos reales en los comederos próximos. Sólo el crujir de
la arboladura en las naves, el resoplido
de algún caballo inquieto de la escasa caballería embarcada, el tenue y
siniestro sonido de las armas al rozar con petos y cotas y los estampidos de
las bofetadas matando los mosquitos que enervaban a la soldadesca hacinada en
las embarcaciones.
Cuando el cielo al oriente comenzó a
teñirse de rosa intenso, empezaron a
desembarcar entre denuestos y blasfemias,
y cuando el sol arrancó el primer destello al pico más alto y blanco de
la lejana sierra de Grazalema que parecía emerger entre estratos de calima al lado del gran llano marismeño, dieron la
orden de ataque y como perros de presa se abalanzaron sobre los pastores y sus
familias reunidas para la trashumancia. A los pastores más experimentados los
pusieron a reunir el ganado en grandes rebaños; los arqueros moros y los
ballesteros cristianos asaeteaban a todo el que huía, hombre o animal.
Degollaron a todos los viejos y a los niños que no pudieran resistir la
caminata, con ellos a Selim cuando rezaba la fatiha mostrando a Alá sus
manos abiertas de hombre de paz. A fray García lo degollaron cuando rezaba
arrodillado frente a la pequeña imagen polícroma de Santa María en la humilde
Ermita de los antiguos mozárabes “Credo
in unum Deum, Patrem omnipotmtem, factorem Caeli et terrae…” y cuando llegó al versículo “Deum de Deo, lumen de lúmine, Deum verum de
Deo vero….” le cortaron la garganta. Al recién nacido lo arrancaron de los
brazos de su madre cuando le daba los calostros y lo estrellaron contra el
suelo de la choza. Los que se refugiaron en las torres fueron desalojados con
el humo de las cañas y carrizos después de quemar las puertas.
Reunieron más de ciento cincuenta hombres
y mujeres jóvenes y más de seis mil
cabezas de ganado que cruzaron en barcas y a nado el río hasta la Menor, buscando los vados de
las Islas del Rubio. Por la noche, aquellos desgraciados que serían vendidos
como esclavos en Argel y Alcazarquivir, podían ver el resplandor de las brasas
de Qabtur que ya nunca volvería a ser un pueblo hasta siete siglos después.
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El maquinista del tractor con pala y
retroexcavadora era un tío granuja y borracho, pero apreciado por su finura en
el trabajo y por saber estar a las duras y a las maduras. Estaba haciendo la
excavación dentro de la vieja fábrica de papel para darle la pendiente al patio
de butacas del salón de actos. Le advertí que me mandara aviso si encontraba
cualquier cosa rara y a primera hora de la tarde me mandó llamar: “Aquí no hay
ná, jefe. Si usté quiere sigo escarbando
hasta dar con los güevos del rey
Salomón, que man contao que andan por aquí serca.” La sorna de aquél tío era
verdaderamente molesta; cuando hablaba esbozaba una media sonrisa enseñando
mucho sus grandes dientes amarillos con capiteles de sarro.
Dos albañiles equipados con pala y palín
dejaron el corte limpio y vertical en
pocos minutos y allí estaban: cuatro niveles de fondo de choza con aspecto de
haber sido incendiadas. La más profunda a un metro sesenta centímetros
desde la base de la solera de la
fábrica. “Esta más baja debe pertenecer al saqueo de los benimerines cuando
destruyeron Qabtur y la primera es posible que sea producto del incendio que
provocaron los falangistas de Aznalcazar y de Sanlucar la Mayor en alguna de las
batidas cuando buscaban rojos de Coria y otros pueblos perimarismeños….. a los
que casi nunca encontraban”. La cara de cachondeo de mis ocasionales ayudantes,
isleños ambos y de mi quinta, no me desanimó: “Quiyo, anda ya…¿Siii?”. A pesar
de todo, estaba claro que tenía audiencia, comenzaron a escuchar con mucha
atención y el maquinista tenía la boca abierta y enseñaba los dientes como un
borrico pío a punto de rebuznar. Uno de los albañiles escarbó un poco en el
nivel mas bajo y sacó varios pedacitos de carbón vegetal, seguramente producto
de la quemazón de la pobre estructura de una choza. “Qabtur, era un poblamiento
especial formado por chozas y corralizas de ganado y pequeños hatos conectados
todos por la Cañada Real. Se
extendía desde las vetas de Los Jerónimos hasta la veta de Senda en Alfonso
XIII. Los pastores guardaban ganado de los criadores de Sevilla y grandes
pueblos próximos, así como su propio hato, trabajando para los otros siempre a
la parte. La Ermita
fue mozárabe en la época musulmana y es el punto de arranque del Camino de
Santiago más meridional de la provincia de Sevilla.” Cuando comenzaban a
mirarme con asombro, encendí un cigarro, sacudí la melena y caminé pausadamente hasta la salida, no se si para
darle aire teatral a la situación o porque temía salirme del pellejo.
Desde la destrucción de Cabtur y durante
los siete siglos posteriores muchos fueron
los que vinieron y se fueron; otros muchos trabajaron sin descanso a fin
de salir de la pobreza, murieron aquí y apenas si dejaron memoria, a no
ser….. la memoria del desarraigo.
Joan de la Creu Fotut i Arrimat a Marche
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