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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1.285 (Qabtur)

lunes, 13 de febrero de 2012

Memoria del desarraigo - 1.285 (Qabtur)

1.285





        Lā 'ilāha 'illā-llāhu Muhammad rasūlu-llāh (No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta) gritó al oído del recién nacido el viejo Selim, rabadán del arzobispo en Qabtur, la Mayor de las Capitoles cristianas, para que esas fueran las primeras palabras que oyese en su vida terrena aquella criatura, aun sin lavar, que le mostraba la partera envuelta en humildes pañales a la entrada de la choza de un pobre hato de pastores en los llanos de la Ermita. La exclamación de la shahada por el viejo Selim era como un lamento lleno de zozobra que por unos instantes se adueñó de la noche de luna clara.

       Nunca se habían acercado tantos, ni tan armados. Benimerines les llamaban los cristianos. Eran una amalgama de toda la basura de los puertos del Mediterráneo, ballesteros cristianos mercenarios, renegados y guerreros de las cábilas de las montañas del Atlas.  Durante más de diez años casi todas las primaveras entraban por Tarifa, se asentaban al otro lado del gran río, por las proximidades del Caño de la Vera, donde establecían su base y organizaban las razias de destrucción y rapiña por la tierra de Jerez y por todo el rico Aljarafe sevillano. Saquearon Aznalcazar  y las defensas de la Torre de Benamajón y puerto de Las Nueve Suertes, todo el campo de Tejada, Coria y la alcaria de La Guardia.

       Subido en la torre de La Ermita, fray García de Cuellar, con sucio hábito del cister, podía observar los reflejos de plata vieja con que la enorme luna contorneaba las velas latinas de los jabeques, el acompasado batir de los remos mojados de las jábegas, los rápidos faluchos y las barcas requisadas a los pescadores  de Coria, con la red de cuchara plegada, y en todos los barcos  mucha gente armada. Hacía un rato que desde la torre de la Esparragosilla, distante tres leguas en el occidente de la Isla junto al Brazo de la Torre, llegó al galope un yegüerizo del infante Don Fadrique  y le puso al tanto  de la poco habitual reunión de embarcaciones que desde la primera hora de la tarde estaban amarrando en la rivera. El fraile gordo y sudoroso miró con ternura y tristeza a sus dos barraganas moras y la piara de “sobrinos” que había juntado en sus años de la Isla, donde nadie le pedía cuentas, sin prior ni abad, conduciéndose como un hombre bueno que repartía bendiciones cuando llegaba el momento y ejercía, a su modo, de intermediario entre el Altísimo  y los pobres pastores de la marisma. Por intuición sabía que aquello anunciaba un desastre inminente. Miró, recreándose, bajo la luz de la luna del solsticio de verano, por última vez, las grandes piaras de ganados  formando capitoles y los pastores, insomnes y asustados, que por San Juan se reunían para comenzar su trashumancia  a terrenos serranos, más frescos y saludables, hasta su vuelta por San Miguel cuando las primeras lluvias hicieran brotar la otoñada y aliviaran el gris a los armajos. Acudieron las lágrimas a sus ojos cuando distinguió la figura delgada y membruda del viejo Selím; recordaba las tardes invernales de lluvia y viento, en la choza, al calor de un fuego de boñigas, las largas conversaciones con el rabadán acompañadas del buen vino aljarafeño y un cocimiento de habas cochineras con poleo que al fraile nunca le faltaba.

      La Cañada Real estaba expedita, el caño que formaba La Islilla, con agua clara para abrevar y la barca de San Antón cruzaría el ganado lanar y los becerros y potros hasta El Gamonal, las vacas y yeguas cruzarían a nado como siempre, quedando algunas para engordar anguilas y camarones.  Los  toros aguardarían en los escondidos toruños de la Isla.

      Siempre hubo entendimiento con aquella gentuza armada; se acercaban en grupos poco numerosos y exigían ganado para el abasto del campamento. El rabadán y el fraile, expertos en el arte del regateo,  hacían el trato, les daban unas cuantas cabezas y se iban. A veces se encaprichaban con un potro o una yegua y había que dársela. Nada más.  Los pastores escondía a sus mujeres y sus hijos y parecía que la Isla estaba sólo habitada  por viejos y viejas desdentadas. Las apreciaciones del fraile y del rabadán disentían cuando se alejaban con el ganado. Para el primero eran moros asquerosos y bujarrones; para el segundo, malos musulmanes, que Alá (el más justo) condenaría, sin duda alguna, al fuego eterno, en lo que  fray García y Selim coincidían plenamente. 

       Muchos pastores recelaban que ya la horda  benimerín no los consideraba su despensa y venía dispuesta a vaciarla. El Adelantado del rey Sancho, el cuarto de este nombre, los estaba exterminando con mesnada formada por caballeros cuantiosos y huestes concejiles por la Vega de Sevilla y pronto los empujaría hasta Tarifa por las rutas montunas de la Banda Morisca. 

      El silencio era absoluto, la noche sonora de la marisma había enmudecido; ni el croar de los millones de ranas ni la algarabía de los patos reales en los comederos próximos. Sólo el crujir de la  arboladura en las naves, el resoplido de algún caballo inquieto de la escasa caballería embarcada, el tenue y siniestro sonido de las armas al rozar con petos y cotas y los estampidos de las bofetadas matando los mosquitos que enervaban a la soldadesca hacinada en las embarcaciones.

      Cuando el cielo al oriente comenzó a teñirse de rosa intenso, empezaron  a desembarcar entre denuestos y blasfemias,  y cuando el sol arrancó el primer destello al pico más alto y blanco de la lejana sierra de Grazalema que parecía emerger entre estratos de calima  al lado del gran llano marismeño, dieron la orden de ataque y como perros de presa se abalanzaron sobre los pastores y sus familias reunidas para la trashumancia. A los pastores más experimentados los pusieron a reunir el ganado en grandes rebaños; los arqueros moros y los ballesteros cristianos asaeteaban a todo el que huía, hombre o animal. Degollaron a todos los viejos y a los niños que no pudieran resistir la caminata, con ellos a Selim cuando rezaba la fatiha  mostrando a Alá sus manos abiertas de hombre de paz. A fray García lo degollaron cuando rezaba arrodillado frente a la pequeña imagen polícroma de Santa María en la humilde Ermita de los antiguos mozárabes “Credo in unum Deum, Patrem omnipotmtem, factorem Caeli et terrae…”  y cuando llegó al versículo “Deum de Deo, lumen de lúmine, Deum verum de Deo vero….” le cortaron la garganta. Al recién nacido lo arrancaron de los brazos de su madre cuando le daba los calostros y lo estrellaron contra el suelo de la choza. Los que se refugiaron en las torres fueron desalojados con el humo de las cañas y carrizos después de quemar las puertas.

      Reunieron más de ciento cincuenta hombres y mujeres jóvenes  y más de seis mil cabezas de ganado que cruzaron en barcas y a nado el río hasta la Menor, buscando los vados de las Islas del Rubio. Por la noche, aquellos desgraciados que serían vendidos como esclavos en Argel y Alcazarquivir, podían ver el resplandor de las brasas de Qabtur que ya nunca volvería a ser un pueblo hasta siete siglos después.

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      El maquinista del tractor con pala y retroexcavadora era un tío granuja y borracho, pero apreciado por su finura en el trabajo y por saber estar a las duras y a las maduras. Estaba haciendo la excavación dentro de la vieja fábrica de papel para darle la pendiente al patio de butacas del salón de actos. Le advertí que me mandara aviso si encontraba cualquier cosa rara y a primera hora de la tarde me mandó llamar: “Aquí no hay ná, jefe. Si usté  quiere sigo escarbando hasta dar con los güevos  del rey Salomón, que man contao que andan por aquí serca.” La sorna de aquél tío era verdaderamente molesta; cuando hablaba esbozaba una media sonrisa enseñando mucho sus grandes dientes amarillos con capiteles de sarro.

      Dos albañiles equipados con pala y palín dejaron el corte limpio y vertical  en pocos minutos y allí estaban: cuatro niveles de fondo de choza con aspecto de haber sido incendiadas. La más profunda a un metro sesenta centímetros desde  la base de la solera de la fábrica. “Esta más baja debe pertenecer al saqueo de los benimerines cuando destruyeron Qabtur y la primera es posible que sea producto del incendio que provocaron los falangistas de Aznalcazar y de Sanlucar la Mayor en alguna de las batidas cuando buscaban rojos de Coria y otros pueblos perimarismeños….. a los que casi nunca encontraban”. La cara de cachondeo de mis ocasionales ayudantes, isleños ambos y de mi quinta, no me desanimó: “Quiyo, anda ya…¿Siii?”. A pesar de todo, estaba claro que tenía audiencia, comenzaron a escuchar con mucha atención y el maquinista tenía la boca abierta y enseñaba los dientes como un borrico pío a punto de rebuznar. Uno de los albañiles escarbó un poco en el nivel mas bajo y sacó varios pedacitos de carbón vegetal, seguramente producto de la quemazón de la pobre estructura de una choza. “Qabtur, era un poblamiento especial formado por chozas y corralizas de ganado y pequeños hatos conectados todos por  la Cañada Real. Se extendía desde las vetas de Los Jerónimos hasta la veta de Senda en Alfonso XIII. Los pastores guardaban ganado de los criadores de Sevilla y grandes pueblos próximos, así como su propio hato, trabajando para los otros siempre a la parte. La Ermita fue mozárabe en la época musulmana y es el punto de arranque del Camino de Santiago más meridional de la provincia de Sevilla.” Cuando comenzaban a mirarme con asombro, encendí un cigarro, sacudí la melena y caminé  pausadamente hasta la salida, no se si para darle aire teatral a la situación o porque temía salirme del pellejo.

      Desde la destrucción de Cabtur y durante los siete siglos posteriores muchos fueron  los que vinieron y se fueron; otros muchos trabajaron sin descanso a fin de salir de la pobreza, murieron aquí y apenas si dejaron memoria, a no ser…..  la memoria del desarraigo.
   



 Joan de la Creu Fotut i Arrimat a Marche
   

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