Almuerzo en el bulevar
El
sol me daba por la derecha. Tampoco era un
sol de castigo. Me daba por la derecha por una mera cuestión geográfica
y no política. Yo me senté donde podía y el
sol estaba donde tenía que y debía de estar.
Mi
pantalón es de color hueso blanqueado, un color proscrito por los tintoreros de
la moda desde hacía 15 años, y la chaqueta es de lino de color hueso sin
blanquear. Una camiseta de licra de color gris granito sostenible y zapatillas
negras con fantasías urbanas laterales me terminan de ubicar en la esfera de
modernidad temporal adecuada.
Con
todo, mi atuendo me parece excesivo en
esta terraza de Bilbao, próxima a la estación de autobuses, donde
espero que el menú anunciado y elegido, sea de peor calidad que el texto que lo
describe. Al fin tan solo el vino es increíblemente peor de lo esperado. Puedo
decir que el nombre, ‘Pléyade’, es claramente artificioso, exagerado. Incluso
en un lugar de etiqueta levantaría sospechas. No me cebaré con él, a fin de
cuentas como casi todos nosotros, tan solo está en el lugar inadecuado. También
yo lo estoy. Parapetado tras mis
panorámicas RayBan, me imagino en este ambiente como un guerrillero camuflado
de rojo.
La
ensalada, de la casa, toponímico que debe levantar sospechas en mentes de
viajeros, tiene una honrada base de lechuga trocadero en un aceptable estado de
crujior (*), y los habituales palmero y
griterío encarnados en un espárrago, con la mejor referencia en un primo lejano
en Tudela, y en los consabidos maíces con aun más lejanos parientes en
Minnesota. Para mi pesar exhibe esta ensalada, como cornada en el muslo
triunfal, un fragmento de sardina en conserva, que más parece estar allí por
desmayo del fragmento que por una creativa aportación culinaria, pues tan solo añade
el sórdido aspecto del pitraco y un tufo a bacaladero terranovés que inquieta
intensamente mis delicadas vibrisas, como a Borges inquietaban espejos y
laberintos.
A
unos metros hacia proa, por babor, se ha sentado un individuo de procedencia
impredecible, con pelo entre endrino y punckie soliviantado, moreno y de tez
morena, también parapetado en unas fake Police semiespejadas, que mira en mi
dirección, directamente a mi cara, de forma insistente.
Hacia
proa a estribor una chica adolescente mira en derredor, entre aburrida y
expectante, mientras su chico monitoriza, a punto de naufragio por pura
repetición, por el móvil a su abuela instruyéndola
en la búsqueda y envío de unos archivos que tiene en su PC. La descubro
mirándome y también ella se inquieta y con prisa desvía su atención bajando la
mirada.
Con
estas referencias marineras, a fin de cuentas en Bilbo no puedo dejar de sentir
la cultura de la brava mar, prosigo la comida, entre bocados de ensalada con
tufo de sardina y masticaciones extractoras de unas ampulosamente llamados
‘Delicias de novillo’ que me recuerdan, solo por lo desproporcionado del
nombre, uno de los platos citados en el exagerado relato ‘El inglés descrito en
un castillo cerrado’ del culto, exquisito y muy morboso André Pieyre de
Mandiargues, definido como ‘Beatilles de
novicia’ solo describible como ensalivador para devotos de la coprofília.
Entre
trago y trago de ‘Pléyade’, a la que he acercado desde la lejanía de la
constelación a una distancia terrestre mediante una generosa adición de
gaseosa, sigo observando la mirada intensa y desafiante del impredecible. No
hago caso, pero él es consciente de que me siento observado.
Si
difícil es con frecuencia conocer que nos atrae de alguien apenas mirado, más difícil
incluso imposible, es saber que hallan otros de atractivo, o quizás repulsivo,
en nosotros mismos. Si bien creo que hay espontaneidad en la atracción que
sobre mi ejercen otras personas, en el sentido de que ellas nada han hecho para
provocar esa atracción, no soy tan bien pensado en lo que respecta a que yo
interese a otros, y menos todavía cuando percibo que hay un juego de cambio de
colores. Nuestra educación basada en el lenguaje verbal nos hace desconocer e
incluso dudar de lo que mostramos con el lenguaje corporal. De ahí proviene mi
inseguridad: puedo transmitir lo que no deseo.
Una
bella japonesa que camina con su niñita, acompasado su ritmo a los pequeños
pasos de la nena, pasa próxima a mi y me hace seguirla suavemente con la
mirada, con cierto discreto embeleso. Solar como sureño que soy, miro al
Oriente con confianza. El impredecible sabe que he elegido de sobra mi color.
Se levanta, poco después, y moviéndose como
una cucaracha recién desvirgada, se aleja en una dirección y con un propósito
que no me es dado predecir.
Hay
aspectos de lo machista, y no hablo en propiedad de mi educación machista
porque me consta que no la hubo, que permanecen agazapados, no como el tigre
que acecha sino como el gato indolente que relajado defiende su plato de comida
ante un mastín con el simple levantamiento, elegante y preciso, incluso
indolente, de una pata de uñas guardadas. Agazapados si pero que despiertan
cuando sentimos una mirada que nos
observa como a un trampantojo, como a una evidencia de la que somos ajenos. La
superación de la incomodidad ante la confusión sexual no es la mera aceptación
del sexo ambiguo (fórmula de venta rápida) sino aceptar la ambigüedad, siquiera
temporal, de uno mismo sin dudar acerca de nuestro comportamiento.
La
japonesa y su pequeña recorren el bulevar por segunda vuelta, enfrascadas en el
juego de preguntas, risas suaves y respuestas, en ese tono que me recuerda
sonidos de campanillas y de duras maderas nobles. Quizás a un impredecible le
supongan un claro mensaje. Para mi una bella chica y su hija pasean una calle y
hacen que este mediodía de joven verano luzca tan hermoso como se merece.
Javier Navarro , en Bilbao
a 24 de Junio de 2011
(*) Recientemente, con motivo del Día
de la Lengua, oí a Académicos de la misma opinar que también el español podría
generar lenguaje por derivación de forma similar al inglés. Crujior es la
calidad de crujir de un objeto, estructura o componente. Es la crujidéz del elemento. No está
reconocido en el Diccionario de la Lengua.
Aunque creí que el término era de mi
cosecha lo he localizado en la web. Aparece en esta traducción de ‘El cuervo ‘ de E.Alan Poe: ‘Y el incierto y
triste crujior de la seda de cada cortinaje de purpura’. Hay otras referencias
pero todas parecen simples errores de escritura más que una expresión
intencionada.
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