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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Historias de la calle - Almuerzo en el bulevar.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Historias de la calle - Almuerzo en el bulevar.


   
Almuerzo en el bulevar

El sol me daba por la derecha. Tampoco era un  sol de castigo. Me daba por la derecha por una mera cuestión geográfica y no política. Yo me senté donde podía y el  sol estaba donde tenía que y debía de estar.

Mi pantalón es de color hueso blanqueado, un color proscrito por los tintoreros de la moda desde hacía 15 años, y la chaqueta es de lino de color hueso sin blanquear. Una camiseta de licra de color gris granito sostenible y zapatillas negras con fantasías urbanas laterales me terminan de ubicar en la esfera de modernidad temporal adecuada.

Con todo,  mi atuendo me parece excesivo en esta terraza de Bilbao, próxima a la estación de autobuses, donde espero que el menú anunciado y elegido, sea de peor calidad que el texto que lo describe. Al fin tan solo el vino es increíblemente peor de lo esperado. Puedo decir que el nombre, ‘Pléyade’, es claramente artificioso, exagerado. Incluso en un lugar de etiqueta levantaría sospechas. No me cebaré con él, a fin de cuentas como casi todos nosotros, tan solo está en el lugar inadecuado. También yo lo estoy. Parapetado  tras mis panorámicas RayBan, me imagino en este ambiente como un guerrillero camuflado de rojo.

La ensalada, de la casa, toponímico que debe levantar sospechas en mentes de viajeros, tiene una honrada base de lechuga trocadero en un aceptable estado de crujior  (*), y los habituales palmero y griterío encarnados en un espárrago, con la mejor referencia en un primo lejano en Tudela, y en los consabidos maíces con aun más lejanos parientes en Minnesota. Para mi pesar exhibe esta ensalada, como cornada en el muslo triunfal, un fragmento de sardina en conserva, que más parece estar allí por desmayo del fragmento que por una creativa aportación culinaria, pues tan solo añade el sórdido aspecto del pitraco y un tufo a bacaladero terranovés que inquieta intensamente mis delicadas vibrisas, como a Borges inquietaban espejos y laberintos.

A unos metros hacia proa, por babor, se ha sentado un individuo de procedencia impredecible, con pelo entre endrino y punckie soliviantado, moreno y de tez morena, también parapetado en unas fake Police semiespejadas, que mira en mi dirección, directamente a mi cara, de forma insistente.

Hacia proa a estribor una chica adolescente mira en derredor, entre aburrida y expectante, mientras su chico monitoriza, a punto de naufragio por pura repetición,  por el móvil a su abuela instruyéndola en la búsqueda y envío de unos archivos que tiene en su PC. La descubro mirándome y también ella se inquieta y con prisa desvía su atención bajando la mirada.

Con estas referencias marineras, a fin de cuentas en Bilbo no puedo dejar de sentir la cultura de la brava mar, prosigo la comida, entre bocados de ensalada con tufo de sardina y masticaciones extractoras de unas ampulosamente llamados ‘Delicias de novillo’ que me recuerdan, solo por lo desproporcionado del nombre, uno de los platos citados en el exagerado relato ‘El inglés descrito en un castillo cerrado’ del culto, exquisito y muy morboso André Pieyre de Mandiargues,  definido como ‘Beatilles de novicia’ solo describible como ensalivador para devotos de la coprofília.

Entre trago y trago de ‘Pléyade’, a la que he acercado desde la lejanía de la constelación a una distancia terrestre mediante una generosa adición de gaseosa, sigo observando la mirada intensa y desafiante del impredecible. No hago caso, pero  él es consciente de  que me siento observado.

Si difícil es con frecuencia conocer que nos atrae de alguien apenas mirado, más difícil incluso imposible, es saber que hallan otros de atractivo, o quizás repulsivo, en nosotros mismos. Si bien creo que hay espontaneidad en la atracción que sobre mi ejercen otras personas, en el sentido de que ellas nada han hecho para provocar esa atracción, no soy tan bien pensado en lo que respecta a que yo interese a otros, y menos todavía cuando percibo que hay un juego de cambio de colores. Nuestra educación basada en el lenguaje verbal nos hace desconocer e incluso dudar de lo que mostramos con el lenguaje corporal. De ahí proviene mi inseguridad: puedo transmitir lo que no deseo.

Una bella japonesa que camina con su niñita, acompasado su ritmo a los pequeños pasos de la nena, pasa próxima a mi y me hace seguirla suavemente con la mirada, con cierto discreto embeleso. Solar como sureño que soy, miro al Oriente con confianza. El impredecible sabe que he elegido de sobra mi color. Se levanta, poco después, y moviéndose  como una cucaracha recién desvirgada, se aleja en una dirección y con un propósito que no me es dado predecir.

Hay aspectos de lo machista, y no hablo en propiedad de mi educación machista porque me consta que no la hubo, que permanecen agazapados, no como el tigre que acecha sino como el gato indolente que relajado defiende su plato de comida ante un mastín con el simple levantamiento, elegante y preciso, incluso indolente, de una pata de uñas guardadas. Agazapados si pero que despiertan cuando  sentimos una mirada que nos observa como a un trampantojo, como a una evidencia de la que somos ajenos. La superación de la incomodidad ante la confusión sexual no es la mera aceptación del sexo ambiguo (fórmula de venta rápida) sino aceptar la ambigüedad, siquiera temporal, de uno mismo sin dudar acerca de nuestro comportamiento.

La japonesa y su pequeña recorren el bulevar por segunda vuelta, enfrascadas en el juego de preguntas, risas suaves y respuestas, en ese tono que me recuerda sonidos de campanillas y de duras maderas nobles. Quizás a un impredecible le supongan un claro mensaje. Para mi una bella chica y su hija pasean una calle y hacen que este mediodía de joven verano luzca tan hermoso como se merece.


Javier Navarro , en Bilbao a 24 de Junio de 2011        

(*) Recientemente, con motivo del Día de la Lengua, oí a Académicos de la misma opinar que también el español podría generar lenguaje por derivación de forma similar al inglés. Crujior es la calidad de crujir de un objeto, estructura o componente.  Es la crujidéz del elemento. No está reconocido en el Diccionario de la Lengua.
Aunque creí que el término era de mi cosecha lo he localizado en la web. Aparece en esta traducción de  ‘El cuervo ‘ de E.Alan Poe: ‘Y el incierto y triste crujior de la seda de cada cortinaje de purpura’. Hay otras referencias pero todas parecen simples errores de escritura más que una expresión intencionada.

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