Licencia Creative Commons
Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1808 La guerra

domingo, 22 de abril de 2012

Memoria del desarraigo - 1808 La guerra



1.808


      A una legua de Utrera distinguía con nitidez las ruinas del castillo y las torres de Santa María y el Señor Santiago. El sol a su espalda hacía brillar  la grupa del caballo morcillo,  que inquieto por la proximidad del pozo, tascaba el freno venteando el agua. El mes de junio había traído las calores tempranas  y a primera hora de la tarde el sombrajo del manchero era una invitación al descanso. El viejo manchero sacó agua del pozo que el muchacho fue dando al caballo en sus manos hasta que perdió las primeras ansias.

-          Buen caballo montas, zagal – dijo el viejo manchero con una sonrisa sin dientes mientras le ofrecía la frescura del búcaro. - Buen ganado cría el marqués de Torrequemada – insistió mirando el hierro. -¿Tu también vas a la guerra contra el francés? Yo estuve en la guerra de Portugal y ya me ves: sin dientes y unas calenturas que me están consumiendo, guardando de algarines un mato que no es mío. No vayas zagal.... Si apenas eres un zagalón. Ya va demasiada gente. Durante días han pasado tropas de los Puertos y del Campo de San Roque; al menos cuatro o cinco regimientos. Come una tajada de melón, acabo de sacarlo del pozo y está dulce como el arrope- el manchero hablaba sin esperar respuesta alguna mientras se enjugaba el sudor con un harapo. -Yo fui a la guerra de Portugal –insistía- por probar fortuna... Pero el que nace para pobre se muere pobre.... Si sólo eres un zagalón...
-          No soy un zagalón, por San José cumplí los diez y siete.

Juan de Mar estaba aturdido, apenas había pasado una jornada desde que salió de Gatos llegando a Villamanrique en día de mercado, caracoleando con el morcillo delante de las muchachas que reían con las cabezas juntas mirándolo de reojo; risas que acabaron en carcajadas cuando un extraño del caballo casi lo descabalga; aún resonaban en sus oídos las maldiciones de la concurrencia cuando avergonzado salió al galope enfilando la Cañada de los Isleños  para perderse marisma adentro.

      En el hato le cambiaron el albardón por una silla moruna con estribos de filigrana y la jáquima por un cabezal con hebillas de latón. El Administrador le dio una manta rondeña que ató a la silla y un alforjón con pan, tocino y aceitunas. Le vistieron calzón de ante, camisón con chorreras y chaqueta con alamares de caireles, botas, polainas con tafiletería calada sobre piel de gato y dos espuelas de plata. La vieja María la Negra le cosió en el forro de la chaquetilla veinticuatro reales y, sin que lo supiera el Administrador, una garra de milano que desenterró cerrada la noche. Cuando el muchacho se tocó con el pañolón morado y carmesí, el Administrador pensó que el amo mandaba lo mejor del hato.

      Al amanecer le entregó una garrocha de majagua y con un “Que Dios te guarde, Juan”  lo despidió ante el silencio de todos.  Con las primeras luces era una sombra confusa que se alejaba dejando a María la Negra enjugándose las lágrimas con el pico del delantal.

      Cuando Juan  de Mar reanudó la marcha una suave brisa de poniente hizo girar la  enorme veleta de la torre con Santiago Matamoros,  colorines de monigote, caballo blanco, sombrero y capa peregrina, que con el espadón amenazaba al sol de media tarde.

      Tenía una ligera idea de la guerra y no sabía nada del francés ateo que le hablara el Administrador cuando se vestía a la luz del candil. Creyó estar en su presencia  al llegar a la empalizada que guardaba el Cuartel de Caballería. Dos centinelas borrachos con ventanos en la dentadura le hablaban en un idioma que no entendía y le robaron las espuelas y los veinticuatro reales.

-          Busco la casa del señor marqués de Torrequemada – acertó a decir deteniendo la galopada del morcillo espantado por  la estampida de los mosquetes disparados por los centinelas borrachos.

       Le devolvían las espuelas cuando arrastraban al patíbulo a los dos centinelas cuyos alaridos abrían el día que comenzaba a clarear por la campiña. La ejecución no tenía espectadores y le conminaron a que buscara su unidad. Todo era frío, ordenancista. La tropa los vería después como a otros, pendientes de la soga, y sin una sola palabra sabrían dónde estaban y a qué atenerse.

      Deambuló entre las unidades formadas en el Campo de Consolación  que, con el sol ya alto, comenzaron a evolucionar. En su vida había visto algo igual. En toda la extensión levemente ondulada se movían en formación muchos miles de hombres obedeciendo a los toques y redobles de los tambores. Un levante fuerte y tempranero tremolaba estandartes y entre nubes de polvo se oían cabalgadas y cornetas. Juan aflojó las riendas y miraba  todo aquello con la boca abierta. Por un momento pensó picar espuelas y salir de naja.

-          ¡Quita de en medio, palurdo! –el sargento golpeó con el plano de la espada el anca del caballo.
-          Busco el Regimiento Farnesio.
-          Sigue en esa dirección y encontrarás un montón de vaqueros piojosos como tú –risas de soldadesca- y llévate todas las garrapatas que traes, no dejes aquí ninguna. ¿El camisón te lo dio el ama? –las risas llamaron la atención de las unidades contiguas.

      Con impotente rabia miró al sargento y vio una cara tan picada de viruelas que casi era lampiña.

      Tras la nube de polvo con que el solano castigaba el Campo de Consolación distinguió más de medio centenar de garrochas enhiestas e inmóviles bajo el sol.

-          ¡Eh, pajarito! Ven criatura, ven con el tío Miguel- alzado sobre los estribos, el capitán Don Miguel Cherif le hacía señas con afectado cansancio. Las patillas hirsutas y largas le colgaban por debajo de las quijadas.

Mas de cien hombres a caballo aguardaban pacientemente; las cabezas envueltas en pañuelos que les protegían de la polvareda y el calor y sólo dejaban libres los ojos; las garrochas apoyadas en el suelo. Observaban al recién llegado con una mirada de siglos. Eran hombres del ganado y la briega, supervivientes de fiebres y hambrunas, abrasados en estío y arriados en invierno cuando las liebres morían de hambre y frío en las vetas y las vacas se ahogaban en la llanura convertida en lago. Hombres solitarios de largas jornadas a caballo y noches bajo el cielo más estrellado del mundo con lunas que emulaban el día. Huidos de la miseria de pueblos y campiñas, en los hatos parían sus mujeres y hacían lumbre con boñiga seca. Los mandaban a la guerra sus amos, por la ropa, el caballo y unos cuantos reales.
-          ¿Eres muchacho o muchacha? –el herrero estaba junto al estribo y lo miraba desde abajo con ojos saltones y bizcos. Juan se lanzó desde la silla sobre aquel hombre grasiento que se divirtió con el muchacho esquivándolo y pateándole el culo en medio de una rechifla general. Cuando lo sujetaron, Don Miguel, con el mismo afectado cansancio, llamó a un gitano yegüerizo de Jerez adusto y seco, serio como un mulo.
-          Es tu ahijado, Vicente –le dijo al gitano que se le plantó delante mirándolo despacio.
-          ¿No llevas navaja? –preguntó el gitano- Toma ésta, yo tengo otra. Un hombre debe andar con todos los avíos.

      El herrero le armó la garrocha con más de un palmo de afilado acero; mientras, gritaba instrucciones a los hombres que avivaban la lumbre alrededor de la llanta de un armón. Al sacar el anillo de la corona de brasas con cuatro tenazas, parecía haber cobrado vida propia con chispeante y temblorosa incandescencia. La madera de la rueda prendió al embutir la llanta con los mazos y el enfriamiento súbito en la tina la devolvió a su color inerme, apretando el conjunto con un estertor silbante  y un crujir de radios entre nubecillas de vapor.

      La parada del día de San Juan resultó lucida. Vistieron los regimientos con la mitad del uniforme para que hubiera  para todos. A los garrochistas  y yegüerizos jerezanos los dejaron con sus ropas naturales y asearon los caballos con rasqueta y cepillo, peinaron crines y colas que adornaron con madroños de seda roja.

        El Campo de Consolación era una cuadrícula de colores con los regimientos formados,  sus banderas y oficiales emplumados al frente. Los señorones que vinieron de Sevilla representando a la Junta Suprema, pasaron revista encaramados en un gran brek arrastrado por ocho caballos con postillón, precedidos por la figura blanquecina de Don Francisco Javier Castaños y su Estado Mayor.
 
      Las noches en el Campo de Consolación se convertían en un zoco abigarrado donde se compraba y vendía, se fornicaba y se jugaba a la luz de las hogueras y junto a las perolas del rancho. Un enjambre de putas acudieron, aguijoneadas por el hambre, desde toda la Baja Andalucía siguiendo a las tropas. Hasta tal punto preocupó al mando que en la noche de veintisiete, tras los redobles de ordenanza, un oficial a caballo alumbrado por un hachón que levantaba un soldado y una vez reunida la tropa leyó: “Decreto del señor General en Jefe de este Ejército Don Francisco Xavier Castaños.” (Documento obrante en el Archivo Municipal de Utrera).

“Conociendo ser un mal muy perjudicial a la Santa Religión que profesamos, en cuya defensa hemos tomado las armas; a la patria a quien deseamos libertar, y del todo contrario a la buena política militar, los muchos excesos que con dolor he advertido en la tropa por la compañía frecuente y del trato criminal con las mujeres públicas que se presentan cada día y acompañan con escándalo al ejército, cuyas consecuencias resultan muy de bulto, y que además de irritar en extremo la ira de Dios, debilitan a los soldados, afean su conducta y los desproporcionan para el mejor y más acertado manejo de las armas, haciéndose así imitadores de los franceses, cuyas feas abominaciones los hacen con sobrada justicia aborrecibles a Dios y a todo el mundo...” El oficial leía con solemnidad erguido sobre los estribos. Tenía la voz exageradamente nasal, lo que provocaba la hilaridad de la chusma que rompía en carcajadas cada vez que el caballo inquieto y con mala doma reculaba haciendo extraños y lo sentaba en la silla.

      “Mando que desde luego sean arrojadas de las cercanías de las tropas todas las mujeres de la clase referida, y de todas las que se hallasen con los soldados, sean conducidas inmediatamente a la casa que fue de Don José Romero que está en la calle de Sevilla de esta ciudad de Utrera, para que sean allí corregidas y escarmienten, confiando del celo que le es tan propio del doctor Don José Cansino y Auñón, cura propio de estas iglesias de Utrera, que por caridad se ofrece a esta obra de tanto mérito; quien deberá ser atendido y respetado como es justo...” Al amparo de la noche la chusma reía divertida con la escena. El soldado del hachón se esforzaba en alumbrar al oficial y no quemarlo con el movimiento del caballo

      “Se hace también este encargo a los padres capellanes del ejército para que desempeñando su ministerio y actividad procuren evitar por todos los medios un mal tan contagioso.

       Los soldados que se hallen en semejantes tratos y compañía serán al punto arrestados por la primera vez y castigados; y si reincidiesen, experimentarán el mayor rigor irremisiblemente y también los que los protejan...”  El caballo se revolvió a la derecha e inmediatamente a la izquierda y, sin que el soldado pudiera evitarlo, unas gotas del betún ardiente del hachón cayeron entre las plumas del tricornio del oficial que comenzaron a chamuscarse y a desprender humo negro. La chusma, incontinente, aullaba mientras el oficial daba fustazos al del hachón, que casi cae de bruces con las piernas flojas y la cara congestionada por la risa contenida.

      A grito pelado el oficial continuó: “Creyendo que los señores oficiales deben ser los primeros en el buen ejemplo que deben dar a la tropa, y que de sus conductas no tomen ocasión sus inferiores,  les pido muy encarecidamente aparten de sí esta peste; y las personas que puedan ser de sospecha, y así no verme en la precisión de usar de toda severidad y de tener que hacer un escarmiento.

      Me parece deberá bastar esta insinuación, para las personas que deben estar penetradas de las mejores máximas, y que saben sería en vano congregar ejércitos, si al mismo tiempo congregamos pecados, con que apartaríamos de nosotros la indispensable protección del Altísimo para triunfar de nuestros enemigos en defensa de la Patria, por quien tan honrosamente peleamos...” Los gritos del oficial dejaban escapar gallos agudos y un cabo tuvo que emplearse a fondo con su vara para que la chusma no se acercara más de la cuenta y espantara al caballo que, extremadamente excitado, estaba a punto de desbocarse.

      “Se circulará por todas las divisiones del ejército, para que llegue a noticia de todos.

       Cuartel General de Utrera, a veintisiete de junio de mil ochocientos ocho.- Castaños”.

      El oficial, desentendiéndose del piquete de escolta que lo acompañaba a pié, picó espuelas con rabia, alzando de manos al caballo y arrancando en furiosa galopaba,  arrollando todo lo que se interpusiera en su camino.         

      En seis jornadas estaban frente a Villanueva de la Reina y al día siguiente frente a Menjíbar.

-          Ese es el Guadalquivir –le dijo el gitano. No lo creyó. Cómo podía ser aquello el Río Grande que discurría por su tierra, removidas las entrañas por las mareas, señoreando la llanura con su brazos, tornos cerrados, puntales y tablazos donde crujía la obra viva de los barcos. Pensó que, ya mediado julio, habrían llegado los grandes botamentos inundando los gramales de los playazos.

      Había dos vados, el uno aguas arriba pasado el pueblo; el otro al sur, que cruzaron sin descanso, tomando posiciones en la pequeña vega desde donde de apreciaba el abandono de Mengíbar y el caos producido por el saqueo.

-          Ahí los tenemos –dijo don Miguel Cherif extendiendo el catalejo y comenzando una observación minuciosa.

      Los coraceros franceses habían aparecido por el bosquecillo de álamos blancos que al oriente cerraba la vega. A media mañana, desplegados, las corazas refulgían y el solano llevaba hasta los garrochistas el piafar de sus caballos que hollaban el suelo inquietos bajo una solanera agobiante.

-          Esperaremos a que ellos comiencen el ataque; lo harán antes de guisarse dentro de la armadura.

      Juan de Mar miraba a los franceses asustado; a tan sólo un tiro de fusil aparecían imponentes con los penachos recortados en la banda de álamos que blanqueaban con el viento.

      La cercanía de Don Miguel le daba confianza. Montado en una yegua ruana recorría las filas dando instrucciones. Aquel hideputa los adiestró hasta la extenuación de hombres y bestias durante diez días en el Campo de Consolación. Evolucionando, cargando y retrocediendo para cargar de nuevo. Cuando la artillería disparó salvas por primera vez a fin de que los caballos se hicieran al ruido, el morcillo coceó, intentó derribarlo y sólo la segunda rienda clavándole el serretón hasta hacerlo sangrar consiguió quitarle el pronto cerril. Con maldiciones entre dientes los caballistas se preguntaban cómo podía resistir tanto aquel manojo de nervios, casi una menudencia sobre la ruana. Lejana su juventud militar, esperaba la vejez entre el campo y las mancebías que se extendían por toda la banda morisca. La vida de trueno se llevó sus dientes dejándole una boca tan consumida que los pómulos amenazaban con romper en cualquier momento el cuero de su rostro, donde lucían dos ojillos claros y maliciosos. Los hombres de las marismas y las dehesas admiraban aquel aire entre distinguido y jaquetón de Don Miguel que sabía administrar, con viejo arte, una marchosería autoritaria y paternal.

-          Apretad las cinchas, apretad las cinchas –insistía recorriendo despacio las filas- Acortar los estribos, más cortito el derecho, para cargar bien, ya lo sabéis.

      Se calmó el viento y el silencio detuvo el tiempo. Les repartieron un pocillo de aguardiente y Juan de Mar se bebió con él las lágrimas del miedo.

      Con la sordina de la distancia llegó del campo enemigo el lamento de una corneta que se fue haciendo insistente y el silbido de los sables franceses al salir de sus vainas.

-          ¡Monten! –ordenó Don Miguel con tranquilidad desenvainando un sable más grande que él - ¡Caballeros, que la Virgen de Consolación nos acompañe y que Dios reparta suerte!

      Desplegados y en orden, la carga  comenzó a un trote que pasó del corto al largo hasta llegar al galope tendido. Las garrochas, al carretón y a todo el palo, hendían el aire paralelas al suelo. Los cuerpos muy inclinados hacia delante para ganar un palmo más de terreno. Las crines del caballo azotaban la cara de Juan de Mar cuando lo vio con nitidez: era un coracero alto y fuerte montado en un caballo grande y rápido; el penacho de cerdas rojizas flameaba sobre el casco reluciente. “Viene a por mí, viene a por mí”, pensó con rapidez cuando el francés empezaba a levantar el largo y pesado sable preparando el golpe de revés una vez pasara la punta de la pica. Sólo el sexto sentido que siempre le acompañó le hizo adelantarse y quebró a la izquierda la cabalgadura, primero a un tranco que siguió el francés y, de inmediato un segundo tranco que lo dejó a la diestra y a merced de la garrocha. Cuando Juan sintió en su brazo el terrible golpe en la coraza del sorprendido francés, el caballo no cambió la mano y metió riñones hasta que la acerada punta la perforó llegando al espaldar. Fue tan violento el encuentro que crujió la concha de la silla y el petral se hundió en los brazuelos del morcillo que espumeaba de sudor.  El coracero compuso un aspa con un grito desesperado para aferrarse después al asta que lo llevaba ensartado y suspendido en el aire, sin que el muchacho suspendiera la galopada; sólo cuando la sangre del coracero llegó hasta su mano recorriendo el palo, acertó a soltar la garrocha horrorizado.

-          ¡Recoge la garrocha, Juan! ¡Recógela!- le gritaba el gitano que remataba al francés desde la cabalgadura con un hacha de mango largo.

      Persiguieron a los franceses sin ninguna prudencia y más allá del bosquecillo de álamos, tras un arroyo seco, dos piezas de a cuatro libras comenzaron a diezmarlos con metódica eficacia acompañadas de fuego de fusilería.

      La metralla arranco las manos a Don Miguel Cherif y le mató la ruana.  Murió desangrado dando las instrucciones a sus hombres para el repliegue.

      En una segunda carga, bajo un terrible fuego de fusilería y metralla, consiguieron alcanzar los dos cañones, acuchillando a sus sirvientes y abriendo el avance a la infantería. El resto del día estuvieron picando los flancos enemigos hasta que los franceses se retiraron en la dirección de Andújar al resguardo de las sombras.

      Los frailes trinitarios bajaron de Mengíbar con teas y velas encendidas portando el Viático y los Santos Óleos, procesionando entre los hombres y caballos caídos  con sahumerios de incienso y aspersiones de agua bendita. “Requiem aeternam dona eis, Dómine; et lux perpetua luceat eis”. Recorrían, con la cadencia de su salmodia, la pequeña vega, el bosquecillo de álamos, el arroyo seco y el otero de levante poseído por la muerte. “Te decet hymnus, Deus, in Sion, et tibi reddetur votum in Jerusalem”. La campana del muñidor sólo convocaba el lamento de los heridos y el estertor de los agonizantes. “Exaudi orationem meam, ad te omnis caro veniet”. La luz de las antorchas arrancaba  el blanco de los hábitos en la noche sin luna y hasta ella se extendían en súplica imposible los brazos de los caídos que se resistían a morir. “Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.

       Recompuestas las dos secciones en una, los trasladaron a Bailén. Durante tres largos días con sus noches picaron sin descanso, una y otra vez, la retaguardia enemiga, quemando la impedimenta y el forraje de la caballería, matando a sus guardianes, cegando pozos de abastecimiento, matando los bueyes que tiraban de las pesadas carretas del botín. Don José de Sanabria preparaba los ataques, con demoledora precisión, contra unos hombres cada vez más desmoralizados.

      Cuentan que por las suaves colinas que rodean Bailén comenzaron a discurrir largas filas de prisioneros que buscaban los caminos de los Puertos de Cádiz bajo el sol más abrasador que conocieron en su vida,  evitando los pueblos que saquearon. Los numerosos enfermos que se rezagaban eran acuchillados por el paisanaje o aperreados por simple diversión. Juan no podía evitar una angustiosa sensación de asco cuando oía los gritos desesperados de aquellos desgraciados bajo las dentelladas de una jauría de reala.

      En las jornadas lentas y pesadas que siguieron, se fue abandonando a una melancolía desesperanzada. Su horfandad prematura le hizo luchar desde niño con la soledad fundiéndose con su entorno, al que entendía y con el que mantenía un diálogo natural y primario; sabía el por qué de cada cosa y sólo el que necesitaba. Sabía por qué brotaba la otoñada y cuando entraban los ánsares, los chorlitos, correlimos, andarríos y avesfrías. Cazar en el armajal las noches de invierno terreras y cogujadas ateridas de frío con farol y cencerro y en el lucio, a comienzos de verano, gallaretos, polluelas, gallos azules y mataperros . Dónde había cercetas, patos reales, porrones y cucharetos. Dónde crecían las tagarninas, puerros, hinojos y espinacas silvestres. Sabía cuándo parían las vacas y cuándo había que traer los sementales de los toruños; cómo echarle los perros a los toros emboscados en las galerías de los caños y cómo se daba picadero a un caballo y se le quitaban las querencias a un mulo cabezón y cazar liebres con los galgos. No tenía conciencia de cuando montó por primera vez. Sabía hacer lumbre con boñigas, pescar albures con parada, recolectar huevos  y cazar mancones en los lucios. Conducir ganado, acosar y derribar con la garrocha, cabalgar en medio de la arriada y trajinarse al fiel del barcaje de San Antón defendiendo los intereses del amo y en definitiva todo lo que un hombre de bien debía saber. A veces, recibía el cariño maternal de María la Negra, estéril y consuelo de vaqueros y pastores solitarios durante los largos años de juventud y madurez. Para la vieja seguía siendo aquel niño sucio que trajeron de Hato Ratón cuando las fiebres se llevaron a sus padres.

      Juan se preguntaba qué hacia allí arreando a aquella larga columna de enfermos miserables que iban a mandarlos a la isla de Cabrera. No tenía idea de dónde estaba eso. Su concepción del mundo se limitaba a la marisma y poco más allá y lo que había visto fuera era gentuza, señores emplumados, desolación, miseria y muerte. Don Miguel Cherif quedó tendido en Mengíbar  sobre su ruana con el rostro tranquilo y displicente.  Su mundo se había reducido a su relación con los caballistas que quedaban y con el gitano yeguerizo que se empeñaba en hacerlo padrino de su noveno hijo, por lo que se trataban de compadres. El gitano decía con su seriedad de mulo,  absolutamente convencido,  que Juan tenía el don, puesto que regresaba sin un solo rasguño y con el mismo caballo.

      Desde lo alto del puente de La Alcantarilla, una brisa mañanera de poniente le trajo el olor a cieno de los caños y hasta sus labios llegó el salitre de los lucios preparados para recibir las primeras lluvias. Su vista se desparramó hasta el horizonte por la inmensa llanura marismeña, cortada en dos por la banda  de bruma baja que delataba la presencia de su Río Grande.

      Volvió la grupa y respiró hondo meditando un instante.

-          Me voy, compadre –y aflojando las riendas dejó al caballo que trotara querencioso y pausado hacia el barcaje de las islas del Rubio.
-          ¡Vuelve Juan, te fusilarán, te ahorcaran!
-          ¡Tengo el don, compadre. Si algún día quieres algo de mí, búscame por allí dentro!


      Habían pasado apenas tres meses y si no es por el caballo el barquero de La Ermita no lo hubiera conocido, y hasta el santero se sorprendió cuando un Juan de Mar transformado en hombre de amarga expresión le pidió abriera la Ermita para ver a su Virgen de Guía.

      A la altura de Veta Sola, el espectro de Ramón el Negro, emergiendo entre la cardancha seca invadida por las primeras sombras, esbozó un lento e intemporal saludo de bienvenida.      

Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche

1 comentario:

  1. Este magnifico relato del primo Juan destaca por la precisión detallista del ambiente, por la secuencia que lleva a un chaval desde su tiempo y lugar, casi la edad media, hasta una guerra que le hace despertar al mundo y a la vida de una forma brutal. No solo la historia es brutal sino que esta descrita de una forma que te hace sentirte avergonzado de ser humano, que es lo que un relato sobre la guerra nos debe dejar en el corazon. Un relato maestro, del maestro Juan.

    ResponderEliminar

Por ignorancia en el manejo del blog no estaba permitida la escritura de comentarios. Les animo a hacerlos, si les place,,,