1.808
A una legua de Utrera distinguía con nitidez las ruinas del castillo y
las torres de Santa María y el Señor Santiago. El sol a su espalda hacía
brillar la grupa del caballo
morcillo, que inquieto por la proximidad
del pozo, tascaba el freno venteando el agua. El mes de junio había traído las
calores tempranas y a primera hora de la
tarde el sombrajo del manchero era una invitación al descanso. El viejo
manchero sacó agua del pozo que el muchacho fue dando al caballo en sus manos
hasta que perdió las primeras ansias.
-
Buen caballo montas, zagal
– dijo el viejo manchero con una sonrisa sin dientes mientras le ofrecía la
frescura del búcaro. - Buen ganado cría el marqués de Torrequemada – insistió
mirando el hierro. -¿Tu también vas a la guerra contra el francés? Yo estuve en
la guerra de Portugal y ya me ves: sin dientes y unas calenturas que me están
consumiendo, guardando de algarines un mato que no es mío. No vayas zagal....
Si apenas eres un zagalón. Ya va demasiada gente. Durante días han pasado
tropas de los Puertos y del Campo de San Roque; al menos cuatro o cinco
regimientos. Come una tajada de melón, acabo de sacarlo del pozo y está dulce
como el arrope- el manchero hablaba sin esperar respuesta alguna mientras se
enjugaba el sudor con un harapo. -Yo fui a la guerra de Portugal –insistía- por
probar fortuna... Pero el que nace para pobre se muere pobre.... Si sólo eres
un zagalón...
-
No soy un zagalón, por San
José cumplí los diez y siete.
Juan de Mar estaba aturdido, apenas había pasado una
jornada desde que salió de Gatos llegando a Villamanrique en día de mercado,
caracoleando con el morcillo delante de las muchachas que reían con las cabezas
juntas mirándolo de reojo; risas que acabaron en carcajadas cuando un extraño
del caballo casi lo descabalga; aún resonaban en sus oídos las maldiciones de
la concurrencia cuando avergonzado salió al galope enfilando la Cañada de los Isleños para perderse marisma adentro.
En el hato
le cambiaron el albardón por una silla moruna con estribos de filigrana y la
jáquima por un cabezal con hebillas de latón. El Administrador le dio una manta
rondeña que ató a la silla y un alforjón con pan, tocino y aceitunas. Le
vistieron calzón de ante, camisón con chorreras y chaqueta con alamares de
caireles, botas, polainas con tafiletería calada sobre piel de gato y dos
espuelas de plata. La vieja María la
Negra le cosió en el forro de la chaquetilla veinticuatro
reales y, sin que lo supiera el Administrador, una garra de milano que
desenterró cerrada la noche. Cuando el muchacho se tocó con el pañolón morado y
carmesí, el Administrador pensó que el amo mandaba lo mejor del hato.
Al amanecer
le entregó una garrocha de majagua y con un “Que Dios te guarde, Juan” lo despidió ante el silencio de todos. Con las primeras luces era una sombra confusa
que se alejaba dejando a María la
Negra enjugándose las lágrimas con el pico del delantal.
Cuando
Juan de Mar reanudó la marcha una suave
brisa de poniente hizo girar la enorme
veleta de la torre con Santiago Matamoros,
colorines de monigote, caballo blanco, sombrero y capa peregrina, que
con el espadón amenazaba al sol de media tarde.
Tenía una
ligera idea de la guerra y no sabía nada del francés ateo que le hablara el
Administrador cuando se vestía a la luz del candil. Creyó estar en su
presencia al llegar a la empalizada que
guardaba el Cuartel de Caballería. Dos centinelas borrachos con ventanos en la
dentadura le hablaban en un idioma que no entendía y le robaron las espuelas y
los veinticuatro reales.
-
Busco la casa del señor
marqués de Torrequemada – acertó a decir deteniendo la galopada del morcillo
espantado por la estampida de los
mosquetes disparados por los centinelas borrachos.
Le devolvían las espuelas cuando
arrastraban al patíbulo a los dos centinelas cuyos alaridos abrían el día que
comenzaba a clarear por la campiña. La ejecución no tenía espectadores y le
conminaron a que buscara su unidad. Todo era frío, ordenancista. La tropa los
vería después como a otros, pendientes de la soga, y sin una sola palabra
sabrían dónde estaban y a qué atenerse.
Deambuló entre las unidades formadas en
el Campo de Consolación que, con el sol
ya alto, comenzaron a evolucionar. En su vida había visto algo igual. En toda
la extensión levemente ondulada se movían en formación muchos miles de hombres
obedeciendo a los toques y redobles de los tambores. Un levante fuerte y
tempranero tremolaba estandartes y entre nubes de polvo se oían cabalgadas y
cornetas. Juan aflojó las riendas y miraba
todo aquello con la boca abierta. Por un momento pensó picar espuelas y
salir de naja.
-
¡Quita de en medio,
palurdo! –el sargento golpeó con el plano de la espada el anca del caballo.
-
Busco el Regimiento
Farnesio.
-
Sigue en esa dirección y
encontrarás un montón de vaqueros piojosos como tú –risas de soldadesca- y
llévate todas las garrapatas que traes, no dejes aquí ninguna. ¿El camisón te
lo dio el ama? –las risas llamaron la atención de las unidades contiguas.
Con impotente rabia miró al sargento y vio
una cara tan picada de viruelas que casi era lampiña.
Tras la nube de polvo con que el solano
castigaba el Campo de Consolación distinguió más de medio centenar de garrochas
enhiestas e inmóviles bajo el sol.
-
¡Eh, pajarito! Ven
criatura, ven con el tío Miguel- alzado sobre los estribos, el capitán Don
Miguel Cherif le hacía señas con afectado cansancio. Las patillas hirsutas y
largas le colgaban por debajo de las quijadas.
Mas de cien hombres a caballo aguardaban pacientemente;
las cabezas envueltas en pañuelos que les protegían de la polvareda y el calor
y sólo dejaban libres los ojos; las garrochas apoyadas en el suelo. Observaban
al recién llegado con una mirada de siglos. Eran hombres del ganado y la
briega, supervivientes de fiebres y hambrunas, abrasados en estío y arriados en
invierno cuando las liebres morían de hambre y frío en las vetas y las vacas se
ahogaban en la llanura convertida en lago. Hombres solitarios de largas
jornadas a caballo y noches bajo el cielo más estrellado del mundo con lunas
que emulaban el día. Huidos de la miseria de pueblos y campiñas, en los hatos
parían sus mujeres y hacían lumbre con boñiga seca. Los mandaban a la guerra
sus amos, por la ropa, el caballo y unos cuantos reales.
-
¿Eres muchacho o muchacha?
–el herrero estaba junto al estribo y lo miraba desde abajo con ojos saltones y
bizcos. Juan se lanzó desde la silla sobre aquel hombre grasiento que se
divirtió con el muchacho esquivándolo y pateándole el culo en medio de una
rechifla general. Cuando lo sujetaron, Don Miguel, con el mismo afectado
cansancio, llamó a un gitano yegüerizo de Jerez adusto y seco, serio como un
mulo.
-
Es tu ahijado, Vicente –le
dijo al gitano que se le plantó delante mirándolo despacio.
-
¿No llevas navaja?
–preguntó el gitano- Toma ésta, yo tengo otra. Un hombre debe andar con todos
los avíos.
El herrero le armó la garrocha con más de
un palmo de afilado acero; mientras, gritaba instrucciones a los hombres que
avivaban la lumbre alrededor de la llanta de un armón. Al sacar el anillo de la
corona de brasas con cuatro tenazas, parecía haber cobrado vida propia con
chispeante y temblorosa incandescencia. La madera de la rueda prendió al
embutir la llanta con los mazos y el enfriamiento súbito en la tina la devolvió
a su color inerme, apretando el conjunto con un estertor silbante y un crujir de radios entre nubecillas de
vapor.
La parada del día de San Juan resultó
lucida. Vistieron los regimientos con la mitad del uniforme para que
hubiera para todos. A los garrochistas y yegüerizos jerezanos los dejaron con sus
ropas naturales y asearon los caballos con rasqueta y cepillo, peinaron crines
y colas que adornaron con madroños de seda roja.
El Campo de Consolación era una
cuadrícula de colores con los regimientos formados, sus banderas y oficiales emplumados al
frente. Los señorones que vinieron de Sevilla representando a la Junta Suprema,
pasaron revista encaramados en un gran brek arrastrado por ocho caballos con
postillón, precedidos por la figura blanquecina de Don Francisco Javier
Castaños y su Estado Mayor.
Las noches en el Campo de Consolación se
convertían en un zoco abigarrado donde se compraba y vendía, se fornicaba y se
jugaba a la luz de las hogueras y junto a las perolas del rancho. Un enjambre
de putas acudieron, aguijoneadas por el hambre, desde toda la Baja Andalucía
siguiendo a las tropas. Hasta tal punto preocupó al mando que en la noche de
veintisiete, tras los redobles de ordenanza, un oficial a caballo alumbrado por
un hachón que levantaba un soldado y una vez reunida la tropa leyó: “Decreto
del señor General en Jefe de este Ejército Don Francisco Xavier Castaños.” (Documento
obrante en el Archivo Municipal de Utrera).
“Conociendo ser un mal muy
perjudicial a la Santa
Religión que profesamos, en cuya defensa hemos tomado las
armas; a la patria a quien deseamos libertar, y del todo contrario a la buena
política militar, los muchos excesos que con dolor he advertido en la tropa por
la compañía frecuente y del trato criminal con las mujeres públicas que se
presentan cada día y acompañan con escándalo al ejército, cuyas consecuencias
resultan muy de bulto, y que además de irritar en extremo la ira de Dios,
debilitan a los soldados, afean su conducta y los desproporcionan para el mejor
y más acertado manejo de las armas, haciéndose así imitadores de los franceses,
cuyas feas abominaciones los hacen con sobrada justicia aborrecibles a Dios y a
todo el mundo...” El oficial leía con
solemnidad erguido sobre los estribos. Tenía la voz exageradamente nasal, lo
que provocaba la hilaridad de la chusma que rompía en carcajadas cada vez que
el caballo inquieto y con mala doma reculaba haciendo extraños y lo sentaba en
la silla.
“Mando que desde luego sean arrojadas de
las cercanías de las tropas todas las mujeres de la clase referida, y de todas
las que se hallasen con los soldados, sean conducidas inmediatamente a la casa
que fue de Don José Romero que está en la calle de Sevilla de esta ciudad de
Utrera, para que sean allí corregidas y escarmienten, confiando del celo que le
es tan propio del doctor Don José Cansino y Auñón, cura propio de estas
iglesias de Utrera, que por caridad se ofrece a esta obra de tanto mérito;
quien deberá ser atendido y respetado como es justo...”
Al amparo de la noche la chusma reía divertida con la escena. El soldado del
hachón se esforzaba en alumbrar al oficial y no quemarlo con el movimiento del
caballo
“Se
hace también este encargo a los padres capellanes del ejército para que
desempeñando su ministerio y actividad procuren evitar por todos los medios un
mal tan contagioso.
Los soldados que se hallen en semejantes
tratos y compañía serán al punto arrestados por la primera vez y castigados; y
si reincidiesen, experimentarán el mayor rigor irremisiblemente y también los
que los protejan...” El caballo se revolvió a la derecha e
inmediatamente a la izquierda y, sin que el soldado pudiera evitarlo, unas
gotas del betún ardiente del hachón cayeron entre las plumas del tricornio del
oficial que comenzaron a chamuscarse y a desprender humo negro. La chusma,
incontinente, aullaba mientras el oficial daba fustazos al del hachón, que casi
cae de bruces con las piernas flojas y la cara congestionada por la risa
contenida.
A grito pelado el oficial continuó: “Creyendo que los señores oficiales deben
ser los primeros en el buen ejemplo que deben dar a la tropa, y que de sus
conductas no tomen ocasión sus inferiores,
les pido muy encarecidamente aparten de sí esta peste; y las personas
que puedan ser de sospecha, y así no verme en la precisión de usar de toda
severidad y de tener que hacer un escarmiento.
Me parece deberá bastar esta insinuación,
para las personas que deben estar penetradas de las mejores máximas, y que
saben sería en vano congregar ejércitos, si al mismo tiempo congregamos
pecados, con que apartaríamos de nosotros la indispensable protección del
Altísimo para triunfar de nuestros enemigos en defensa de la Patria, por quien tan
honrosamente peleamos...” Los gritos del oficial
dejaban escapar gallos agudos y un cabo tuvo que emplearse a fondo con su vara
para que la chusma no se acercara más de la cuenta y espantara al caballo que,
extremadamente excitado, estaba a punto de desbocarse.
“Se circulará por todas las divisiones
del ejército, para que llegue a noticia de todos.
Cuartel General de Utrera, a veintisiete
de junio de mil ochocientos ocho.- Castaños”.
El oficial, desentendiéndose del piquete
de escolta que lo acompañaba a pié, picó espuelas con rabia, alzando de manos
al caballo y arrancando en furiosa galopaba,
arrollando todo lo que se interpusiera en su camino.
En seis jornadas estaban frente a
Villanueva de la Reina
y al día siguiente frente a Menjíbar.
-
Ese es el Guadalquivir –le
dijo el gitano. No lo creyó. Cómo podía ser aquello el Río Grande que discurría
por su tierra, removidas las entrañas por las mareas, señoreando la llanura con
su brazos, tornos cerrados, puntales y tablazos donde crujía la obra viva de
los barcos. Pensó que, ya mediado julio, habrían llegado los grandes botamentos
inundando los gramales de los playazos.
Había dos vados, el uno aguas arriba
pasado el pueblo; el otro al sur, que cruzaron sin descanso, tomando posiciones
en la pequeña vega desde donde de apreciaba el abandono de Mengíbar y el caos
producido por el saqueo.
-
Ahí los tenemos –dijo don
Miguel Cherif extendiendo el catalejo y comenzando una observación minuciosa.
Los coraceros franceses habían aparecido
por el bosquecillo de álamos blancos que al oriente cerraba la vega. A media
mañana, desplegados, las corazas refulgían y el solano llevaba hasta los
garrochistas el piafar de sus caballos que hollaban el suelo inquietos bajo una
solanera agobiante.
-
Esperaremos a que ellos
comiencen el ataque; lo harán antes de guisarse dentro de la armadura.
Juan de Mar miraba a los franceses
asustado; a tan sólo un tiro de fusil aparecían imponentes con los penachos
recortados en la banda de álamos que blanqueaban con el viento.
La cercanía de Don Miguel le daba confianza.
Montado en una yegua ruana recorría las filas dando instrucciones. Aquel
hideputa los adiestró hasta la extenuación de hombres y bestias durante diez
días en el Campo de Consolación. Evolucionando, cargando y retrocediendo para
cargar de nuevo. Cuando la artillería disparó salvas por primera vez a fin de
que los caballos se hicieran al ruido, el morcillo coceó, intentó derribarlo y
sólo la segunda rienda clavándole el serretón hasta hacerlo sangrar consiguió
quitarle el pronto cerril. Con maldiciones entre dientes los caballistas se
preguntaban cómo podía resistir tanto aquel manojo de nervios, casi una
menudencia sobre la ruana. Lejana su juventud militar, esperaba la vejez entre
el campo y las mancebías que se extendían por toda la banda morisca. La vida de
trueno se llevó sus dientes dejándole una boca tan consumida que los pómulos
amenazaban con romper en cualquier momento el cuero de su rostro, donde lucían
dos ojillos claros y maliciosos. Los hombres de las marismas y las dehesas
admiraban aquel aire entre distinguido y jaquetón de Don Miguel que sabía
administrar, con viejo arte, una marchosería autoritaria y paternal.
-
Apretad las cinchas,
apretad las cinchas –insistía recorriendo despacio las filas- Acortar los
estribos, más cortito el derecho, para cargar bien, ya lo sabéis.
Se calmó el viento y el silencio detuvo
el tiempo. Les repartieron un pocillo de aguardiente y Juan de Mar se bebió con
él las lágrimas del miedo.
Con la sordina de la distancia llegó del
campo enemigo el lamento de una corneta que se fue haciendo insistente y el
silbido de los sables franceses al salir de sus vainas.
-
¡Monten! –ordenó Don
Miguel con tranquilidad desenvainando un sable más grande que él - ¡Caballeros,
que la Virgen
de Consolación nos acompañe y que Dios reparta suerte!
Desplegados y en orden, la carga comenzó a un trote que pasó del corto al
largo hasta llegar al galope tendido. Las garrochas, al carretón y a todo el
palo, hendían el aire paralelas al suelo. Los cuerpos muy inclinados hacia delante
para ganar un palmo más de terreno. Las crines del caballo azotaban la cara de
Juan de Mar cuando lo vio con nitidez: era un coracero alto y fuerte montado en
un caballo grande y rápido; el penacho de cerdas rojizas flameaba sobre el
casco reluciente. “Viene a por mí, viene a por mí”, pensó con rapidez cuando el
francés empezaba a levantar el largo y pesado sable preparando el golpe de
revés una vez pasara la punta de la pica. Sólo el sexto sentido que siempre le
acompañó le hizo adelantarse y quebró a la izquierda la cabalgadura, primero a
un tranco que siguió el francés y, de inmediato un segundo tranco que lo dejó a
la diestra y a merced de la garrocha. Cuando Juan sintió en su brazo el
terrible golpe en la coraza del sorprendido francés, el caballo no cambió la
mano y metió riñones hasta que la acerada punta la perforó llegando al
espaldar. Fue tan violento el encuentro que crujió la concha de la silla y el
petral se hundió en los brazuelos del morcillo que espumeaba de sudor. El coracero compuso un aspa con un grito
desesperado para aferrarse después al asta que lo llevaba ensartado y
suspendido en el aire, sin que el muchacho suspendiera la galopada; sólo cuando
la sangre del coracero llegó hasta su mano recorriendo el palo, acertó a soltar
la garrocha horrorizado.
-
¡Recoge la garrocha, Juan!
¡Recógela!- le gritaba el gitano que remataba al francés desde la cabalgadura
con un hacha de mango largo.
Persiguieron a los franceses sin ninguna
prudencia y más allá del bosquecillo de álamos, tras un arroyo seco, dos piezas
de a cuatro libras comenzaron a diezmarlos con metódica eficacia acompañadas de
fuego de fusilería.
La metralla arranco las manos a Don
Miguel Cherif y le mató la ruana. Murió
desangrado dando las instrucciones a sus hombres para el repliegue.
En una segunda carga, bajo un terrible
fuego de fusilería y metralla, consiguieron alcanzar los dos cañones,
acuchillando a sus sirvientes y abriendo el avance a la infantería. El resto
del día estuvieron picando los flancos enemigos hasta que los franceses se
retiraron en la dirección de Andújar al resguardo de las sombras.
Los frailes trinitarios bajaron de
Mengíbar con teas y velas encendidas portando el Viático y los Santos Óleos,
procesionando entre los hombres y caballos caídos con sahumerios de incienso y aspersiones de
agua bendita. “Requiem aeternam dona
eis, Dómine; et lux perpetua luceat eis”. Recorrían,
con la cadencia de su salmodia, la pequeña vega, el bosquecillo de álamos, el
arroyo seco y el otero de levante poseído por la muerte. “Te decet hymnus, Deus, in Sion, et tibi reddetur votum
in Jerusalem”. La campana del muñidor sólo convocaba
el lamento de los heridos y el estertor de los agonizantes. “Exaudi orationem
meam, ad te omnis caro veniet”. La luz de las antorchas arrancaba el blanco de los hábitos en la noche sin luna
y hasta ella se extendían en súplica imposible los brazos de los caídos que se
resistían a morir. “Requiem aeternam
dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.
Recompuestas
las dos secciones en una, los trasladaron a Bailén. Durante tres largos días
con sus noches picaron sin descanso, una y otra vez, la retaguardia enemiga,
quemando la impedimenta y el forraje de la caballería, matando a sus
guardianes, cegando pozos de abastecimiento, matando los bueyes que tiraban de
las pesadas carretas del botín. Don José de Sanabria preparaba los ataques, con
demoledora precisión, contra unos hombres cada vez más desmoralizados.
Cuentan que por las suaves colinas que
rodean Bailén comenzaron a discurrir largas filas de prisioneros que buscaban
los caminos de los Puertos de Cádiz bajo el sol más abrasador que conocieron en
su vida, evitando los pueblos que
saquearon. Los numerosos enfermos que se rezagaban eran acuchillados por el
paisanaje o aperreados por simple diversión. Juan no podía evitar una
angustiosa sensación de asco cuando oía los gritos desesperados de aquellos
desgraciados bajo las dentelladas de una jauría de reala.
En las jornadas lentas y pesadas que
siguieron, se fue abandonando a una melancolía desesperanzada. Su horfandad
prematura le hizo luchar desde niño con la soledad fundiéndose con su entorno,
al que entendía y con el que mantenía un diálogo natural y primario; sabía el
por qué de cada cosa y sólo el que necesitaba. Sabía por qué brotaba la otoñada
y cuando entraban los ánsares, los chorlitos, correlimos, andarríos y
avesfrías. Cazar en el armajal las noches de invierno terreras y cogujadas
ateridas de frío con farol y cencerro y en el lucio, a comienzos de verano,
gallaretos, polluelas, gallos azules y mataperros . Dónde había cercetas, patos
reales, porrones y cucharetos. Dónde crecían las tagarninas, puerros, hinojos y
espinacas silvestres. Sabía cuándo parían las vacas y cuándo había que traer
los sementales de los toruños; cómo echarle los perros a los toros emboscados
en las galerías de los caños y cómo se daba picadero a un caballo y se le
quitaban las querencias a un mulo cabezón y cazar liebres con los galgos. No
tenía conciencia de cuando montó por primera vez. Sabía hacer lumbre con
boñigas, pescar albures con parada, recolectar huevos y cazar mancones en los lucios. Conducir
ganado, acosar y derribar con la garrocha, cabalgar en medio de la arriada y
trajinarse al fiel del barcaje de San Antón defendiendo los intereses del amo y
en definitiva todo lo que un hombre de bien debía saber. A veces, recibía el
cariño maternal de María la
Negra, estéril y consuelo de vaqueros y pastores solitarios
durante los largos años de juventud y madurez. Para la vieja seguía siendo
aquel niño sucio que trajeron de Hato Ratón cuando las fiebres se llevaron a
sus padres.
Juan se preguntaba qué hacia allí
arreando a aquella larga columna de enfermos miserables que iban a mandarlos a
la isla de Cabrera. No tenía idea de dónde estaba eso. Su concepción del mundo
se limitaba a la marisma y poco más allá y lo que había visto fuera era
gentuza, señores emplumados, desolación, miseria y muerte. Don Miguel Cherif
quedó tendido en Mengíbar sobre su ruana
con el rostro tranquilo y displicente.
Su mundo se había reducido a su relación con los caballistas que
quedaban y con el gitano yeguerizo que se empeñaba en hacerlo padrino de su
noveno hijo, por lo que se trataban de compadres. El gitano decía con su
seriedad de mulo, absolutamente
convencido, que Juan tenía el don,
puesto que regresaba sin un solo rasguño y con el mismo caballo.
Desde lo alto del puente de La Alcantarilla, una
brisa mañanera de poniente le trajo el olor a cieno de los caños y hasta sus
labios llegó el salitre de los lucios preparados para recibir las primeras
lluvias. Su vista se desparramó hasta el horizonte por la inmensa llanura
marismeña, cortada en dos por la banda
de bruma baja que delataba la presencia de su Río Grande.
Volvió la grupa y respiró hondo meditando
un instante.
-
Me voy, compadre –y
aflojando las riendas dejó al caballo que trotara querencioso y pausado hacia
el barcaje de las islas del Rubio.
-
¡Vuelve Juan, te
fusilarán, te ahorcaran!
-
¡Tengo el don, compadre.
Si algún día quieres algo de mí, búscame por allí dentro!
Habían pasado apenas tres meses y si no
es por el caballo el barquero de La
Ermita no lo hubiera conocido, y hasta el santero se
sorprendió cuando un Juan de Mar transformado en hombre de amarga expresión le
pidió abriera la Ermita
para ver a su Virgen de Guía.
A la altura de Veta Sola, el espectro de
Ramón el Negro, emergiendo entre la cardancha seca invadida por las primeras
sombras, esbozó un lento e intemporal saludo de bienvenida.
Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche
Este magnifico relato del primo Juan destaca por la precisión detallista del ambiente, por la secuencia que lleva a un chaval desde su tiempo y lugar, casi la edad media, hasta una guerra que le hace despertar al mundo y a la vida de una forma brutal. No solo la historia es brutal sino que esta descrita de una forma que te hace sentirte avergonzado de ser humano, que es lo que un relato sobre la guerra nos debe dejar en el corazon. Un relato maestro, del maestro Juan.
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