1.894
Pasado el puente de la
Isla, se encontró con
una Cañada Real intransitable; a una laguna continuaba un barrizal donde la jaca, ya cansada por el largo viaje
a paso vivo desde Sevilla, hundía las
patas hasta las corvas resoplando y jadeando penosamente. Y luego aquella lluvia continua, pertinaz y
tan tardía. “Este año el ganado tendrá pasto todo el verano” –pensó Juan de
Mar. Las nubes enormes pasaban rápidas sobre el llano dejando de vez en cuando
ventanos por donde asomaba una clara luna
llena sin dejar de llover.
Calado hasta los huesos, con el negro capote al viento de la noche,
tenía el aspecto fantasmal de una parca
anunciadora de la muerte. Al llegar al chozo del fiel en Casa Alta abrió a patadas el cancelón sin descabalgar; ladraban los
perros enloquecidos, y ya era una sombra
lejana cuando Curro el Fiel apareció en el portillo de la choza, todo
calzones, enseñando sus patitas de espulgabuey y levantando un farol de aceite:
“cagoenlaleshequemamaoyentolosmuertosdaquercabronasohijolagranputaquemadespertaosindesirmenisiquierabuenasnoshes”.
Cerró el pesado cancelón y tranquilizó a los
perros a voces y blasfemias regresando a la choza empapado y tiritando.
Manoli la Coriana
lo fue a buscar al lupanar de la
Alameda con la fea cara descompuesta esgrimiendo un
telegrama. Se quitó las dos furcias de encima
y palideció cuando el maricón le explicó lo que decía aquel papel que no
entendía y que sujetaba entre los dedos temblorosos. Llegaron corriendo hasta
la casa de la calle de la Muela
bajo una lluvia intensa, ensilló la jaca y buscó el Puente de Triana cuando los
vencejos cazaban los primeros insectos del atardecer y midiendo las fuerzas del
poderoso animal y para que soportara el viaje lo fue animando con palabras y
gestos mientras se tragó unas lágrimas que incontenibles le pinchaban en los
ojos.
Cuando al fin llegó a la
Veta de Senda, abrió también sin descabalgar la cancela de
alambres del cerrado de La
Abundancia enfilando
el camino menos embarrado del cortijo.
Algunas cogujadas se espantaron bajo las pisadas de la jaca y levantaron
el vuelo empapadas y los mastines amarrados en las puertas del caserío
comenzaron a ladrar roncos, terribles, coreados por los bulldogs de las
perreras de los toriles. En el patio del cortijo los galgos y los podencos del Espartero ululaban siniestros.
Ya hacía rato que Feliciano se despertó y despabiló al zagal dormilón.
Su fino instinto le dijo que la noche iba a ser complicada desde que oyó los
primeros ladridos en los hatos lejanos
por donde Juan pasaba y los mugidos descompuestos de las dos corridas del
apartadero. Cuando el jinete atravesó el arco de entrada al
patio Feliciano estaba unciendo un par de bueyes y apretaba las cuerdas que sujetaban el yugo a los cuernos
amortiguadas por los frontiles. Cogió
las riendas que Juan le entregó a toda prisa
para dirigirse a la puerta de la casa principal; desensilló la jaca
demandando del zagal una vieja manta
mojada ya prevista. El animal enfebrecido y cansado, tenía la marca de la silla
en la grupa, con una inflamación de más de un dedo de grosor, y al sentir la
manta mojada y fría sobre la hinchazón
resopló aliviado y se dejó conducir mansamente al cobijo de la cuadra. La carreta entoldada de la señora
tirada por un par de bueyes era la mejor manera de llegar al puente de la Isla con tanta agua y tanto
barro. Allí la esperaría la carretela de la casa de Sevilla.
Esta vez Juan no pudo retener las lágrimas cuando se plantó ante Doña
Celsa que no hizo pregunta alguna. A los
ojos de aquella admirable mujer no asomó ni una lágrima, pero en sus pupilas se percibía el reflejo de un afilado acero que a
cuchilladas le estaba partiendo el alma. Montó en la carreta y se sentó
detrás de la criada que acurrucaba a una pequeña llorosa y adormilada.
Bajo la lluvia incesante, Feliciano,
delante de los bueyes, conducía la yunta con la aguijada sobre el yugo y Juan
de Mar, sobre otra jaca, dejaba en el arco del patio cortijero a los tres pastores silenciosos y a un zagal
que lloraba, sin saber porqué, abrazado a los galgos del Espartero.
Una fortaleza trabajada durante años impedía a Doña Celsa
desmoronarse bajo el cuidado y vistoso
entoldado de la carreta oyendo el repiqueteo de la lluvia, atravesando aquel
cerrado por el que tanto estaba peleando ella sola, pensando en los momentos felices del pasado
invierno, cuando su Manuel se recuperaba
de tantas cornadas y empellones, corriendo liebres con los galgos por las vetas
de la Isla. Recordaba
el herradero del mes de octubre,
minuciosamente preparado; ya sus
toros de pelaje variopinto se empezaban
a conocer como los de la Viuda y los demandaban, como
antaño, todas las plazas importantes. En medio de aquella lucha siempre había
estado su Manuel, con aquella limpieza moral de hombre de bien, que agigantaba
su menuda y endeble figura rematada por una cabeza hermosa donde lucían dos
grandes ojos tan negros como su pelo revuelto y brillante. Recordaba su mirada
dulce y risueña con dos llamitas de férrea voluntad y de decisión temeraria y
tranquila, acentuada por las mandíbulas fuertes y un mentón partido. Recordaba, sin una lágrima todavía,
aquella hermosa cabeza que tantas veces estrujó contra su pecho el pasado
enero, tan frío y tan seco; tras los
cristales de la alcoba, a la luz de una luna enorme y al calor de una chimenea, contemplaron cómo
brillaba la escarcha sobre los almajos quemando la hierba, más allá del pequeño
jardín y del apartadero. Recordaba su boca grande y sus labios jugosos y
ávidos, que tantas veces había besado en las largas noches de aquél
invierno en las que se sintió amada,
deseada y poseída por aquél hombre, que podía ser su hijo. Recordaba aquella
tarde apacible de principios de febrero cuando fueron en barca hasta la próxima
Ermita de Ntra. Sra. de Guía, más allá de las lindes del cerrado, por el Puntal
de Maquique y pasada la Veta
de la Mora . El
viejo santero sorprendido les abrió las puertas desvencijadas de la Ermita, casi una ruina,
donde brillaba una perpetua llamita en
una lamparilla de azofar que colgaba del
techo. La menuda imagen asomaba su cara apacible y dulce por un rostrillo sucio y orlado con piedras
falsas. Se postraron ante la imagen como nunca pudieron hacer antes en Sevilla,
porque sus amores eran secretos, aunque los conocía España entera; y allí, sin
convencionalismos Manuel tomó la mano de Doña Celsa y mirando a los negros ojos de la Virgen le pidió en voz baja
que nunca, nunca, la separara de aquella mujer y de su pequeña niña; y aquel
día sí lloró, de amor, Doña Celsa.
Al llegar a la curva del Rincón
de los Lirios había escampado. Clareaba un día limpio, sin una sola nube y una
ligera brisa del noreste fría y seca purificaba el aire de la marisma. A
levante, muy lejos, emergiendo sobre unas ligeras brumas bajas y también
lejanas, el incendio del sol naciente
arrancó destellos brillantísimos a las cimas imponentes y blanquecinas
de la sierra de Grazalema y todos los cabezos de Morón, Lebrija, San Juan y
Gibalbin se asomaron azules a la gran llanura. Comenzaba un día risueño de
principios del verano; cigüeñas
madrugadoras se afanaban en los lucios bajos para llevar comida a su prole hambrienta; multitud de garcetas
moteaban de blanco el verdor de la hierba y se duplicaban en los espejos del
agua pura de lluvia; en los Llanos de la Barca las gangas levantaron
el vuelo asustadas llenando el aire de gritos agudos y reflejos dorados; los
becerros en la Vuelta
del Cojo llamaban a las madres con mugidos adolescentes. Resurgía la vida tras
una semana de temporal y la viuda, sentada en el fondo de la carreta, no quería
ver el sol, no quería ver la carretela que la esperaba en El Gamonal, junto a la Venta del Cruce, y que la
llevaría a Sevilla en pocas horas. Quería seguir en la marisma, junto a su
ganado por el que tanto había luchado. Recordaba su felicidad y la cara
satisfecha y admirada de su Manuel, cuando aquella tarde del mes de septiembre,
no hacía siquiera cuatro años, pagó la hipoteca vencida en el Monte de Piedad
que le permitía acceder a la propiedad de la ganadería, limpiando de impurezas la herencia que Don Fernando de la Concha y Sierra dejó a sus
hijos.
Nadie supo cómo la noticia corrió tan rápida por la marisma. Los
vaqueros y caballistas que hacían parada matutina en la venta formaron un
piquete al descender la viuda de la
carreta. Descabalgados, gorras y sombreros en la mano, miraban a la mujer con
lágrimas en los ojos; el silencio más absoluto sólo se alteraba por el chirrido
de alguna golondrina indiferente y el resoplar de alguna jaca. Cuando los ojos
de la viuda se cruzaron con los de Pedro el Tiznao, que dejaba correr las lágrimas por sus
mejillas de cuero viejo, le acudió el recuerdo de aquella mañana en que vio a
Manuel por primera vez: Un adolescente menudo, con cara de niño, irradiaba un
aplomo gracioso mezclado con una
simpatía cómplice, buscando el perdón para él y sus otros dos compañeros de
fatigas. Al fin y al cabo sólo habían apartado una vaca a la luz de la luna y
le estaban dando cuatro mantazos cuando los sorprendió el Tiznao. Don Fernando
tuvo que reír con las ocurrencias de aquel chaval, que acabó preguntando confianzudo si no había
algo para desayunar él y los compañeros.
Luego los sobresaltos, los recados de Manoli la Coriana a casa de Don
Antonio Miura para que intercediera y
soltaran a Manoliyo preso en la cárcel del Pópulo por apartar ganado para
torear en la Dehesa
de Tablada. Las cornadas, las heridas y aquellas crónicas que le ponían los
pelos de punta. Cuando murió Don Fernando, aquél muchacho valiente y tierno era
el único apoyo varonil que le quedaba y fue tan dulce abandonarse a sus
demandas apasionadas que nunca, nunca, sintió el menor atisbo de
arrepentimiento; sus amores eran suyos frente al mundo, ella era una mujer
madura y suficiente que aprovechaba los últimos años de esplendor antes de
empezar a hacerse vieja. Fue ella la que quiso aquel embarazo y lució orgullosa
su preñez.. Recordaba el último verano cuando lo acompañó a Madrid y a
Valencia; en la capital, un publico siempre reticente con su Manuel, aplaudió
cariñoso cuando le tocó lidiar a un toro de su divisa. En Valencia compraron medias para ella y
calcetines para él en las sederías de la plaza del Mercado, aquel tinglado
impresionante lleno de todos los productos del mundo, con un pajarraco metálico
enorme en el tejado. Por la tarde se le ocurrió matar recibiendo y acabó con
dos cornadas. Con que ternura lo cuidó en el coche cama que los traía a
Sevilla.... él se dejaba cuidar como un niño sin hacer el menor comentario de
la cogida, sin decir nunca porqué se metía en los terrenos del toro si nadie lo
había hecho hasta ahora. Nunca lo entendió, pero aquel era el Espartero ,
un tesón y una voluntad temeraria que
enardecía al público; el pundonor sin
concesiones; el tirarse a matar con toda su alma sin prever la salida del toro
en su embestida y el arte floreado y gracioso de aquel torero que nunca había
dejado de ser un chaval de la plaza de la Alfalfa,
hijo de un pequeño comerciante de artículos de esparto.
Cuando la carretela tirada por dos mulos poderosos inició el viaje a
Sevilla, Doña Celsa sintió que algo se
le rompía en lo mas profundo de su ser, que su vida ya no sería la misma, que ahora sí era de verdad viuda, y por primera
vez acudieron a sus ojos lágrimas de desconsuelo que engulló, con digna
entereza, ante las putas de la
Venta de la
Negra, asomadas a la puerta con pañuelos de luto.
Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche
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