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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1894 Doña Celsa

viernes, 23 de marzo de 2012

Memoria del desarraigo - 1894 Doña Celsa

                                                 1.894

       Pasado el puente de la Isla,  se encontró con una Cañada Real intransitable; a una laguna continuaba un barrizal  donde la jaca, ya cansada por el largo viaje a paso vivo desde Sevilla,  hundía las patas hasta las corvas resoplando y jadeando penosamente.  Y luego aquella lluvia continua, pertinaz y tan tardía. “Este año el ganado tendrá pasto todo el verano” –pensó Juan de Mar. Las nubes enormes pasaban rápidas sobre el llano dejando de vez en cuando ventanos por donde asomaba una clara luna  llena sin dejar de llover.   Calado hasta los huesos, con el negro capote al viento de la noche, tenía el aspecto fantasmal de una parca  anunciadora de la muerte. Al llegar al chozo del fiel en Casa Alta  abrió a patadas  el cancelón sin descabalgar; ladraban los perros enloquecidos,  y ya era una sombra lejana  cuando Curro el Fiel  apareció en el portillo de la choza, todo calzones, enseñando sus patitas de espulgabuey y levantando un farol de aceite: 

“cagoenlaleshequemamaoyentolosmuertosdaquercabronasohijolagranputaquemadespertaosindesirmenisiquierabuenasnoshes”.  

      Cerró el pesado cancelón y tranquilizó a los perros a voces y blasfemias regresando a la choza empapado y tiritando. 

      Manoli la Coriana lo fue a buscar al lupanar de la Alameda con la fea cara descompuesta esgrimiendo un telegrama. Se quitó las dos furcias de encima  y palideció cuando el maricón le explicó lo que decía aquel papel que no entendía y que sujetaba entre los dedos temblorosos. Llegaron corriendo hasta la casa de la calle de la Muela bajo una lluvia intensa, ensilló la jaca y buscó el Puente de Triana cuando los vencejos cazaban los primeros insectos del atardecer y midiendo las fuerzas del poderoso animal y para que soportara el viaje lo fue animando con palabras y gestos mientras se tragó unas lágrimas que incontenibles le pinchaban en los ojos.

       Cuando al fin llegó a la Veta de Senda, abrió también sin descabalgar la cancela de alambres del cerrado de La Abundancia  enfilando el camino menos embarrado del cortijo.  Algunas cogujadas se espantaron bajo las pisadas de la jaca y levantaron el vuelo empapadas y los mastines amarrados en las puertas del caserío comenzaron a ladrar roncos, terribles, coreados por los bulldogs de las perreras de los toriles. En el patio del cortijo los galgos y los podencos del Espartero  ululaban  siniestros.

      Ya hacía rato que Feliciano se despertó y despabiló al zagal dormilón. Su fino instinto le dijo que la noche iba a ser complicada desde que oyó los primeros ladridos en  los hatos lejanos por donde Juan pasaba y los mugidos descompuestos de las dos corridas del apartadero.  Cuando  el jinete atravesó el arco de entrada al patio Feliciano estaba unciendo un par de bueyes y apretaba las cuerdas  que sujetaban el yugo a los cuernos amortiguadas por los frontiles.  Cogió las riendas que Juan le entregó a toda prisa  para dirigirse a la puerta de la casa principal; desensilló la jaca demandando del zagal una  vieja manta mojada ya prevista. El animal enfebrecido y cansado, tenía la marca de la silla en la grupa, con una inflamación de más de un dedo de grosor, y al sentir la manta mojada y fría  sobre la hinchazón resopló aliviado y se dejó conducir mansamente al cobijo de la cuadra. La  carreta entoldada  de la señora  tirada por un par de bueyes era la mejor manera de llegar al puente de la Isla con tanta agua y tanto barro. Allí la esperaría la carretela de la casa de Sevilla.



     Esta vez Juan no pudo retener las lágrimas cuando se plantó ante Doña Celsa  que no hizo pregunta alguna. A los ojos de aquella admirable mujer no asomó ni una lágrima,  pero en sus pupilas se percibía  el reflejo de un afilado acero que a cuchilladas le estaba partiendo el alma. Montó en la carreta  y se sentó  detrás de la criada que acurrucaba a una pequeña llorosa y adormilada. Bajo  la lluvia incesante, Feliciano, delante de los bueyes, conducía la yunta con la aguijada sobre el yugo y Juan de Mar, sobre otra jaca, dejaba en el arco del patio cortijero  a los tres pastores silenciosos y a un zagal que lloraba, sin saber porqué, abrazado a los galgos del Espartero.   

     Una fortaleza trabajada durante años impedía a Doña Celsa desmoronarse  bajo el cuidado y vistoso entoldado de la carreta oyendo el repiqueteo de la lluvia, atravesando aquel cerrado por el que tanto estaba peleando ella sola,  pensando en los momentos felices del pasado invierno, cuando su Manuel  se recuperaba de tantas cornadas y empellones, corriendo liebres con los galgos por las vetas de la Isla. Recordaba el herradero del mes de octubre,  minuciosamente preparado;  ya sus toros de  pelaje variopinto se empezaban a conocer como  los de la Viuda y los demandaban, como antaño, todas las plazas importantes. En medio de aquella lucha siempre había estado su Manuel, con aquella limpieza moral de hombre de bien, que agigantaba su menuda y endeble figura rematada por una cabeza hermosa donde lucían dos grandes ojos tan negros como su pelo revuelto y brillante. Recordaba su mirada dulce y risueña con dos llamitas de férrea voluntad y de decisión temeraria y tranquila, acentuada por las mandíbulas fuertes y un mentón   partido. Recordaba, sin una lágrima todavía, aquella hermosa cabeza que tantas veces estrujó contra su pecho el pasado enero, tan frío y tan seco;  tras los cristales de la alcoba, a la luz de una luna enorme  y al calor de una chimenea, contemplaron cómo brillaba la escarcha sobre los almajos quemando la hierba, más allá del pequeño jardín y del apartadero. Recordaba su boca grande y sus labios jugosos y ávidos, que tantas veces había besado en las largas noches de aquél invierno  en las que se sintió amada, deseada y poseída por aquél hombre, que podía ser su hijo. Recordaba aquella tarde apacible de principios de febrero cuando fueron en barca hasta la próxima Ermita de Ntra. Sra. de Guía, más allá de las lindes del cerrado, por el Puntal de Maquique y pasada la Veta de la Mora . El viejo santero sorprendido les abrió las puertas desvencijadas de la Ermita, casi una ruina, donde brillaba una  perpetua llamita en una lamparilla de azofar  que colgaba del techo. La menuda imagen asomaba su cara apacible y dulce  por un rostrillo sucio y orlado con piedras falsas.  Se postraron ante la imagen  como nunca pudieron hacer antes en Sevilla, porque sus amores eran secretos, aunque los conocía España entera; y allí, sin convencionalismos Manuel tomó la mano de Doña Celsa  y mirando a los negros ojos de la Virgen le pidió en voz baja que nunca, nunca, la separara de aquella mujer y de su pequeña niña; y aquel día sí lloró, de amor, Doña Celsa.

      Al llegar a la  curva del Rincón de los Lirios había escampado. Clareaba un día limpio, sin una sola nube y una ligera brisa del noreste fría y seca purificaba el aire de la marisma. A levante, muy lejos, emergiendo sobre unas ligeras brumas bajas y también lejanas, el incendio del sol naciente  arrancó destellos brillantísimos a las cimas imponentes y blanquecinas de la sierra de Grazalema y todos los cabezos de Morón, Lebrija, San Juan y Gibalbin se asomaron azules a la gran llanura. Comenzaba un día risueño de principios  del verano; cigüeñas madrugadoras se afanaban en los lucios bajos para llevar comida a su  prole hambrienta; multitud de garcetas moteaban de blanco el verdor de la hierba y se duplicaban en los espejos del agua pura de  lluvia; en los Llanos de la Barca las gangas levantaron el vuelo asustadas llenando el aire de gritos agudos y reflejos dorados; los becerros en la Vuelta del Cojo llamaban a las madres con mugidos adolescentes. Resurgía la vida tras una semana de temporal y la viuda, sentada en el fondo de la carreta, no quería ver el sol, no quería ver la carretela que la esperaba en El Gamonal, junto a la Venta del Cruce, y que la llevaría a Sevilla en pocas horas. Quería seguir en la marisma, junto a su ganado por el que tanto había luchado. Recordaba su felicidad y la cara satisfecha y admirada de su Manuel, cuando aquella tarde del mes de septiembre, no hacía siquiera cuatro años, pagó la hipoteca vencida en el Monte de Piedad que le permitía acceder a la propiedad de la ganadería, limpiando de impurezas  la herencia que Don Fernando de la Concha y Sierra dejó a sus hijos.     

      Nadie supo cómo la noticia corrió tan rápida por la marisma. Los vaqueros y caballistas que hacían parada matutina en la venta formaron un piquete  al descender la viuda de la carreta. Descabalgados, gorras y sombreros en la mano, miraban a la mujer con lágrimas en los ojos; el silencio más absoluto sólo se alteraba por el chirrido de alguna golondrina indiferente y el resoplar de alguna jaca. Cuando los ojos de la viuda se cruzaron con los de Pedro el Tiznao,  que dejaba correr las lágrimas por sus mejillas de cuero viejo, le acudió el recuerdo de aquella mañana en que vio a Manuel por primera vez: Un adolescente menudo, con cara de niño, irradiaba un aplomo gracioso mezclado   con una simpatía cómplice, buscando el perdón para él y sus otros dos compañeros de fatigas. Al fin y al cabo sólo habían apartado una vaca a la luz de la luna y le estaban dando cuatro mantazos cuando los sorprendió el Tiznao. Don Fernando tuvo que reír con las ocurrencias de aquel chaval,  que acabó preguntando confianzudo si no había algo para desayunar él y los compañeros.  Luego los sobresaltos, los recados de Manoli la Coriana a casa de Don Antonio Miura  para que intercediera y soltaran a Manoliyo preso en la cárcel del Pópulo por apartar ganado para torear en la Dehesa de Tablada. Las cornadas, las heridas y aquellas crónicas que le ponían los pelos de punta. Cuando murió Don Fernando, aquél muchacho valiente y tierno era el único apoyo varonil que le quedaba y fue tan dulce abandonarse a sus demandas apasionadas que nunca, nunca, sintió el menor atisbo de arrepentimiento; sus amores eran suyos frente al mundo, ella era una mujer madura y suficiente que aprovechaba los últimos años de esplendor antes de empezar a hacerse vieja. Fue ella la que quiso aquel embarazo y lució orgullosa su preñez.. Recordaba el último verano cuando lo acompañó a Madrid y a Valencia; en la capital, un publico siempre reticente con su Manuel, aplaudió cariñoso cuando le tocó lidiar a un toro de su divisa.  En Valencia compraron medias para ella y calcetines para él en las sederías de la plaza del Mercado, aquel tinglado impresionante lleno de todos los productos del mundo, con un pajarraco metálico enorme en el tejado. Por la tarde se le ocurrió matar recibiendo y acabó con dos cornadas. Con que ternura lo cuidó en el coche cama que los traía a Sevilla.... él se dejaba cuidar como un niño sin hacer el menor comentario de la cogida, sin decir nunca porqué se metía en los terrenos del toro si nadie lo había hecho hasta ahora. Nunca lo entendió, pero aquel era el Espartero , un  tesón y una voluntad temeraria que enardecía al público;  el pundonor sin concesiones; el tirarse a matar con toda su alma sin prever la salida del toro en su embestida y el arte floreado y gracioso de aquel torero que nunca había dejado de ser un chaval de la plaza de la Alfalfa,  hijo de un pequeño comerciante de artículos de esparto.

      Cuando la carretela tirada por dos mulos poderosos inició el viaje a Sevilla,  Doña Celsa sintió que algo se le rompía en lo mas profundo de su ser, que su vida ya no sería la misma,  que ahora sí era de verdad viuda, y por primera vez acudieron a sus ojos lágrimas de desconsuelo que engulló, con digna entereza,  ante las putas de  la Venta de la Negra, asomadas a la puerta con pañuelos de luto.      


Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche

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