LA “ABUNDANCIA” DE
CONCHA Y SIERRA
Formación de un
fundo ganadero bravo
Para Álvaro Grau
Lobato
- I -
Poco han investigado los autores
taurinos respecto a la formación de los fundos ganaderos y su funcionamiento;
aunque no sabemos la importancia que ello pueda tener. La elección
de “Concha y Sierra” no es gratuita. Se desarrolló principalmente en la Isla Mayor; es una
ganadería histórica que milagrosamente pervive tras la peligrosa andadura que
inició después de la muerte de la segunda viuda, a mediados de los sesenta del
pasado siglo XX, saliendo de su entorno marismeño; conserva todavía (o
conservaba) muchas gotas de sangre
frailera y hoy asistimos a un resurgimiento, volviendo a ver
anunciados sus toros, en manos de la familia García Palacios.
Apenas sabemos de la biografía del
gaditano Don Fernando de la
Sierra, de su vida
anterior y posterior a 1822. No se casó; no tuvo descendencia directa. Por las
publicaciones de A. M. Bernal (1) sabemos que el apellido “Sierra” y también el
apellido “Concha” aparecen con frecuencia en las escrituras de riesgo naval
registradas en la Casa
de la Contratación
gaditana para el comercio de Indias en
el muestreo que el historiador hace de
doce años elegidos en el periodo 1760-1824.
Concretamente un F. Sierra aparece por último, tanto con el carácter de deudor
como acreedor, en escrituras de riesgo en 1782. Así mismo F. Sierra aparece
como propietario del navío “Angélica” en
las listas para el comercio ultramarino de 1780. Curiosamente pocos años antes
aparece J. de Sierra como dueño del barco “Jasón” inmediatamente después en el orden de lista
del barco “San Rafael”, propiedad de la Compañía de Asentamiento de Negros. Grandes
capitales del XIX sabemos que se nutrieron fundamentalmente del comercio esclavista.
En el Cádiz opulento de la segunda mitad
del XVIII los comerciantes gaditanos enriquecidos comenzaron a comprar títulos
nobiliarios (el marqués de Casa Enrile, enriquecido en el tráfico de esclavos,
compra el título en 1778) hábitos de órdenes militares, fomentar pretensiones
de vínculos (mayorazgos) y ver el comercio como actividad poco decorosa tal que
en Castilla. Ahora bien, como señala Bernal, la reconversión no era fácil por lo que tomaron el camino de las finanzas
ya gestado y entrenado en la negociación de los cambios y préstamos marítimos.
Resulta curioso ver como en los albores
de la revolución liberal los comerciantes de Cádiz se dan codazos para alcanzar
títulos y prebendas. Allí vemos cómo los factores de las compañías navieras son
ennoblecidos y en un totum revolutum nos aparecen los nombres de personajes que
tuvieron mucho protagonismo en la
Isla Mayor y en las marismas; así, el hijo del sevillano
conde de Montelirio no era otro que Alejandro Aguado, el banquero futuro Marqués
de las Marismas del Guadalquivir, también estaba por allí haciendo sus negocios
Felipe Riera, Marqués de Casa Riera, y la familia Gómez de la Fuente.
Por tanto, Fernando de la Sierra formaba parte de ese
ambiente, que si no sabemos pretendió algún título, si buscaba la propiedad de
la tierra como señal de prestigio, actitud más que demostrada en la burguesía
emergente, la que hace la “revolución liberal”, en la primera mitad del XIX. La
propiedad del latifundio da prestigio social y la crianza de toros bravos
también, aunque una y otra fueran escasamente rentables frente a los pingues
beneficios del comercio de ultramar. La tierra con la revolución liberal ha
entrado en el mercado de capitales. Los financieros del área gaditana deben
salir al exterior para expandirse, para invertir, por meras imposiciones
geográficas. Estos debieron ser los motivos que empujaron al iniciador de la
saga.
Sierra era un hombre de su tiempo, un
financiero informado que vivió –muy joven- los avatares de la guerra con
Inglaterra en 1779 y las hostilidades que se prolongaron hasta Trafalgar y sus
consecuencias para el comercio gaditano.
Vivió, así mismo, los agitados tiempos de preguerra y el Cádiz sitiado
que aprobó la
Constitución de 1812.
La mentalidad ilustrada que arranca de los
Informes sobre la nunca promulgada Ley Agraria, especialmente de Jovellanos y
Olavide, es la que vierten en la Constitución los diputados, que al fin y al cabo,
es la misma que informaba el Estatuto de Bayona aprobado por unos diputados,
títeres de Napoleón, antes de que su hermano José entrara en España para ocupar
el trono. Era la ideología liberal que se estaba abriendo camino mediante una
revolución jurídica con dos Decretos, entre otros muchos, fundamentales para
nosotros, promulgados en 6 de agosto de 1811 y 8 de junio de 1813. En ellos se
abolían los señoríos de todo orden, incluidos, naturalmente, los concejiles, y
se protegía la propiedad privada liberándola de cualquier atadura de
privilegio. Todavía estamos lejos de las grandes reformas que llevaron a la
desamortización de bienes eclesiásticos (1836-Mendizábal) y de los municipios
(1855-Madoz), pero los bienes vinculados tanto de la nobleza (mayorazgos) y de la Iglesia (capellanías,
obras pías, etc.) quedan libres, quedando también abolidos los derechos
señoriales, convirtiendo la nobleza en propiedad privada muchos predios
solariegos y otros que antes disfrutaban en régimen señorial, a veces tras
largos procesos judiciales.
El proceso privatizador de la Isla Mayor está
perfectamente estudiado por J. González Arteaga (2) y M. Rodríguez Cárdenas (3)
y constituiría una reiteración inútil volver a su análisis, Por ello, sólo
destacaremos algunos aspectos del mismo que nos resultan ahora necesarios,
evitando la larga serie de intentos privatizadores y personajes interesados. Partiremos
de un informe que en 1813 elabora el Ayuntamiento, con sus arcas vacías, muy
endeudado tras el periodo de ocupación francesa. Un detalle importante del
informe lo destaca Rodríguez Cárdenas al decirnos que las mejores tierras
estaban en poder de órdenes religiosas. Efectivamente, en un trabajo,
recientemente publicado (4), ya expusimos cómo las órdenes religiosas
(cartujos, jerónimos, dominicos, agustinos, jesuitas...) disfrutaban en el siglo
XVIII de forma casi exclusiva los mejores paciles junto a los ríos que
conformaban las Islas Mayor y Menor, así como las mejores vetas interiores;
siendo éstos lugares importantes, aunque no únicos, por supuesto, donde se seleccionó el toro bravo que ha dado
origen al actual, mezclando muchísimas sangres procedentes de la recaudación
diezmal.
El motivo
de la fijación de los distintos
peticionarios de tierras en los extraordinarios terrenos ganaderos que se
situaban a la derecha de la entrada de la Isla parece deberse a que estaban “libres”; los
monjes jerónimos de San Isidoro del Campo –los isidros de Santiponce, cuyos
ganados pastaban en estos terrenos desde su fundación, extendiéndose después a
Los Jerónimos- habían abandonado la
Isla tras la ocupación francesa del reino de Sevilla, como se
expresa en otro informe del Ayuntamiento de 1818; los jesuitas expulsados por
Carlos III (1776) tuvieron un sucesor en el duque de Alba, cuya Casa está
pasando apuros económicos por estas fechas, como veremos, y posiblemente ya no
tenga ganado allí ; el territorio, además de feraz y bien situado se encuentra
preparado para la cría del ganado, organizado y funcionando una ermita, la de
San Isidro en su extremo suroccidental,
con su entorno poblado y enfrente, en la otra orilla del Brazo de la Torre, el poblamiento en
torno a la misma Torre de Benamajón; recorrido a todo lo largo de su linde
nororiental por la Cañada
Real y al noroeste el
complejo portuario de las Nueve Suertes con la confluencia de cañadas, veredas
y cordeles de comunicación con los territorios ganaderos del Guadiamar a la
espalda del Aljarafe y al sureste del antiguo reino de Niebla. Un regalo apetecido por la nueva burguesía
que dominaba el Ayuntamiento sevillano, más absoluta que el rey o más liberal
que Riego, según soplaran los vientos, y que, posiblemente, abrigara la
esperanza de emular y codearse con los rancios linajes que dominaron la vida de la Baja Andalucía en
los años del Antiguo Régimen que agonizaba, pero que ellos conocieron perfectamente
e, incluso, a través de la posesión de la tierra alcanzar algún titulillo raro,
para lucir la corona en la camisa y estamparlo en las tarjetas de visita.
Si es
verdad que muchos arribistas, antes del regreso del rey y luego en pleno
absolutismo restaurado (1814-1820) pretendieron hacerse de las dehesas que
disfrutaron las órdenes religiosas en la Isla Mayor, nadie pide formalmente las tierras
que disfrutaban los cartujos de Santa María de las Cuevas, concretamente el
Hato de Cartuja que, volvemos a insistir, formaba parte de los bienes de
propios (en realidad comunales de los vecinos de Sevilla y de las siete villas
comuneras, entre ellas La
Puebla y Coria) del Ayuntamiento hispalense a diferencia de La Dehesilla en La Puebla que era propiedad
del monasterio. Ello se debe al regreso de los monjes en 13 de septiembre de 1812
tras un mes escaso de la liberación de Sevilla por el general Juan de la Cruz Mourgeón. Las leyes de exclaustración promulgadas por
José I no habían sido revocadas por las Cortes de Cádiz, por lo que tras unos
meses en el oratorio de San Felipe Neri, con un permiso especial del Gobernador
de las Armas de Sevilla regresan a Santa María de las Cuevas, y en poco tiempo
remendaron el monasterio de los destrozos de la guerra, recuperaron santos,
ornamentos y obras de arte (algunas, las demás se las llevó el mangante del
general Soultz)y, según nos dice Antequera Luengo (5), rehabilitaron y pusieron
en producción su hacienda en los años de absolutismo subsiguientes. Es fácil
suponer que recuperarían parte de la ganadería que dejaron en 1810 en el Hato
de Cartuja y en La Dehesilla
a pesar de los expolios franceses y de la hambruna generalizada que acompañó a
la ocupación. Ya en otro trabajo contamos su paso por La Dehesilla de La Puebla camino del exilio
montados en los caballos padres quedando su simiente en Portugal.
En este
punto es necesario hacer un aparte y llamar la atención sobre el hecho de que
los cartujos, que llegaron a La
Puebla a mediados del
siglo XVII, en poco más de cincuenta años, tenían arrendadas prácticamente a
perpetuidad todas las dehesas comunales del Concejo de la villa, salvo la Dehesa de Abajo. El Concejo
debía arrendar a los monjes dichas dehesas para atender, sobre todo, el pago de
tributos de todas clases que pesaban sobre la villa. Hasta tal punto este hecho
era notorio que en las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada de mitad
del siglo XVIII, los representantes de La Puebla manifiestan que en los ingresos de propios
de la villa entraban anualmente 5.000 reales que es lo que abonaban los
cartujos por todas las dehesas comunales que aprovechaban en exclusividad.
Aunque no hay tados que lo confirmen con exactitud, parece ser que la Cartuja entró en la
Isla Mayor a mediados del XVII, por el
hecho de ser vecinos de Sevilla, vecindad otorgada en 1402, y que desde
entonces habían iniciado el aprovechamiento y explotación del Hato de Cartuja,
cuyo terreno, insistimos, no era suyo, sino comunal.
Cuando
Fernando de la Sierra
se interesa por el hato, nos encontramos, con un hato en funcionamiento con, al
menos, otra dehesa en la Veta
de la Palma con
su apartadero, cuando llegamos al 1 de
enero de 1820 y aquí, muy cerca, en Las Cabezas de San Juan, el general Riego
rebela las tropas que iban a embarcar en Cádiz rumbo a la guerra colonial y
proclama, restaurando, la
Constitución de 1812.
El rey la jura y se restablecen mediante sendos Decretos de 9 y 13 de
abril siguientes los Decretos ya citados
de 6 de agosto de 1811 y 8 de junio de 1813. Pero además, se reponen los Decretos de
exclaustración ordenándose el cierre de todo convento que no tuviera un mínimo
de veinticinco moradores. Al no alcanzarse el número en Sevilla, sus monjes
viajan al monasterio de El Paular, quedando tres o cuatro en Las Cuevas que son
desalojados en 1821 tras una revuelta anticlerical del populacho. Sus bienes,
su extenso patrimonio inmobiliario, se subasta entre 1821 y 1822. El Hato de
Cartuja, que contenía, no lo olvidemos, su ganado y su organización (rabadán,
conocedor, pastores, cercados, gavias, apartaderos etc.), no se subasta, sus
terrenos son de los Propios o del Común del Ayuntamiento hispalense y no
propiedad de los cartujos aunque durante siglos lo hayan disfrutado como de su
propiedad, al igual que los jerónimos.
La
burguesía sevillana o del entorno de Sevilla, sabe dónde los frailes criaban su
prestigioso ganado, cómo los ganaderos más notables de los cincuenta años
anteriores se proveyeron de vacas y sementales de procedencia frailera. También
sabe que una buena parte de la extensísima vacada y torada de José Vicente Vázquez, en el cenit de su
fama, pasta por tierras marismeñas e isleñas. Sabe que para criar toros bravos
necesita buenas extensiones de pastos. Como dice González Arteaga, “ de ello
parece que son conscientes los grande propietarios sevillanos que siguen en su
afán de hacerse con tierras en las islas, más que con intención de ponerlas en
cultivo, con la idea de hacerse con unas buenas fanegas de tierra a poco
precio.”
A Don
Fernando de la Sierra
no se le escapa la ocasión cuando en 1820 se restaura el régimen que surgió en
el Cádiz de 1812: El Ayuntamiento Constitucional sabiendo que no puede mantener
la situación por más tiempo -máxime cuando la Isla Menor es propiedad
privada en su totalidad, casi toda ella en manos de la Compañía de Navegación
del Guadalquivir desde 1815- ya que los
derechos señoriales del Municipio estaban suprimidos y por ende los derechos de
pasturaje de las villas comuneras, el Ayuntamiento, creemos que a pesar suyo,
es el dueño absoluto de la
Isla Mayor. Ello unido a la penuria económica le lleva a deslindar 3.000 aranzadas en 30
suertes de 100 aranzadas cada una y en dos lotes, el primero de 16 suertes en
los terrenos de la Vuelta
del Cojo y Poco Abrigo junto al Brazo de la Torre, tan apetecidos y tan solicitados, antiguas
dehesas fraileras de los isidros y de los jesuitas del Colegio de San
Hermenegildo; las 14 suertes restantes en lo que fue Hato de Cartuja hacia El
Puntal de Maquique. En definitiva,
Sierra se da cuenta que de un solo golpe se puede adueñar de las mejores
tierras fraileras de la
Isla Mayor.
El
pronunciamiento de Riego en las Cabezas de San Juan debió sorprender a los
cartujos con su hato isleño muy recuperado tras ocho años de haberse reanudado
la explotación. Es muy posible que Don Fernando, ojo avizor, con el poder que da el dinero y sus
indudables buenas relaciones con miembros de la burguesía integrantes del Cabildo hispalense, ya avecindado en
Sevilla, entrara en el Hato de Cartuja como ganadero y aprovechara los restos
del ganado frailero allí existentes. Poco tiempo después aprovecha las apreturas del Ayuntamiento para vestir las tropas
constitucionales cuando ya el Duque de Angulema al frente de los Cien Mil Hijos
de San Luís preparaba la invasión. De este modo, utilizando las disposiciones
de un Decreto de 29 de junio de 1822, que repone el de 1813, que reduce a
propiedad particular los terrenos baldíos y de realengo y de propios y arbitrios,
y concretamente lo establecido por su artículo 13, solicita y obtiene las
treinta suertes en que se habían dividido las mejores tierras de la Isla Mayor. A las diez
y seis primeras denomino La
Prosperidad y a las catorce restantes La Abundancia.
¿Fue un expolio?, en principio existía la base
legal. Otra cosa fue la tramitación del expediente; pero no podemos juzgar este
hecho con los criterios jurídico-administrativos actuales en cuanto a
publicidad, libre concurrencia, transparencia, etc., porque prácticamente no
existían en la época. Otra cosa también fue el incumplimiento de los pagos por
parte de Don Fernando que demostró el mismo desahogo que los otros expoliadores
de la Isla,
perfectos representantes de la
inmoralidad pública tanto de la revolución liberal del trienio como de
los diez años de absolutismo retrógrado, revanchista y arbitrario que vinieron
después.
A pesar de
los intentos de recuperación posterior por parte del Ayuntamiento, Don
Fernando, protegido por el Asistente Arjona, consigue de Fernando VII una Real
Orden de 21 de mayo de 1825 confirmatoria de la enajenación y que lo mantiene
en la posesión de un predio Isleño muy
grande; lo que nos da idea de los buenos agarraderos que tenía.
En la
escritura que otorga el Ayuntamiento figuraba la obligación de dos pagos en las
dos anualidades siguientes quedando, además, las fincas sujetas al pago de un
censo anual, obligaciones que incumple en buena medida Fernando de la Sierra por lo que no tiene
un título de propiedad liberado de los pagos no cumplidos ni las fincas
liberadas del censo, por ello debe hablarse de expolio con toda justicia. Así, cuando muere sin sucesión lo hereda su
sobrino Joaquín de la Concha
y Sierra y cuando fallece éste, también sin sucesión directa, lo heredan sus
sobrinos Joaquín Pérez de la
Concha y Fernando de la Concha y Sierra. Pues bien, el albacea y
heredero, Joaquín Pérez de la
Concha, al partir la herencia en 1862 tiene que inventarse un
título y le exhibe al notario una trascripción del ya indicado Decreto de 1822,
que el fedatario transcribe y a
continuación declara cómo se divide el gran fundo marismeño: La Prosperidad para el
compareciente y la
Abundancia para Don Fernando de la Concha y Sierra, su primo
(6).
¿Para qué
se inventa aquel título? Porque carecía de uno que pudiera inscribirse e intentaba
inscribir la indicada manifestación como título de propiedad en la Contaduría de
Hipotecas, antecedente inmediato del actual Registro de la Propiedad. Esta
inscripción no se despachó por el Contador de Sevilla ni por el de Sanlucar la Mayor, a la sazón Ildefonso
Pérez Junquitu, propietario isleño que conocía la historia. Hubo que esperar bastante tiempo para
inmatricular la finca.
Don
Fernando, si bien es verdad que comenzó a realizar las mejoras prometidas y en
el plano que levanta Agustín de Laramendi en 1829 de la Isla Mayor (7) aparece
un canal recientemente construido que parte por la mitad La Abundancia, con una
construcción junto al río para la instalación de bombas de vapor para el desagüe, y con parte del cortijo ya
prácticamente concluido; también es verdad que se aprecia
una división en cerrados mediante gavias; apenas aparecen cultivos y la
disposición de los terrenos se nos antojan los propios de una gran explotación
ganadera extensiva –la misma que debieron poseer los cartujos- sólo que
mejorada por las instalaciones de desagüe de los lucios interiores. De
cualquier modo, a partir de 1825 su sobrino Joaquín de la Concha y Sierra lleva en
arriendo tanto La
Prosperidad como La Abundancia.
La
afirmación de que Fernando de la
Sierra aprovechó los restos de ganado cartujo no podemos
basarla más que en deducciones lógicas, pues carecemos de documentación. En
esta época, y posteriormente, las fincas se transmitían con todo lo que tenían
dentro, ganado incluido, por lo que no aparecían referencias.
Es Don Joaquín, arrendador primero, y heredero
después, el que se tiene como fundador oficial de la saga ganadera. De él nos
dice Filiberto Mira (8) que adquiere en 1825 y en la misma Isla Mayor unas
sesenta cabezas de ganado bravío a Curro Blanco, vecino de Gelves, en pago de unos arrendamientos y más tarde
adquiere otra punta de ganado que pasta en la Isla, frente y junto a sus propiedades, de las
conocidas como “Niñas Pérez” de Aznalcollar. Dice Mira que “más tarde aumenta
su incipiente torada con ganado de más conocido origen”. Nosotros añadiremos
que el ganado de origen desconocido que tenía no era otro que el frailero tanto
del Hato de Cartuja como de San Isidro, mezclado después con el adquirido, que
sin duda tenía un origen parecido. En fecha no determinada, adquiere de la
familia sevillana de origen navarro, Picavea de Lesaca, hembras y machos de
raíz “vistahermosa”, que constituyó el núcleo central de su ganadería y que
debuta en Madrid en 1850, aunque con anterioridad nos lo encontramos en Sevilla
el mes de abril de 1844, repitiendo un año tras otro hasta su muerte en 1861.
Esta raíz “vistahermosa,” mezclada con sangre failera, es la que caracterizó la
ganadería de Pérez de la Concha,
distinta como veremos, de la de Concha y Sierra de raíz “vazqueña”.
En 1861
fallece sin sucesión directa Don Joaquín de la Concha y Sierra y lo
heredan sus dos sobrinos: el mayor,
Joaquín Pérez de la Concha,
y un menor de edad que en las particiones realizadas el año siguiente, 1862,
está representado por su madre y tutora, Doña Rosalía de la Sierra, que había quedado
viuda prematuramente.
Joaquín
Pérez de la Cocha,
además de la mitad de las tierras isleñas, es decir, La Prosperidad (Vuelta
del Cojo, Vuelta de la Torre,
Puntal de San Isidro), hereda la ganadería brava, muy prestigiada entonces y en
funcionamiento. Ya trabajaba con su tío en las labores ganaderas y aparece, sin
solución de continuidad, en los carteles de la Real Maestranza
(9) como ganadero desde el año siguiente, advirtiendo en ese primer año su
procedencia. A partir de aquí, y después con sus herederos, especialmente Tomás
Pérez de la Concha,
esta ganadería contribuyó notablemente a la brillantez de la fiesta en la
llamada edad de oro del toreo y después en la posteriormente llamada edad de
plata, aunque estas denominaciones acuñadas por los autores creemos resultan de
todo punto subjetivas.
El fundo
ganadero queda dividido por primera vez discurriendo ambas ramas de la familia
por caminos distintos, aunque paralelos. Así, al menor, Fernando de la Concha y Sierra le deja la
otra mitad de las tierras isleñas, es decir, La Abundancia (antiguo
Hato de Cartuja) y también la
Dehesa del Juncal, procedente de una adquisición a los
Propios de la villa de Aznalcazar, muy próxima a Isla Mayor, lindante por su
extremo sur con Casanieves y los Llanos de la Tiesa, a la que se accedía con facilidad por el
puente construido por su tío sobre el Brazo de la Torre. En estas dos
fincas, eminentemente ganaderas, debería existir ganado bravío primitivo de
procedencia frailera y durante la menor edad de Fernando sería su primo mayor
el que llevaría la administración de ambas.
En 1873,
convertido en un hombre joven y emprendedor dedicado fundamentalmente a asuntos
comerciales propios de esa familia, decide hacerse ganadero a lo grande,
comprendiendo lo deteriorado de su cabaña. No elige un ganado cualquiera, sino
aquel que recuerda perfectamente haberlo visto en su infancia pastar en la
planicie isleña, de capa variopinta, fuerte, poderoso y bello; ganado con un
fuerte componente frailero y bastante distinto del de su primo Pérez de la Concha. El emprendedor
Fernando tiene buenos ejemplos de ganado semejante de la misma procedencia:
frente a la Abundancia,
al otro lado del río y en lo que todavía es Isla Menor (hasta la apertura de la Corta de los Jerónimos en 1888)
se encuentra pastando ganado bravo en una extensa finca de más de 2.800 has.
nada menos que Miura, ya gran hacendado en la campiña y ganadero muy
prestigioso, mediante arriendo a la
Compañía de Navegación del Guadalquivir (dueños de la Menor por concesión de Fernando
VII en 1815) y después a los adquirentes de la misma (Fernández Peña y Lasso de
la Vega). Esta
finca, por su extensión, ocuparía el cerrado de La Esperanza, hoy junto al
caso urbano de Isla Mayor, antiguo cerrado dieciochesco del Conde del Águila,
integrando también el antiguo Hato de San Pablo (de los dominicos de San
Jacinto en Triana) cuya vadera se situaba a la altura de La Charra; es decir, que
abarcaba gran parte de la actual Isla Mínima. El ganado de Miura es el que con
mayor pureza conserva la sangre frailera (cartujos y dominicos) y precisamente
parece que buscó aposta su pasto originario.
Fuera de la Isla Mayor, pero pegado
a ella y con uno de los cerrados, Junquitu, dentro de la misma, nos
encontramos a Moreno Santamaría con
ganado de raíz Gallardo y Cabrera, vía Laffite y Gallardo Castro, que mantiene
entonces sangre frailera en grandes dosis. Y no digamos Pablo Romero, con
ganado de la misma raíz que la anterior, que ya pastaba en Partido de Resina y La Sarteneja, lindante esta
última con el Brazo de la
Torre.
Fernando,
queriendo fundar una ganadería de prestigio, recordaría el ganado “vazqueño”
que vio pastar en su niñez. Por estas fechas, dos de las cinco partes en que se
dividió la ganadería de Don Vicente José
Vázquez, tras su muerte en 1830 (10) sin sucesión y sin testar, está en manos
de los Taviel de Andrade que pastan toros en la Isla Menor. Sabe del
gran prestigio de esta estirpe de la que se nutrió la Real Vacada de
Fernando VII, pasando después a los Duques de Veragua y Osuna. Los más viejos
de la Isla le
han contado cómo las vacas y toros que partieron por la Cañada Real hacia
Aranjuez se reunieron en Casluenga (antigua propiedad cartuja) y en Casnieves,
frente y junto a la Isla Mayor.
Sabe que para entrar en el difícil mundo de los toros, es mejor hacerlo pisando
fuerte y en 1873 adquiere las dos partes de ganado “vazqueño” de los Taviel de
Andrade, trasladándolo a La
Abundancia, contando con la Dehesa de Juncal como apoyo para su pasturaje.
Estas reses de Taviel de Andrade no diferirían mucho, en cuanto a su
aspecto, de las que contemplábamos en
nuestra adolescencia desde el muro del canal de riego de El Mármol.
Pasada la
mitad del siglo XVIII, Gregorio Vázquez, utrerano, crea una ganadería reuniendo
reses de Benito Ulloa, Cabrera y Juan José Bécquer, todas ellas procedentes de
las tan repetidas ganaderías de los conventos y monasterios (cartujos,
dominicos, agustinos, isidros) y fue su
hijo, el verdadero artífice de la estirpe, el que prevaliéndose de su condición de diezmero, logra hacerse con
algunas vacas del Conde de Vista Hermosa que cruza con sus toros. En opinión de
los entendidos, la variedad en sus características que presenta la estirpe
“vazqueña” se debe a su fuerte mestizaje.
NOTAS
1.- A.M. Bernal. “La financiación de la Carrera de Indias
(1.492- 1.824)”. 1.993.
2.- J. González Arteaga. “Las Marismas del Guadalquivir. Etapas de su
aprovechamiento económico”. 1.994.
3.- M. Rodríguez Cárdenas. “Historia de la Isla Mayor del
Guadalquivir”. 1.994.
4.- J. Grau Galve. “La
Ermita. Notas para la historia de la Isla Mayor”. 2.002.
5.- J.J. Antequera Luengo. La Cartuja de Sevilla. 1.992
6.- Archivo de Protocolos de Sevilla.
7.- Instituto de Cartografía de Andalucía.
8.- F. Mira.- “El toro bravo” (Hierros y encastes). 1.978.
9.- A. de Solis. “II Anales de la Real Plaza de Toros de Sevilla. 1.836-1.834”. 1.992.
10.- J. López del Ramo. “Las claves del toro”. 2.002.
- I I -
El flamante
ganadero tarda nueve años en debutar en Madrid con notable éxito (1882), apenas
cinco años antes de su muerte prematura. Nunca en este tiempo lo encontramos en
los carteles de la
Maestranza, sin que sepamos el motivo. Lo que si sabemos es
que entre la compra del ganado y su fallecimiento se ocupa de constituir un
fundo exclusivamente ganadero, que había estudiado sin prisa, esperando la
ocasión de adquirir fincas situadas en el mejor sitio en relación a La Abundancia y a Juncal,
que de algún modo nos recuerda el sistema de pasturaje de los frailes. No
olvidemos que en la constitución de este fundo se integran desde Fernando de la Sierra y hasta él mismo,
sesenta años después, tierras provenientes de los propios concejiles y de desvinculaciones de la nobleza, relacionadas
de algún modo con bienes eclesiásticos, no difiriendo en ello de gran número de
hacendados de la Baja
Andalucía; hacienda que llega a nuestros días en muchos
casos. Esto nos lleva a pensar que la especialización en lo bravo iniciada a
finales del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX, con el interregno de la
guerra contra el francés, no hubiera podido continuarse sin la decidida
intervención de comerciantes, banqueros y, en definitiva, plutócratas que
aprovechándose de los favores de un monarca absoluto y arbitrario, primero, y
de las desamortizaciones después, así como de los apuros de algunas casas
nobiliarias, adquieren grandes extensiones sin saber muy bien lo que era el
campo, sitúan a la tierra en el mercado de capitales, buscan el
ennoblecimento y crían toros bravos por
prestigio social, sin perjuicio del buen hacer de muchos en esta actividad y de
su mucha afición. A veces pensamos que la fiesta de los toros tal como hoy se
concibe, con todo lo que ello supuso y supone, le debe mucho a la caída del
Antiguo Régimen y a la subsiguiente revolución liberal, que a trancas y
barrancas se fue abriendo paso con sus consecuencias buenas y absolutamente
funestas y también, no lo olvidemos, a la implantación del ferrocarril, al
avance de la veterinaria y a la divulgación de pequeños inventos, como el
alambre de espino, medicamentos, etc. Y desde luego, como destaca Domínguez
Ortiz (11), la construcción de numerosas
plazas de toros tras la revolución liberal, abolidos los obstáculos que los
Borbones, poco aficionados a la fiesta, ponían a su edificación.
Fernando
había puesto sus ojos en una serie de fincas colindantes entre sí, regadas por
el Guadiamar y en un lugar donde confluían los términos de Sanlúcar la Mayor, Olivares, Gerena y
Aznalcollar. Están en venta; pertenecen a una familia de hacendados sevillanos,
los Pereyra Pereyra, herederos de José Pereyra de la Torre, que ocupó cargos en
el Ayuntamiento de Sevilla en la época en que también lo hizo Joaquín de la Concha y Sierra, unas veces
con los moderados y otras con los progresistas, según corrieran los vientos, un
burgués producto de su tiempo que defendía sus intereses. Las fincas
perfectamente situadas, se comunican con la Isla mediante toda una red de vías pecuarias a
una jornada escasa de andadura para el ganado.
La
escritura de compra es autorizada por el notario de Sevilla, Don Antonio Valverde,
el 26 de diciembre de 1881 (12), adquiriendo:
El Cortijo
de Carcabosillo, término de Sanlúcar la Mayor de 239 aranzadas (106,85,91 has.).
Casa de
Vacas, Esparraguera y Cabos del Río en término de la antigua villa de Eliche de
512 aranzadas (228,95,59 has.) A este conjunto se le denomino La Alegría con anterioridad a
la compra.
Las
Mirandillas en término de Sanlúcar la
Mayor de 276 fanegas y 1 celemín (173,97,09 has.).
Es decir,
que al conjunto de unas 1.000 has. que sumaban La Abundancia y Juncal, se
añaden con destino a la cría del bravo, unas 500 has. más. Los Pereyra retienen
en su poder otras fincas próximas dedicadas a cereal (especialmente Soberbina)
y se deshacen de la tierra adehesada. En estas tierras hubo un intento fallido
de José Pereyra de la Torre
de convertirse en ganadero tras la compra a Luis Durán de su ganadería,
purísima “vistahermosa”. Toros suyos se llegan a lidiar en la Maestranza como
testamentaría de José Pereyra, tras su fallecimiento, desapareciendo después de
los carteles sus herederos.
Sabemos,
pues, lo que compra Fernando, veamos cómo lo financia: El mismo día 26 de
diciembre y en la sede del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla,
obtiene un préstamo de 175.000 pesetas, cantidad considerable para la época, que
se le entrega en “dinero contante y sonante”, es decir, en monedas de oro y
plata de curso legal en varias bolsas de cuero y que el debe devolver también
en el mismo metal y nada de papel moneda actual o de futura emisión. En
garantía de la devolución del préstamo constituye hipoteca a favor de la
entidad financiera sobre las fincas adquiridas ese mismo día, hipotecando
también la Dehesa
del Juncal que recibió en herencia de su tío como ya sabemos. Certifica los
acuerdos del Monte su Secretario Contador que no es otro que Don Antonio Miura
y Olmedo, abogado, ganadero y muy amigo de la familia. Autoriza la escritura el
notario Don Ildefonso Calderón y Cubas (13). En el mismo instrumento público se
divide la responsabilidad del préstamo entre las diferentes fincas hipotecadas
y se establece un interés del 6% anual y la devolución en dos años de tan
respetable cantidad con sus intereses. Evidentemente no era un regalo.
En la
escritura llaman la atención dos omisiones: la primera es que no se hipoteca La Abundancia, y ello tuvo
que ver con la ausencia de inscripción de dicha finca en esta fecha, ya vimos
que Don Joaquín Pérez de la
Concha tuvo que inventarse un título al partir la herencia de su tío para intentar la
inscripción; la finca se inmatricula en
los tiempos de su viuda. La segunda cuestión llamativa es la ausencia de
declaración del carácter en que se hacía la compra. Fernando no adquirió para
su sociedad de gananciales cuando ya se encontraría casado con Celsa Fontfrede,
hecho que no sabemos con seguridad.
Debemos
detenernos ahora en examinar cual era la procedencia de las fincas. En 1820 y 1821,
Carlos Stuart, Duque de Berwick, Liria y Alba, casado con Rosalía Ventimiglia y
Moncada, exiliado en Nápoles, solicita del financiero Gregorio Gómez de la Fuente una muy considerable
cantidad. Por estas fechas la
Casa de Alba las está pasando apretadas a pesar de su enorme
patrimonio en toda España. Partidario el duque de José I, tuvo que exiliarse y
debido a los Decretos de 1811 y 1813 del Cádiz constituyente y también por el
Estatuto de Bayona del rey intruso, se suprimen los derechos señoriales. Aunque
fue una llamada de aviso, pues en 1815 se restaura el régimen absolutista.
Cuando Riego se pronuncia el 1 de enero de 1820 en las Cabezas de San Juan y se
restaura a su vez el régimen constitucional, vuelven a entrar en vigor los
consabidos Decretos. El duque, al que los acontecimientos han pillado con el
paso cambiado, acude a diversos prestamistas y, entre otros, al citado Gregorio
Gómez de la Fuente,
que formaba parte de un grupo de banqueros españoles afincados en Francia y de
procedencia o con vinculaciones en Cádiz y ya conocidos por estas tierras como
Alejandro Aguado y Felipe Riera, entre otros, que acompañados a la guitarra por
el intelectual afrancesado Javier de Burgos y por el jurisconsulto Sainz de
Andino hicieron muy buenas migas, buenos negocios y mejores apaños con el
ministro de Hacienda de Fernando VII, durante muchos años, Luis López
Ballesteros (14).
El duque
realizó algún pago parcial de intereses, hasta que en 1825, consolidado
nuevamente el régimen absolutista, Fernando VII decretó la intervención de la Casa y Estados de Alba,
debido al fuerte endeudamiento. Debió también influir en la decisión la
manifiesta antipatía del rey hacia la poderosa Casa desde su primera juventud.
En 1833, año en que muere el rey, se incendia el palacio de Liria en Madrid y
se destruye por el fuego gran parte del archivo. En 1834, la reina Maria Cristina levanta la
intervención, comenzando un largo proceso para concretar la deuda en una serie
de bienes pertenecientes al Condado-Ducado de Olivares, en poder de la Casa tras la muerte sin
sucesión de Don Gaspar de Guzmán, el famoso Conde-Duque ministro de Felipe IV.
La tierras de Olivares estaban vinculadas a un mayorazgo fundado por Pedro de
Guzmán en 1563 y, por tanto, en manos muertas, no podían enajenarse. No obstante en 1843, la reina gobernadora
ratifica un Decreto de 1829 que permitía vender bienes vinculados. En ese año
nos encontramos con otro Carlos Stuart, menor, sucesor del anterior,
representado por su madre y tutora y por una serie sucesiva de curadores ad
litem y ad bona. También nos encontramos con la viuda y sucesores del Gregorio
Gómez de la Fuente
repartidos por Valencia, Versalles y Amberes. Total, un lío.
Pues bien,
en esa fecha, la familia Gómez de la
Fuente adquiere en pago de su crédito una serie de fincas
desvinculadas del Condado Ducado de Olivares:
Sobervina,
procedente del Repartimiento de Sevilla, Huerta de Marrús y Vega de los
Caballos, en término de Olivares.
Cortijo de
Carcabosillo, en término de Sanlúcar la Mayor.
Las
Esparragueras, Cabos del Río y Casa de Vacas (conjunto que luego se denominó La Alegría), en término de la
villa de Eliche
Dehesa de
Crespin en términos de Sanlúcar y Aznalcollar.
Diez años
después, en 1.853, el lote, en su totalidad es adquirido a los Gómez de la Fuente por José Pereyra de la Torre para sus cuatro
hermanas y es repartido. En esta escritura y procedente de la anterior nos
encontramos con una serie de documentos insertos. El primero, testimoniado en
1.752, es el privilegio otorgado por Alfonso X en Jerez y fecha de 1.268 a favor de Ruy
González de la Cámara
mediante el cual le hacía donación de Sobervina y Estercolinas (Olivares).
Otro
documento testimoniado es una escritura de trueque de 1.494 otorgada por la
duquesa de Medina Sidonia, Leonor de Mendoza, viuda de Enrique de Guzmán, y por
el abad del monasterio de San Isidro en Santiponce, mediante el cual la duquesa
cambia la Dehesa
de Crespin, entonces propiedad de los monjes, por tierras en Villanueva del
Camino. Los monjes isidros (jerónimos) habían adquirido diez y ocho de las
veinte partes de la Dehesa
de Crespin, apenas seis años antes, en 1.488, sin duda debido al tamaño que
había adquirido su cabaña. La fecha del cambio con la duquesa coincide con el
recrudecimiento del largo pleito con el
Ayuntamiento de Sevilla que trataba de desalojar o reducir la ocupación de
terrenos en la Isla Mayor
por parte de los monjes y que debieron entonces ampliar la zona de pasturaje al
sitio de los Jerónimos, además de San Isidro que ya ocupaban desde la fundación
del monasterio, dos de las mejores zonas de la Isla. El pleito acabó con
una carta orden de Juana I de Castilla (la loca), con fecha de 1.513.
Inserta
también un documento de 1.538 mediante el cual el rey dona a Pablo de Guzmán,
Conde de Olivares, las villas de Eliche y Castilleja (de Guzmán) desmembradas
de la Orden del
Alcántara. Otro referente a la fundación del mayorazgo. Otro consistente en una
ejecutoria ganada por el Estado de Olivares con fecha de 1.665 al Concejo de
Sanlúcar la Mayor
sobre el cortijo de Carcabosillo en término de Olivares. Es sobradamente
conocida la ocupación de predios concejiles por parte de la nobleza desde
finales del siglo XVI, produciéndose largos pleitos que acababan casi siempre
en perjuicio de los pueblos. Además la fecha de la ejecutoria indicada coincide
con el apogeo del poderío de Don Gaspar de Guzmán que amplió el Ducado incluso
a costa de la tierra de la propia Sevilla.
Estas
fincas vinculadas al mayorazgo de Olivares estaban próximas o otras propiedad
de la Casa y no
vinculadas, con administración conjunta,
así La Coriana,
repartida a los pobres tras la muerte de la duquesa Cayetana, la que, dicen,
pintó Goya, y también La Pizana, en término de
Gerena que juntamente con otras, había sido adquirida por el duque, padre de
aquella, de las temporalidades de los jesuitas tras su expulsión en 1.776 y que
por los libros de contabilidad conjunta sabemos que los toros bravos
correspondientes a esa explotación los tenían en la Isla . Ya expusimos en otro
trabajo cómo el duque aparece como ganadero una vez en la Maestranza a finales de
siglo y luego su hija, desapareciendo después, sin que el marqués de Tablantes
(15) ni Antonio de Solís nos den más noticias de las actividades taurinas de la Casa.
Situada en
medio de las fincas adquiridas por los Pereyra de la Torre, existía una dehesa
nombrada Las Mirandillas, término de Sanlucar la Mayor y titularidad de los
Propios de esa villa. Tras las leyes desamortizadoras del ministro Pascual
Madoz, la oligarquía sevillana entra a saco en los bienes concejiles, como
antes lo hiciera con los eclesiásticos. José Pereyra de la Torre, adquiere en venta
judicial el 11 de abril de 1.867 (16) la citada dehesa. Esta lindaba con veredas de carne, el río Guadiamar, el arroyo
Tardón, el Cortijo de Carcabosillo y con el conjunto que ya se denominaba La Alegría, con lo que se
redondea un importante fundo con tierras de pan sembrar, olivares y dehesas.
Pues bien,
son estas tierras de dehesas las que adquiere Fernando de la Concha y Sierra a los
herederos de José Pereyra de la
Torre. Y que junto con
las que heredó de su tío, constituyen una hacienda rural típica decimonónica,
formada por hombres cuya actividad principal era el comercio. De este modo, el
fundo ganadero de Fernando proviene en dos terceras partes de los Propios de
Sevilla, Aznalcazar y Sanlúcar la
Mayor y una tercera parte de la desvinculación de un
mayorazgo nobiliario, el Condado-Ducado de Olivares.
Apenas seis
años después (1.887) fallece prematuramente Fernando de la Concha y Sierra, dejando
una viuda, Celsa Fontfrede Blázquez
significativamente más joven que su esposo, y dos hijos menores,
Fernando y Concepción. A partir de aquí comienza una difícil andadura del fundo
ganadero tan recientemente formado y que su mantenimiento fue consecuencia
directa del éxito de la ganadería. Así todos los autores taurinos consultados
coinciden en que fue su viuda quien hereda a Fernando. Nada más erróneo. No
hemos encontrado el testamento de este hombre –es cuestión de paciencia- pero
por documentos posteriores y por aplicación de las reglas sucesorias sabemos
muy aproximadamente lo que ocurrió. A Fernando, como es natural, lo sucedieron
sus hijos. No sabemos los bienes gananciales que se dividieron pero
posiblemente no existieran tales bienes. La Abundancia y la Dehesa del Juncal eran
bienes privativos, eso es evidente, y las adquisiciones a los Pereyra
Pereyra no debieron incluirse en la
sociedad legal de ganaciales. Su viuda heredaría la cuota viudal es decir el
tercio de los bienes relictos en usufructo tras las bajas correspondientes,
manteniendo la nuda propiedad de dicho tercio sus herederos legítimos, es decir
sus dos hijos menores. No sabemos si dejó prevista curaduría para los mismos.
Es muy posible que la cuota viudal en usufructo se concretara en la casa
sevillana de Calle O ´Donell, antigua de Las Muelas.
Si sabemos
en cambio, que La
Abundancia se la dejó a su hijo Fernando de la Sierra Fontfrede
y que las demás tierras se las dejó a su hija Concepción.
¿Y la
ganadería brava? Veamos lo que pasó: Don Fernando fallece antes de pagar
totalmente el préstamo del Monte. De la cantidad inicial de 175.000 pesetas
pagó solamente 120.000 pesetas con sus intereses liberando la Dehesa del Juncal. Fue su
viuda, Celsa, la encargada de pagar las 55.000 pesetas que restaban con una
abultada cantidad correspondiente a los intereses de al menos cuatro años y
medio. Una cantidad importante para la época. Así, en 12 de abril de 1.890,
autorizada por el notario Don Ildefonso Calderón y Cubas (17), el Monte de
Piedad otorga escritura de carta de pago y cancelación de hipoteca a favor de la viuda de Fernando de la Concha y Sierra. El
Secretario Contador que certifica los acuerdos de la entidad es el mismo Don
Antonio Miura y Olmedo. En los antecedentes de la escritura podemos leer: “.....que
la única baja que habría de hacerse al caudal relicto, consistía en la cantidad
de cincuenta y cinco mil pesetas, que se adeudaban al Monte de Piedad y Caja de
Ahorros de esta Ciudad, como resto del préstamo de ciento setenta y cinco mil
pesetas que hizo el expresado señor Don Fernando de la Concha y Sierra. Terminados
los supuestos se estableció el inventario general de los bienes en el que se
comprendieron las fincas descritas y concluido en inventario se hizo la baja indicada
adjudicándosele a la señora viuda, Doña Celsa Fontfrede, para el pago de la
misma, la ganadería brava, según todo resulta....” Por todo ello podemos afirmar que Celsa no
hereda a su marido, sino que paga la ganadería –unas ochenta mil pesetas que correspondían
al principal mas los intereses- es
decir, que la adquiere a cambio de liberar de la carga hipotecaria las fincas.
Nos encontramos con una ganadera que no tiene dehesas en propiedad, se serviría
de las de los menores hijos como es natural, pagando la renta que
correspondiera.
A partir de
la muerte de Fernando nos encontramos a Celsa como ganadera de primer orden en los carteles, anunciándose al
principio como Celsa Fontfrede casi siempre. La frecuencia en anunciarse como
Viuda de Concha y Sierra se produce después de la muerte en 1.894, de Manuel Garcia Cuesta “Espartero” con quien
aparece unida poco después de enviudar y de quien tiene una hija, Pilar, y
sobre todo tras la muerte de su primogénito, Fernando, en 1.905.
Los últimos
años del siglo XIX son de una agotadora actividad ganadera; los toros de la
viuda son solicitados por todas las plazas importantes. La explotación esta
dirigida con todo rigor por Celsa a
pesar del duro golpe que para ella debió suponer la muerte del “Espartero” en
la plaza de Madrid. El fundo ganadero estaba en una sola mano con independencia
de la titularidad de los distintos bienes. La cosa empieza a cambiar cuando su
primogénito, Fernando, contrae matrimonio con Dolores Muñoz de la Prada. La unión no funcionó
y, meses después de la boda, Dolores
solicita la separación judicial de su marido. Fernando solicita el divorcio
ante el Tribunal Eclesiástico y pierde el pleito. Este joven llevó siempre una
vida cómoda y sin preocupaciones, era un sportman, como lo califica
encomiablemente un periódico cobista de la época, motaba bien a caballo, un
consumado garrochista, según el periódico, gran cazador, etc. En fin, que no
trabajaba. Contrae una grave enfermedad y muere muy joven en 1.905 con deudas
muy abultadas a las que hizo frente su madre, como es natural. A la viuda
Dolores, que vivía separada, le falto tiempo –veinte días después del óbito-
para pedir la intervención de los bienes que constituían el caudal relicto
iniciando pleito de testamentaría que finaliza cinco años después. Fue un
pleito bastante tonto, pues no habían bienes gananciales, ni Dolores
aportó nada al matrimonio. La heredera
de Fernando era su madre (18) pues el difunto no tuvo hijos con Dolores. Por
ello Celsa, ahora sí, hereda La
Abundancia, pero ninguna finca más. Dolores tuvo derecho a la
cuota viudal, es decir, el tercio del caudal relicto en usufructo una vez se
hubiesen hecho las bajas legalmente admitidas. En estas bajas entraba la deuda
que Fernando meses antes de morir reconoció notarialmente a su madre que
alcanzaban un valor del cincuenta por ciento aproximadamente del que se tasó La Abundancia. A todo
ello hubo que añadir los gastos de última enfermedad de su hijo y otros más. Es
decir, que seguramente la cuota viudal la liquidaría Celsa con una cantidad de
dinero no superior a los veinte mil duros.
A partir de
aquí, la buena relación con sus hijas -Concepción hija de Fernando de la Concha y Sierra y con
Pilar, hija de Manuel García Cuesta “Espartero” – permitió a Celsa mantener la
ganadería siempre en primera fila, hasta su muerte en 1.929, a la que sucedió su
hija Concepción, también viuda prematuramente, que continuó con mano férrea la
dirección de la ganadería hasta mediados de los sesenta del pasado siglo XX..
Resulta sorprendente que esta ganadería histórica se mantuviera en candelero
durante ochenta años repartiendo su dirección a lo largo de este tiempo entre dos mujeres que desarrollaron su actividad en
la viudez, que trabajaron en solitario,
dos viudas admirables , Celsa Fontfrede
y Blázquez y Concepción de la
Concha Sierra y Fontfrede.
NOTAS
11.- A. Domínguez Ortiz. “Andalucía, ayer y hoy”. 1.983
12.- Archivo de Protocolos de Sevilla.
13.- Archivo de Protocolos de Sevilla.
14.- E. González López. “Luis López Ballesteros (1.782-1.853) Ministro
de Hacienda de Fernando VII”. 1.986.
15.- R. de Rojas y Solis. “Anales de la Plaza de Toros de Sevilla
(1.730-1.835)”. 1.917.
16.- Archivo de Protocolos de Sevilla.
17.- Archivo de Protocolos de Sevilla.
18.- Registro de la
Propiedad.
Magnífico artículo y ,como siempre, estupendamente documentado. Gracias primo.
ResponderEliminarTrabajo excelente.
ResponderEliminarImpresionante documento. Muchisimas gracias. Soy descendiente de de Celsa Fonfrede --> Pilar Gracia fue mi abuela paterna.
ResponderEliminarEnhorabuena por su Blog.
Pilar si quieres ver documentación recuperada de la abundancia pregunta en la biblioteca de Isla Mayor, juanjo.
ResponderEliminarSabe usted de mi familia muchisimo mas que yo!!! Todos los
ResponderEliminarDias se aprende algo. Soy sobrina de la Viuda de Concha y Sierra. Y biznieta del Espartero.Gracias por la informacion.