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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1955 - Tiroti

lunes, 25 de junio de 2012

Memoria del desarraigo - 1955 - Tiroti


1.955

      La Viajera atropelló al Tiroti  una tarde ensombrecida por la quema del pasto en el arrozal. Espesas columnas de humo, alternando el blanco purísimo con toda la gama de grises y sepias, se levantaban desde Casa Alta hasta la Viuda y desde el Carmen a Bermejo. Cuando la tarde cayó se iluminó el llano con destellos rojos, anaranjados y azules, mientras seres luciferinos atizaban y propagaban diligentes el fuego por los montones,  llevando el pasto ardiente ensartado en bieldos de hierro, y dejándose la piel de las canillas en los muñones de los piquetes de arroz.  Ausente la brisa, dejó al humo formar estratos inmóviles y un aire de fumadero atascaba los pulmones.  Durante más de una hora un perro aulló tras el muro del Canal Grande y un autillo atalayado en el poste telefónico de la Compañía repitió intermitentemente un melancólico “¡piuuu... piuuuu...!”  de mal fario.
     
      Don Antonio le firmó el certificado de defunción y José, el sacristán que cantaba latines por martinetes, le chapuceó un ataúd con los tableros de un embalaje que exhibía, impresas en colorines, dos manos estrechándose y una bandera norteamericana.

      Sólo muerto pudieron vestir al Tiroti, porque de vivo se arrancaba a gañafones cualquier prenda que el pusieran. Recorría los caminos descalzo con un saco sujeto a la cintura por una guita  y dos velas de moco al viento. Hacía el camión con un trotecillo de pies planos. Llevaba entre sus dedos el cambio, el arranque y hasta un pito imaginario. De su pecho abombado salían los rugidos de un motor renqueante o alegre, según las circunstancias, y recorría los caminos de la Isla ajeno al bullir del tiempo.

      Una cabecilla simiesca del tamaño de un meloncillo de segunda flor emergía entre los pliegues de la vieja chaqueta varias tallas mayor, y unos pies enormes, descalzos y apezuñados, sobresalían casi un palmo por el borde del ataúd. Las comadres lo asearon como pudieron para que no pareciera más espantoso entre suspiros de resignada conmiseración –“Miralo, que doló, si parese que esta vivito”- y Doña Pepita, la maestra, dirigió el Rosario para que aquel inocente, que estaba en el cielo, rogara por sus almas pecadoras.        

      Junto a un carburo esquinado en el barracón, los hombres fumaban y se pasaban una botella con caña de vinazo pileño. Entre las mujeres, Doña Pepita desgranaba las avemarías elevando su voz de ángel sobre el ligero murmullo. Le costaba apartar los ojos del médico, hombretón cetrino de mirada profunda. Después de ofrecer el cuarterón gibraltareño, el médico rascó también la picadura y la vertió en el papelillo con pulcritud; extendió el tabaco; plegó los extremos y con la longitud de sus dedos comenzó a girar el proyecto de cilindro una y otra vez, con parsimonia, hasta que rotó perfecto sobre su propio eje. Doña Pepita estaba ensimismada en aquellas manos de santo barroco y cuando el médico sacó la punta de la lengua para humedecer la gomilla del papel, una oleada de calor le subió desde las ingles hasta las mejillas y los lóbulos de las orejas y se le quebró la voz de ángel al sentir una irrefrenable humedad en la entrepierna.    

      Intentó apartar aquel mal deseo en medio de una gran turbación. El desasosiego posterior resultaría insoportable y de nada serviría correr hasta su casa para azotarse hasta arrancarse la piel, apretarse cilicios o postrarse  a rezar hasta caer rendida. De nada serviría arrodillarse tras la rejilla del confesionario;  la carota de luna llena del simple de Don Sebastián se  ponía del color del rábano cuando se rozaban, siquiera, algunas cuestiones.

      Educada en una familia de funcionarios medios venidos, aún, a menos, había cumplido los treinta cuando comenzó a enfrentarse a la vida en aquel poblado perdido en la Isla. Sus gentes, venidas de todas partes, componían un abigarrado mundo en el que se integraban detritus de la guerra y errabundos saltalindes junto a gentes lanzadas y aventureras con ganas de prosperar, desterrados políticos, presos y licenciados del Tercio y todos, de una u otra forma, unidos por el trabajo como forma de huir de la necesidad, la miseria o el hambre. Cuando la Compañía le ofreció el puesto de maestra decidió consagrar su vida a los niños y al bien. A sus treinta años cumplidos no entendía que la turbación que le producía el médico era la manifestación más pura y primaria del amor y que la inquina contenida contra todas las personas que rodeaban al médico era la simple reacción de una hembra en celo.

      Sentía celos de la matrona, hetária de postín en otros tiempos, oronda y risueña, que acompañaba al médico las noches de invierno a cualquier choza de la Isla en un destartalado charret tirado por un mulo sabio para traer al mundo y sus penas un niño rescatado al hambre. Más de una vez asistió a una cesárea en vivo a la luz de un candil. Juntó cinco hijos robustos entre mancebías y trincheras y los tenía repartidos por la marisma entre el ganado y las labores del arrozal.

     Sentía celos de la vieja Araceli, reseca y negra con bigotes de tratante. El médico se aprendió el nombre que la bruja daba hasta al más minúsculo de los huesos y no componía ninguno sin llamarla. Entonaba un rezo con primitiva jerga  antes de palpar con sus dedos sarmentosos y encallecidos el sitio de la rotura o el disloque y miraba por dentro con  brillantes ojos negros. Cuando discutían sobre el modo de inmovilizar un miembro o tirar de una forma u otra para encajar un hueso, la vieja emitía monosílabos y frases cortas llenas de suficiencia exasperando a Don Antonio que gritaba y gesticulaba, atronando el dispensario hasta hacer temblar los cristales esmerilados de la puerta.

     Sentía celos de Manoli la Coriana, maricón feo y marchoso que tocaba los palillos y cantaba por la Piquer, lavaba las heridas con manos de seda y ponía las inyecciones como banderillas al quiebro.

      Sentía celos, en fin, de todo lo que conformaba el mundo del médico, hasta del mulo resabiado que tiraba del charret y miraba como un hombre. Experimentaba una extraña irritación cuando el médico, entre bromas, le aseguraba que aquel mulo hablaba como un filósofo. De aquel mundo sencillo, desprendido y esforzado que le atraía pero que sus férreos principios le vedaban.

      No podía disimular la satisfacción que sentía cuando la llamaban al dispensario para ayudar o para ser testigo de la honestidad de una mujer que acudía sin acompañante a ser reconocida. Pasaba seria y digna ante la mirada maliciada por el deseo de la hilera de accidentados y enfermos que esperaban en la puerta, sin que la sobriedad de su indumentaria monjil pudiera disimular su esplendor. La proximidad del médico al vendar una herida le entrecortaba la respiración y el olor de su cuerpo le producía un calor abrasador que se le agarraba a los senos hasta producirle dolor. Le irritaba la mirada melancólica y burlona de aquel ateazo desafecto al régimen cuando sus manos se rozaban en un vendaje y hasta él llegaba su estremecimiento mal contenido.

      Al amanecer, aulló el perro de nuevo y cantó el autillo contrapunteado por los gallos, sacando del sopor a los pocos veladores que habían quedado. Se consumía la llama del carburo en una miniatura de explosiones y apareció el sacristán para clavetear la tapa del ataúd. Los golpes del martillo convocaron a los vecinos que trajeron pucherete de café, cebada y achicoria, un colador de calcetín u una botella de aguardiente anisado.

      Los últimos gritos doloridos de la madre coreados por las comadres despidieron al Tiroti cuando los hombres levantaron el féretro a hombros. Don Sebastián ya salmodiaba en la puerta del barracón con voz de eunuco y el sacristán le respondía en latín caló terminando con aire por soleares cada versículo del canto llano.

      Tras el funeral la comitiva se detuvo en la linde del poblado y Feliciano, como un Caronte diligente, amarró la caja en el carro plano, arreó al mulo sabio y fue empequeñeciéndose por el carril trazado con  tiralíneas. A la altura de Casa Alta era un punto borroso casi perdido en la calima.

      Camino de la escuela, Doña Pepita fue cebando la apasionada esperanza de que a la caída de la tarde vería aparecer por la plazuela de la iglesia la figura maricona de Manoli la Coriana para llamarla al dispensario.        
      

Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche

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