Yuuupi, navidadddd
Sobre el
22 de Diciembre la paz se quebraba en la casona. Los Navarritos eran de los
primeros en llegar, junto con los Vicentitos y un poco mas tarde los Silvitos
también aparecían. La Isla Menor, de acuerdo con mi teoría de la falta de
piedras y la monotonía llana de la marisma coteña, tenía más ansiedad de Viso
que los demás.
Siempre,
al llegar, había un primer recelo con los perros, pues Greta era muy agresiva y
parecía eternamente desconfiada y cabreada. Entrabamos por el patio bajando por
la escalera lateral a la cocina. Allí estaba la tía Merche que secándose las
manos, rosas de frio, en el gris rayado delantal, nos daba un beso algo
pinchoso y con la nariz helada ‘¿Com esteu? ¿A segut bo el viatge? Paseu, paseu
que hase frio esta matí. Aneu a vore al yayo que esta en la sala de estar y
arrimeuse al foc,’ Todo del tirón mientras besaba y abrazaba a unos y otros.
Besábamos
al abuelo, siempre oliendo a limpio jabón, sentado en la mecedora a un lado de
la chimenea de hierro. Una mantita ligera le cubría las piernas y el bastón al
lado. ‘En cuanto hayáis descargado las cosas os llegáis al almacén y traéis un
cajón de naranjas que ya le he dicho a Blas que dejaran unas cuantas por allí’.
La llegada
de los Angelitos siempre era espectacular. El señor coche y alguna vez ¡un camión...! con todos los chismes para
una semana de vacaciones. A veces incluía burro y vaca mas una colección heterogénea
de enseres que con el tiempo me recordaría los itinerantes de ‘Las uvas de la ira’. Eran la hostia los
Angelitos.
Los
Juaquinitos también aportaban un número, tanto de primos como de organización.
Era de ver al tío Joaquín estableciendo el cordón profiláctico en forma de paquetes
de vitaminas, desinfectantes y el ojo vigilador de alimentos y bebidas para
toda la prole. No se enternecía ante las humanas demandas quejosas de sus
churumbeles encabezados por Joaquín ‘yo también quiero churissssuuu’
Lo primero
era elegir el cuarto. Los Navarritos se quedaban, padre y madre, en el primero
a la izquierda al subir la escalera que tenia una gran cama, de cabecero y pie
niquelado. Los Angelitos en el del fondo, el del cuadro del Niño Jesús de
Praga. Los Vicentitos en el de enfrente, al lado del de la tía María que tenía
las camas de madera en color rosa. Los Juaquinitos en el gran cuarto que daba
al jardín, de bonitas camas de madera pintada en verde manzana y blanco. Las
niñas ocupaban el del final del pasillo, que también daba al jardín, muy grande
y el de enfrente de este, que daba al patio, era La Comuna, la perrera, el
sollado o como se le quiera llamar, donde dormíamos una cantidad enorme de
primos, de dos en dos, o de tres, si la cosa daba de sí. Era un cuarto muy frio
por dar al Norte, aunque uno de los lados se calentaba bastante por pasar por
allí el tubo de la chimenea del comedor. En el cuarto de lado, a veces, estaban
el tío Juan y la tía Manola, y el siguiente era el de los Armarios, con todas
las posibilidades de miedo que despertaba. Las niñas dormían en el de enfrente,
que daba al jardín y era menos frio. Las chachas dormían en la planta baja, a
la derecha de la cocina en otra gran habitación.
El primo
Juan ya estaba allí. Y después de haber soltado los chismes, traído las
naranjas, salir al jardín, ver la alberca y a Blas y Blasito y las niñas y
María y todo bicho que se moviera, empezaba la decoración de la casa y sobre
todo el montaje del Belén, que por imperativo categórico de la tía María se
montaba en la tarde del 24 de Diciembre, que era cuando comenzaban sus
vacaciones.
Solía
ponerse en la habitación-pasillo anterior al comedor, arrimado a la pared del interior.
Sobre unos caballetes de madera se colocaban dos tablones del tamaño de puertas
y sobre estos se ponía un gran paño que cubría las patas de los caballetes y
los laterales. Luego venía lo de traer los materiales de paisaje. Hacíamos
grupos para cada cosa: unos traerían los corchos, otros piedras de albero y
musgo, también arena, aunque eso no tenía dificultad alguna pues había toda la
que se quería allí al lado. Los mayores, con muchas advertencias de la tía María,
traían los cristales que harían de rio y lago.
Lo del
corcho era misterioso pues cada año cambiaba de lugar, unas veces estaba en el
cuarto de los armarios, otras en el almacén de aperos del patio o en la
cochera, y alguna vez aparecieron en la casilla de la granja. El albero y el
musgo, sobre todo este, abundaban mucho a lo largo del canalón de riego que
había al comienzo del camino hacia la Granja y que llegaba hasta los perales y
membrillos. Era un musgo precioso, verde esmeralda, fragante y húmedo.
Ya
puestos, el corcho y lo paisajístico, después de mucha discusión, en el Viso
nada se hacía a la primera, ni a la segunda (solo obedecer al abuelo), todo
se discutía y si se podía llegar a las
manos mejor, aunque el primer día estábamos todos muy buenecitos y tal y la
cosa marchaba bien.
Por otro
lado, antes de la llegada de la tía María, la tía Bel y las niñas se habían
dedicado a poner adornos por todas partes: tiras de papel de aluminio haciendo
tirabuzones, lacitos de colores, guirnaldas verdes, plateadas, rojas, azules.
Bolas de cristal, campanitas y hojas de mirto. Las luces de colores, que tenían
un enchufe ‘mata-niños’, nunca funcionaban a la primera, y hasta que no nos
habíamos llevado unos cuantos calambrazos no quedaba la cosa en su punto.
Dejábamos
las cosas a medias y pasábamos a comer, los mayores en el comedor y los primos
en la misma habitación del belén.
En algún
sitio tenia que decirlo y va a caer aquí. Era frecuente que pa l’almorsar se
hiciera un ‘arross’ lo que entre nosotros no ‘te res de espesial’. Pero este
era con conejo y yo acabé adiándolo. Y no porque estuviera malo sino por el
estoicismo de mi madre. Las madres de los demás se preocupaban de que ‘els seus
xiquets’ estuvieran bien alimentados. La mía de que comiera de todo. Así el
primo Alberto se merendaba unas ancas de conejo que daba gusto verlas. A mi
siempre me tocaba ‘Cossstillaaaa, mes negra quels collons d’un grillo’. Odiaba
al jodio conejo y nunca como adulto lo he guisado. Mejor para ellos.
Por la
tarde, y con prácticamente un decorador por pieza de belén, se terminaba la
instalación de este. Ovejas gigantes que podían devorar a su pastor convivían
con patos que nadaban en un vaso de agua, campesinos mancos, ganado desorejao,
romanos sin espada. Todo valía y nadie iba a renunciar a poner su figura.
El resto del tiempo transcurría alrededor de
las chimeneas o en las mesas de juego, siendo los mayores los primeros en dar
ejemplo, pues algunos tenían el culo plano de las sentadas de casino que se
pegaban. El rincón de la radio, con la camilla de tapete verde, el abuelo
renegando por lo bajini, mi madre arrasando al subastado, los toscanos del tío
Rafael, las historias del tío Juan y la tía María pidiendo un arrimo de ascuas
para el brasero, quedan en la antología de imágenes de mi niñez.
Los tíos
Navarro, Vicente, Joaquín y Silvio no eran timberos. Mi padre nunca aprendió a
jugar a nada, lo que asombraba al abuelo ‘Che, pareitx mentira, un home
inteligent com eres....’. A cambio organizaba marchas de chiquillería que
tenían un gran éxito. Era clásica la expedición a los cerros cercanos en busca
de tomillo. El tío Vicente se quedaba de guardia en la chimenea y animaba las
parrilladas con buen criterio ‘Ese borrego ya tiene buena cara. Esa panseta
está diguent mintxeume. Che Manolo ¿Por qué no arrimas un poc de pa de la
cuina?’. El tío Silvio con su vasito de ‘peleón’ se daba de vez en cuando una
vuelta por la timba, o por la de los chavales, o se dejaba caer por la chimenea
entre ‘Cheries’ bien repartidos a izquierda y derecha. El tío Joaquín, siempre
elegante, leía algo y no dejaba de vigilar la profilaxis de todo lo que fuera a
la boca de sus polluelos.
Los demás
jugábamos a lo que fuera, pero con una baraja para 8 jugadores todo iba muy de
prisa, como si fuera la superpole de formula 1. Un par de vueltas y listo.
Tampoco en el parchís se arreglaba aquello mejor, pero lo cierto es que
aguantábamos lo que fuera por estar jugando aunque de vez en cuando ‘Che, a ver
quien es el valiente que se trae unos troncos para la chimenea’ y allá que
íbamos Rafa y yo seguro, y si Joselu no se estaba dando hostias con Perico y
Manolo, también venía.
Las niñas
eran más ecológicas y jugaban al aire libre, sobre todo al ‘pique’, en la
explanada que precedía a la cancela de entrada en el patio. Lo primero era
buscar una buena piedra, con su peso exacto y que resbalara ni más ni menos. El
viso no era muy rico en esas piedras y había competencia por las mejores.
También era corriente que se pasaran las horas en el columpio que ocupaba la
puerta de entrada al patio.
La
merienda enganchaba con la cena, aunque algunos como Alberto, Perico, Álvaro y
Fernando, estaban ya que casi se iban de vareta del viaje de naranjas que se
habían engullido. Alberto era el campeón en las dos cosas: comer e irse de
vareta.
Las
chimeneas eran la cocina del Viso. Cordero, lomo, costillas, chorizos,
longanizas, panceta, todo sabía riquísimo y aquella sensación para los
‘autónomos' de frentes y manos recocidas y bocata calentito de longanizas era
insuperable. Como lo eran las quemaduras con la chimenea de hierro con aquellos
faunos o demonios que a saber porque parecían tan contentos, como no fuera el
estar al rojo. Llamas, brasas, naranjas quemándose...
La tarde
pasaba, llegaba la noche y el dormir….
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