Licencia Creative Commons
Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1490 / 1523 Ramon el Negro

viernes, 23 de marzo de 2012

Memoria del desarraigo - 1490 / 1523 Ramon el Negro

1.490

      Mediaba octubre y tras las primeras lluvias comenzaron a entrar los ánsares. Las bandadas de cientos se recortaban en la luna llena y sus graznidos llenaban la noche sonora de la marisma. El Lucio del Negro espejeaba invitando a los animales a tomar posesión de su dominio ancestral.

      Ramón soltó la amarra de la barquilla y apenas se dejó llevar por la corriente hasta llegar a la otra orilla del Brazo de la Torre de Benamajón, el  rey títere de Niebla que enloqueció de nostalgia en los atardeceres púrpura del otoño, cuando el ganado, inmóvil, mira el ocaso y la brisa húmeda transporta el silencio mágico de los antiguos esteros.

      Al llegar a la veta encontró al Adalid que lo esperaba y caminaron hasta el borde del lucio grises, tapados, silentes; eran dos ojos negros y dos ojos claros entre los trazos sepia de las eneas inclinadas suavemente por la brisa que empujaba unas nubecillas altas y fosforescentes. El plenilunio lo inundaba todo, tintando la marisma de grises y al agua de plata vieja trabajada, repujada y bruñida por el aleteo de los ánsares y la brisa.

     No cazarían hasta la próxima luna, cuando los animales hubiesen descansado del largo viaje y la grasa recuperada suavizara su carne recia.

      De vuelta al chozo de la veta, el negro Ramón aguantó la zumba del Adalid: “Mira, negro castrón, no dejes tanto tiempo a Mariquilla sola en la choza que por el río sube muy mala gente y ya no es una niña”.

      La madre llegó preñada del amo y murió tras parir a la mulata cuyo cuerpo menudo se redondeaba deprisa bajo la saya andrajosa. Hacía meses que por sus piernas bajó la primera sangre menstrual y corrió como posesa a los brazos del padrastro con el terror en los ojos  del color de la miel oscura de Mures.    




1.523


     Ramón el Negro murió muy viejo. Ni siquiera él sabía su edad. Intuía, más que recordaba, su niñez. Pero nunca se le borró la imagen de aquel demonio pálido y maloliente que lo atrapó junto al poblado y,  amordazado, maniatado y bajo el brazo, lo   llevó a toda velocidad más allá de los oteros pelados por el sendero que conducía al mar mientras veía su mundo por ultima vez. Ya muy viejo la intemporalidad de la locura le traía a veces a la memoria la pestilencia de la nao vizcaína con la enorme panza repleta de negros y de los productos del comercio y la rapiña en los territorios de La Mina. Recordaba como una pesadilla la terrible tempestad y los negros arrojados por la borda para que la pesada nao, a todo trapo, escapara del abordaje de una carabela de Palos; los aullidos feroces del asalto; el viaje remontando el río; su venta en las Gradas para pagar el quinto real y los años transcurridos en casa del amo, vicioso y bujarrón, comerciante de paños en la calle de los francos.

     Legado en testamento al monasterio de San Clemente, huyó escondido en la barca de unos pescadores por el mismo río que lo trajo a Sevilla y que también se llevó a su niña.

    Al llegar a la Isla lo amparó el Adalid y allí transcurría su vida miserable y libre, haciendo ceniza los estíos y cazando el gallo azul las noches claras de invierno con el agua por la cintura.

      La locura se apoderó de él cuando le robaron a su niña y vagó muchos años por la marisma ensimismado y medio desnudo. Era tal su pena que los vaqueros, pastores y rabadanes lo respetaban, incluso los que no conocían su desgracia. No hubo cómitre, piloto o marinero a quien no preguntara cuando hacían transito en La Ermita para esperar la marea y ofrecer una vela a Santa María de Guía.

      Los años y la pena lo arrugaron tanto que poco antes de morir era un espantajo de pellejos negros rematado por dos enormes ojos alucinados, a los que volvió una  serena amargura después de muerto cuando en sus apariciones preguntaba por su niña.

   Tras varios siglos vagando por la Isla, había perdido la imagen de la carraca portuguesa que navegaba río abajo con la marea cargada de caballos de contrabando para las Indias. Buscó desesperadamente a la mulata y solo vio la cofa de la nave tras los cañaverales del Hoyón de Pescadores, mientras en la Ermita daba comienzo la misa in albis tras la noche de jarana y lujuria del equinoccio de primavera.

      En la noche sin luna y sin el Land Rover de la pareja el buque remontaba el río a la altura de Tarfía. Era como un edificio fantasmal que avanzaba sobre el llano, llenando la noche con un rumor sordo y cadencioso de corazón mecánico. Los contrabandistas,  en busca del alijo arrojado por la borda, luchaban contra las olas que dejaba el buque como un desecho. Allí vi por última vez a Ramón el Negro sentado en la proa de la barca  mirándome con unos enormes ojos llenos de lágrimas.  


Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por ignorancia en el manejo del blog no estaba permitida la escritura de comentarios. Les animo a hacerlos, si les place,,,