1.490
Mediaba octubre y tras las primeras lluvias comenzaron a entrar los
ánsares. Las bandadas de cientos se recortaban en la luna llena y sus graznidos
llenaban la noche sonora de la marisma. El Lucio del Negro espejeaba invitando
a los animales a tomar posesión de su dominio ancestral.
Ramón soltó la amarra de la barquilla y
apenas se dejó llevar por la corriente hasta llegar a la otra orilla del Brazo
de la Torre de
Benamajón, el rey títere de Niebla que
enloqueció de nostalgia en los atardeceres púrpura del otoño, cuando el ganado,
inmóvil, mira el ocaso y la brisa húmeda transporta el silencio mágico de los
antiguos esteros.
Al llegar a la veta encontró al Adalid
que lo esperaba y caminaron hasta el borde del lucio grises, tapados, silentes;
eran dos ojos negros y dos ojos claros entre los trazos sepia de las eneas
inclinadas suavemente por la brisa que empujaba unas nubecillas altas y
fosforescentes. El plenilunio lo inundaba todo, tintando la marisma de grises y
al agua de plata vieja trabajada, repujada y bruñida por el aleteo de los
ánsares y la brisa.
No cazarían hasta la próxima luna, cuando
los animales hubiesen descansado del largo viaje y la grasa recuperada
suavizara su carne recia.
De vuelta al chozo de la veta, el negro
Ramón aguantó la zumba del Adalid: “Mira, negro castrón, no dejes tanto tiempo
a Mariquilla sola en la choza que por el río sube muy mala gente y ya no es una
niña”.
La madre llegó preñada del amo y murió
tras parir a la mulata cuyo cuerpo menudo se redondeaba deprisa bajo la saya
andrajosa. Hacía meses que por sus piernas bajó la primera sangre menstrual y
corrió como posesa a los brazos del padrastro con el terror en los ojos del color de la miel oscura de Mures.
1.523
Ramón el Negro murió muy viejo.
Ni siquiera él sabía su edad. Intuía, más que recordaba, su niñez. Pero nunca
se le borró la imagen de aquel demonio pálido y maloliente que lo atrapó junto
al poblado y, amordazado, maniatado y
bajo el brazo, lo llevó a toda
velocidad más allá de los oteros pelados por el sendero que conducía al mar
mientras veía su mundo por ultima vez. Ya muy viejo la intemporalidad de la
locura le traía a veces a la memoria la pestilencia de la nao vizcaína con la
enorme panza repleta de negros y de los productos del comercio y la rapiña en
los territorios de La
Mina. Recordaba como una pesadilla la terrible tempestad y
los negros arrojados por la borda para que la pesada nao, a todo trapo,
escapara del abordaje de una carabela de Palos; los aullidos feroces del
asalto; el viaje remontando el río; su venta en las Gradas para pagar el quinto
real y los años transcurridos en casa del amo, vicioso y bujarrón, comerciante
de paños en la calle de los francos.
Legado en testamento al monasterio de San
Clemente, huyó escondido en la barca de unos pescadores por el mismo río que lo
trajo a Sevilla y que también se llevó a su niña.
Al llegar a la Isla lo amparó el Adalid y
allí transcurría su vida miserable y libre, haciendo ceniza los estíos y
cazando el gallo azul las noches claras de invierno con el agua por la cintura.
La locura se apoderó de él cuando le
robaron a su niña y vagó muchos años por la marisma ensimismado y medio
desnudo. Era tal su pena que los vaqueros, pastores y rabadanes lo respetaban,
incluso los que no conocían su desgracia. No hubo cómitre, piloto o marinero a
quien no preguntara cuando hacían transito en La Ermita para esperar la
marea y ofrecer una vela a Santa María de Guía.
Los años y la pena lo arrugaron tanto que
poco antes de morir era un espantajo de pellejos negros rematado por dos
enormes ojos alucinados, a los que volvió una
serena amargura después de muerto cuando en sus apariciones preguntaba
por su niña.
Tras varios siglos vagando por la Isla, había perdido la imagen
de la carraca portuguesa que navegaba río abajo con la marea cargada de
caballos de contrabando para las Indias. Buscó desesperadamente a la mulata y
solo vio la cofa de la nave tras los cañaverales del Hoyón de Pescadores,
mientras en la Ermita
daba comienzo la misa in albis tras la noche de jarana y lujuria del equinoccio
de primavera.
En la noche sin luna y sin el Land Rover
de la pareja el buque remontaba el río a la altura de Tarfía. Era como un
edificio fantasmal que avanzaba sobre el llano, llenando la noche con un rumor
sordo y cadencioso de corazón mecánico. Los contrabandistas, en busca del alijo arrojado por la borda,
luchaban contra las olas que dejaba el buque como un desecho. Allí vi por
última vez a Ramón el Negro sentado en la proa de la barca mirándome con unos enormes ojos llenos de
lágrimas.
Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche
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