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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del Desarraigo - 1580 - Martin de la Fuente

lunes, 15 de octubre de 2012

Memoria del Desarraigo - 1580 - Martin de la Fuente



1580

I
       Sobre una veta de menos de una vara de alto, Martín de la Fuente observaba el trajín del barcaje de San Antón. Las balsas para el embarque del ganado esperaban ya en la orilla de la Isla Mayor.  Sólo una barca con cuatro remos acercaba al pequeño muelle del Brazo de la Torre al alguacil del Concejo de La Puebla junto a Coria, a menos de media legua de este Brazo en su confluencia con el de Enmedio, que discurría desde la Ciudad hasta Sanlúcar de Barrameda. Martín de la Fuente, rubio, casi pelirrojo y nervudo, montado en una jaca enteca de carnes, nerviosa y presta a cualquier orden de su dueño,  se cubría con un gran sombrero de alas caídas y roñosas que le llegaban casi a las barbas de bayo;    de su arzón de silla a la gineta colgaba por la derecha una ballesta y por la izquierda una espada grande, casi un mandoble, cuyo pomo martilleaba rítmicamente la empuñadura de una daga grande de más de dos palmos de hoja terciada al cintón. Quedaba claro que Martín era la autoridad al otro lado del Brazo de la Torre. Resto vivo de los caballeros cuantiosos de La Guardia, era  la autoridad indiscutida en aquella tierra antes fronteriza y siempre semisalvaje de la Isla Mayor, demasiado grande, demasiado deshabitada y demasiado olvidada por la Ciudad. Las botas de Martín se sujetaban con trabillas al cintón y por encima de los  tacones tintineaban dos espuelas de plata.  Dirimía los  pleitos entre yegüerizos, rabadanes, pastores y toda clase de conflictos de cuernos de bovinos, ovinos, caprinos y  humanos.

     Cuando el alguacil del Concejo desembarcó montaba un hermoso caballo con mala doma. Martín reconoció al caballo como uno de los padres que mandó el Asistente a La Puebla,  en la egía de las yeguas, que en el Prado del Concejo fueron asentadas por el escribano, el bueno de Juan de la Parra, dos meses antes, declarándolas el albéitar enviado por la Ciudad como aptas y de calidad para ser cubiertas por aquellos padres de alcurnia. Allí llevó Martín sus yeguas que constituían su corta aunque muy cualificada hacienda. Llegó a su altura el alguacil sudando bajo la solemne vestimenta negra. Su cabeza emergía del jubón y de la gola y desde el bonete surgían copiosas líneas de sudor cuyo sofoco aumentaba el sol de mediodía muy avanzada la primavera   de aquel  del año del Señor de 1580. No podía disimular el cómico estupor que le causaba la contemplación del alguacil, un dislate en aquella Isla que comenzaba a abrasarse ni siquiera aliviada por la proximidad del río.

-          Loado sea Dios. Bienvenido a la Isla mi señor alguacil, Don Hernando de Mayorga – Dijo Martín levantando los brazos desnudos y aireándose la pelambre albina de los sobacos.
-          ¿Habeis dado con Toribio Jaquero?
-          Aún no, pero no andará lejos de los hatos de ceniceros que hace días llegaron. Estará cubriendo suripantas de la ceniza y el mazacote. Daremos con él. Perded cuidado.

   Al paso, por la Cañada Real, se encaminaron al hato de Casablanca  a tomar un refrigerio. Atravesaron el caño que formaba la Isla de San Antón, la antigua Al-Islilla mozárabe  o la Yazirat Al-Mundir musulmana, formando ahora  el Cerrado Mayor; los dos alanos de Martín espantaron un gran bando de gangas que bebían en el pequeño cauce y que levantaron el vuelo  llenando el aire de gritos y reflejos dorados para volver a posarse marisma adentro.

     A primeras horas de la tarde ya habían rebasado por el norte el lucio de La Hedionda encaminándose al corazón del hato de los Isidros donde el monje campero los saludó encaramado en los albardones de un mulo blanco manso y de enorme cabeza. Por el Brazo de la Torre navegaban rumbo a  Benamajón  dos barcos luengos de uno y dos palos, hinchados los triángulos albos de sus velas, aprovechando la pleamar y la brisa del suroeste que comenzaba a soplar y a refrescar el llano. A lo lejos la humareda de los ceniceros se elevaba desgarrada por la bendición del hálito vespertino. De entre los destartalados chozos de ceniceros partió un jinete  montando un jaco cárdeno, rápido, sin silla, sólo una leve albarda con estribos de cintas de cuero donde el jinete introducía sus pies descalzos.

- Muy buenas tardes tenga vuestra merced mi señor Martín y la compaña.  
- La compaña es el alguacil de La Puebla, Don Hernando de Mayorga, que viene en tu busca. ¿Te has vuelto desmemoriado, Toribio?
- La verdad es que entre la última batida de lobos  y luego la llegada de los ceniceros se me han confundido los pensamientos.
- ¡Bienvenidos a mi pobre casa, mi señor Don Martín y la compaña¡ Cenarán y descansarán para partir al alba.- Dijo Ramón el Negro asomado su cabeza de galápago por la esquina del chozo.
- ¿Aún estás vivo, viejo granuja?
- Y lo seguiré estando queriéndolo Dios.- Casi rematando la cabeza de galápago, Ramón el Negro lucía dos enormes ojos melancólicos y espantados guarnecidos por las numerosas arrugas de la frente.

     En los rescoldos de la última hoguera de armajos las mujeres introdujeron albures grandes con escamas y tripas embutidos en dos tortas de barro. Cuando el barro comenzó a cuartearse sacaron las tortas del rescoldo y retirando la superior, las escamas, piel y tripas, sazonaron levemente el pescado y comenzaron a comerlo  a pellizcos,  corrió el vinazo traído de Manzanilla. De un anafe excavado en un poyo de tierra al fondo del chozo y alimentado con boñiga seca, se retiró para que reposara  la caldereta de carnero guisada con muchas  cebollas y ajos porros de las vetas, laurel y unas ramas de hierbabuena. Las ceniceras hacían gala de su proverbial poco recato y se aplastaban los mosquitos de las pantorrillas con premeditado estruendo.

-          ¿El carnero es de los isidros? Mira negro cabrón que no quiero conflictos con los monjes.
-          - Pierda el cuidado su merced. Es un regalo del rabadán a Beatriz la mora.
-          ¿A cambio de nada?
-          Ya sabe mi señor Martín que las ceniceras son un desahogo para los hombres después del largo invierno con el ganado  y prefieren un buen conejo a un carnero.

    El moyate de Manzanilla estaba haciendo su efecto y todos rieron la fabla del negro. Todos menos el alguacil escondido tras una gravedad fingida y temerosa de que su probada hidalguía se contaminara con la compañía de las gentes más bajas de los pueblos cercanos a la marisma que le mostraban una indiferencia despreocupada. Allí existían otras reglas y Martín de la Fuente era su señor natural.

     Cuando partieron del hato de los ceniceros la actividad ya era completa. Desde las rozas de almajos los mulos arrastraban grandes haces  enmarañados que las mujeres iban amontonando ordenadamente en grandes hoyos de más de veinte varas de diámetro dejando libres varias chimeneas para facilitar la combustión rápida y uniforme  del almajo aún verde. En otros hoyos, con el almajo quemado el día anterior, la mujeres hacían los mazacotes  de ceniza húmeda que, tras un día al sol, serían entibadas en los barcos luengos de más de treinta codos surtos en el cauce del Brazo y que zarparían en la próxima pleamar rumbo a las almonas del duque en Triana, para atracar en el pequeño muelle próximo a la puente de barcas.

      Los tres jinetes regresaban al barcaje de San Antón por el mismo camino que Martín y el alguacil recorrieron el día anterior. Los tábanos de los comienzos del verano, los más voraces de todo el año, se ensañaban con el semental que montaba el alguacil, poco acostumbrado a frecuentar rutas tan inhóspitas. A media tarde el alguacil y Toribio se disponían a embarcar en San Antón para salir de la Isla.

-          Escuchadme bien señor alguacil. No quiero que se le haga vejación alguna a Toribio Jaquero. Me respondéis de ello. Lo entregareis al capitán de la compañía, mi buen amigo Don Alfonso de Contreras y le diréis que lo envío yo. La misma advertencia haréis al alcalde ordinario. Le diréis que Jaquero debe ser armado a costa del Concejo de arcabuz, espada y daga que yo le he enseñado a manejar las armas y que bajo ningún concepto será piquero  - Martín hablaba despacio y claro, clavando su mirada azul y fría en los ojos del alguacil.-  Que Dios te acompañe en  esta jornada de servicio al rey nuestro señor, mi buen Toribio y…. vuelve.- Mientras le hablaba Martín el alguacil tragaba saliva y la nuez se le movía rítmicamente.- “¿Cómo él, Don Hernando de Mayorga, de tan noble cuna, tenía que soportar la insolencia de aquel cuantioso rústico y asilvestrado?”- Pensaba el alguacil. “Pues esto es lo que hay”- pensó Martín.

   Desde la otra orilla Toribio mandó el último adiós a Martín que lo miró sin poder reprimir una lágrima. Recordó a su madre, Isabel, la viuda del hato de la Veta de la Palma, cuando aquella noche de enero seco le dijo “Quiero que me preñes” mientras el cuerpo fuerte de mujer cuajada se retorcía cálido con los estertores de un placer largo y salvaje.

    El alguacil y Toribio enfilaron la Cañada Real  camino de la villa a dos leguas de distancia. El muchacho recordó los días de febrero en que llegó a La Puebla llevando de reata dos capones con doma para bregar con el ganado. Los enviaba Martín a su padre, Pedro de la Fuente, que lo obsequió con diez maravedis. En la plaza de la villa, frente a la iglesia de la Granada y junto a las casas del Concejo, la cárcel y el Pósito, el capitán Don Alfonso de Contreras había enarbolado bandera, con la color carmesí y el Santo Cristo de la Sangre pintado en ella y un tambor adolescente tocaba la caja. Un veterano de los Tercios de imponente aspecto, con las barbas y bigotes confundidos con la mecha del mosquete reliada al cuello, voceaba fanfarrón con tintes  encanallados: ”¡Alistaos en la compañía de mi capitán Don Alfonso de Contreras y llegareis a ser hombres de verdad, partida de maricones, y serviréis  a vuestro rey y señor Don Felipe II, que Dios guarde, en la jornada de Portugal. Se promete buena paga  más lo que cada cual afanare. Libraos de señores y de esposas sucias y gruñonas, piara de cabrones! “. Toribio boquiabierto se presentó ante el escribano que junto a la bandera tenía instalada una mesilla con recado de escribir: “Mi nombre es Toribio Jaquero y quiero alistarme” El escribano del Concejo, el bueno de Juan de la Parra, lo miró  de soslayo y le dijo “Ya sé cómo te llamas, muchacho”. El pagador de la compañía le entregó dos ducados de a treinta y cuatro reales cada uno como prima de enganche, advirtiéndole el escribano que debería estar presto para cuando se le llame,  que sería sobre principio de marzo. Los reales se quedaron en la taberna de la Portuguesa y en pañolillos embutidos entre las tetas  de las putas de la Venta de la Negra camino de la Isla Mayor.

       La Cañada cruzó el Barranco Bermejo y el camino de Rianzuela dejando atrás  piaras de cochinos en montanera guardadas por porquerizos desvergonzados que habían llegado al ribazo para abrevar el ganado, no pudiendo pasar más allá del barranco por orden del Concejo de la villa, ni tampoco entrar en las Islas. Al reconocer al alguacil comenzaron a insultarlo a gritos amparados por el monte bajo de lentiscos, palmas, jaguarzos, torviscos y  acebuches. A la altura de Cañada Fría divisaron por completo la villa encaramada  en un promontorio de arena y guijarros, asomada al Río Grande, en fisgoneo permanente de todo lo que pasara por debajo y por las Islas que se extendían a sus pies en toda su amplitud. En lo más alto destacaba la  silueta fortificada de la iglesia  y en las faldas del promontorio, camino del Borrego, humeaban cuatro hornos de  canales y ladrillos. Desde Cañada Fría su amplia vega se extendía reseca; el trigo y la cebada de aquel año se agostó sin espigar y la siembra tardía de garbanzos y saina no había germinado, solamente la ribera, a lo lejos, aparecía con un verde oscuro de limoneros, naranjos y granados regados por las norias. El sol terciado al oeste de aquella tarde de finales de mayo con calores adelantadas iluminaba la villa recortándola sobre el fondo de azules que se extendía hasta los oteros de las campiñas de Dos Hermanas y Utrera. Cuando Toribio llegó a La Puebla apenas podía reconocer la villa que dejó  tres meses antes.  La estaban cercando con un muro de tapial de siete codos de altura. En la puerta ya construida que enfrentaba a la Vega un regidor, con vara alta de justicia y acompañado de dos vecinos armados, dio la bienvenida al alguacil. Los alcaldes ordinarios y regidores con el alguacil y mayordomo y asistencia de los alcaldes de la Santa Hermandad acordaron cercar la villa en aplicación de las instrucciones dadas por el Asistente que envió al jurado Don Diego de Arias para que previnieran al Concejo que debería impedir la entrada  de viajeros y mercaderes de la parte de Portugal  y mantenerlos en cuarentena a dos leguas del caserío, sobre todo porque estaban enterados que vecinos de La Puebla comerciaban con Portugal trayendo esclavos y otras mercaderías. Así mismo se impediría el atraque de cualquier buque que arribara a su muelle de la parte de Nápoles. La terrible plaga de la peste ya estaba causando estragos en  Triana. Deberían dejarse sólo cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales con obligación ineludible de estar vigiladas día y noche  por regidores y vecinos armados. En todos los claros que dejaban las construcciones ardían hogueras de chamiza  cubiertas de jaras y romero a fin de purificar el aire. En el recalmón del atardecer un humazo quieto y perfumado invadía todos los rincones de la villa adonde no había llegado la infección pero sí el hambre tras dos años de esterilidad  por la ausencia de lluvia. El trigo que vino de la mar apenas si pudo remediar la hambruna y el Concejo ordenó abrir el Pósito  para que cuarenta y cinco fanegas de trigo se molieran, amasaran y se repartieran a los pobres. En la puja la atahona de la calle que va al Prado se quedó con la contrata a razón de veintiocho hogazas de a dos libras por fanega de trigo. En las puertas de la atahona cerradas a cal y canto se arremolinaban los pobres de solemnidad esperando el pan salvador, observados a escasa distancia por dos regidores y el escribano que habían confeccionado el censo de pobres. En la carnicería se vigiló estrechamente al obligado para que no vendiera el menudo por encima de los seis maravedis la libra y se pesase con los platos de la balanza agujereados a fin de librarlo de todos los líquidos inmundos.

      Eran en verdad malos tiempos y Toribio en medio de la plaza, frente a la iglesia, montando la jaca con pies descalzos y aspecto de pastor pobre de hato isleño, sintió miedo; le parecía muy lejano el momento en que cruzó el barcaje de San Antón y perdió el amparo de la Isla. La escasez de pasto hizo malparir a muchas vacas; sólo la boyada y novillada de la villa y las yeguas de sus criadores se libraron a duras penas del desastre con su traslado a la Menor porque la Dehesa de Abajo y la de Arriba se encontraban sin una brizna. Y para terminar, la invasión de lobos que desde el mes de diciembre anterior comenzaron a llegar a la Isla desde las sierras de la parte de Huelva. La jauría hambrienta mataba el ganado debilitado por la falta de alimento y las corralas de los hatos debían ser vigiladas a todas horas. Tal fue la alarma y desconcierto provocados que el Asistente, a instancia de los ganaderos de Sevilla, ordenó al Concejo de La Puebla organizase la batida para acabar con los lobos. ¡Qué días aquellos!, recordaba Toribio. El Regimiento de la Ciudad envió a La Puebla los fondos necesarios para alimentar y premiar a los que participaran, enviando la villa pan, queso, aceitunas y vino, mucho vino y aguardiente. El macho se pagaba a cinco maravedís y la hembra a diez y quince si estaba preñada. Se encargó a Martín de la Fuente que organizara la cacería. Con ayuda de alanos, se empujaba a los lobos  a los lucios muy mermados de agua aquél invierno, y en sus orillas fangosas entre la maraña de carrizos, eneas y castañuelas resecas por el frío invernal,  se asaeteaban las fieras  que admitían extrañamente la muerte, casi en silencio, mirando fijamente a sus matadores sin un atisbo de miedo. Se mataron en cinco días más de trescientos; solo en el lucio del Sapo, donde tradicionalmente se pastoreaban los carneros se mataron más de cincuenta y en Los Isidros más de un centenar. Una sola  manada, se salvó atravesando  a nado el Brazo de la Torre perseguida al galope por Toribio y otros mocetones tan descalabazados como él. Al llegar a la otra orilla la manada a todo correr se perdió por Peroles y la Veta del Adalid en dirección al caño del Guadiamar.   


I I

     Cuentan los viejos que desde comienzos de febrero de aquel año del Señor de 1580, el astillero de Los Remedios, la orilla de Coria y el Puerto del Borrego en La Puebla eran un hervidero de maestros carpinteros y oficiales  de rivera, calafates y aprendices comandados todos por la Reales Atarazanas de Sevilla. Los grandes troncos de pino de Segura llegaban hasta el Borrego agrupados por docenas, flotando en el Río Grande, sirgados desde la orilla por yuntas de bueyes y gobernados por pertigueros que voceaban las instrucciones a los boyeros. La paga llegaba puntual, cada semana, y los días de fiesta de guardar o los de lluvia todo el mundo cobraba media paga a fin de que los astilleros no quedaran vacíos. Cuentan que el ventero del Borrego hizo su agosto en febrero y marzo y nunca le faltaba, a pesar de la ruindad de los tiempos, el trigo, la harina, el carnero y el aceite y sobre todo vino, mucho vino y aguardiente destilado en la villa cercana y putas venidas del Aljarafe y otros puntos cercanos. Los aserradores, por centenares, tenían que secar los troncos con candelas  antes de poder sacar las tablas y tablones. Las cuadernas en tres piezas se hicieron de acebuche talladas con hachas y azuelas . El rey nuestro señor, Don Felipe, el segundo de este nombre, había ordenado que se construyeran en Sevilla  y su tierra ciento cincuenta barcas chatas de ocho pies de ancho y diez y seis pies de largo para formar la puente de los ríos por donde debía pasar el ejército; barcas, estacas, ancoras y maromas, así como los tableros que formarían la puente, se transportarían en ciento cincuenta carros de cuatro ruedas que también mandó construir y que convirtieron  en barrio de locos a la Carretería, junto al muladar del Baratillo donde los maestros carreros repitieron muchas veces el mismo modelo de ruedas  con su eje, cepa, radios y llantas, traídas desde las ferrerías de Guipúzcoa y Vizcaya, martilleadas y soldadas en las fraguas cuyo número  hubo de triplicarse y desde el amanecer hasta el ocaso  repetían constantemente la misma sinfonía percutida y desatinada que llegaba hasta el próximo Compás de la Mancebía, junto con el humazo de chamiza,  y madera de desperdicio que en numerosas coronas enrojecían las llantas antes de embutirlas en las ruedas.   Cuentan que a la maestranza del Borrego le repartieron cincuenta barcas con sus estacas, maromas y más de cien  rezones  de cuatro garfios; los tableros que formarían la puente  se reforzaron con pletinas de hiero remachadas y con sus ganchos de sujeción. Cuentan asimismo que a medidos del mes de marzo comenzaron a llegar al Borrego los primeros carros tirados por yuntas de bueyes; la Mestranza de las Atarazanas había vaciado varias dehesas boyales de los pueblos del Aljarafe estableciendo la paga de los boyeros en tres reales al día más el pan, aceite, vinagre, sal y aceitunas para la papucha. Las primeras barcas se cargaron en los carros cuando los aprendices  todavía batían  el cáñamo para la estopa de las veinte últimas que, sin solución de continuidad, los calafates embutían en las costuras de las tracas, a las que otro aprendiz aventajado iba empapando con brea hirviente; al día siguiente serían embadurnadas con alquitrán y ya estarían estancas y listas para flotar sobre el río y soportar el peso terrible del ejercito que invadiría el reino de Portugal  que pertenecía, por derecho divino, al rey nuestro señor.
 
       A la altura de Villarrasa a los carros que trasportaban las barcas de la puente se unieron las carretas que cargaban las pesadas piezas de la artillería de sitio con su munición y  los barriles de la pólvora. Todos los hombres, carros y carretas buscaban el camino de Ayamonte donde el irresoluto duque de Medina Sidonia estaba reuniendo un ejército de cuatro mil infantes y  cuatrocientos cincuenta caballos para tomar el Algarbe portugués con tropas de la milicia urbana del reino de Sevilla y de las numerosas villas de su dilatado señorío que comprendía casi toda la tierra entre Ayamonte y Gibraltar. No faltó de nada en el real de Ayamonte. Las calderas del rancho unos días hervían con carnero y otros con atún de las almadrabas del duque.

      En noche sin luna a finales de la primavera, la compañía de Don Alfonso de Contreras cruzó en barcas el Guadiana  desde aguas arriba de Ayamonte y formó la cabeza de puente cerca de Castro Marín. Con la primera claridad y con la marea detenida,  hombres expertos comenzaron a echar a flote las barcazas que fijadas en el fondo por maromas y rezones, iban recibiendo una tras otra, los tableros del pontón. Antes de  media mañana, el último pontón se sujetó a la orilla portuguesa amarrado a fuertes estacas. La puente estaba formada,  y un capitán a caballo, con varios jinetes la atravesó observándolo todo con minuciosa parsimonia y cuando llegó a la orilla portuguesa saludó con mucha ceremonia a Don Alfonso de Contreras, tras lo cual retornó a Castilla al galope. Instantes después comenzaron a cruzar los primeros estandartes con tambores seguidos por el bosque de picas de  seis varas, relucían los bacinetes de los piqueros y en el agua se reflejaban como enanos bajo un sol de mediodía. Tras los arcabuceros y mosqueteros comenzaron a entrar las carretas de la artillería de sitio que hacían crujir la flotante estructura de la puente; los boyeros se afanaban con extrema diligencia en mantener el ritmo tranquilo y acompasado de las yuntas que noble y obedientemente atendían a sus voces con la aguijada sobre el yugo. Finalmente pasaron casi cinco centenares de caballos llevados del ronzal por sus caballeros y seguidos por el duque y su corte.

       Apenas hacía seis días que Toribio salió de La Puebla y recordaba con nostalgia el gesto tierno de Doña Inés de Sotomayor, la viuda rica, que amparada por las leves cortinas del mirador le decía adiós con mucha discreción y  con los ojos humedecidos y que lo alojó en su casa por recomendación de Martín de la Fuente. Por la suave pendiente de la calleja que iba al Prado, Toribio aparecía imponente con el arcabuz terciado y los “doce apóstoles” rebotándole en el pecho; en banderola la polvorera y la bolsa de las tenazas y el plomo para la munición; la espada y la daga, todo pagado por la viuda que también lo vistió y lo cubrió con  airoso sombrero. Para los pies le compró en la borciguenería de Sevilla unos borceguíes  finos y fuertes que Toribio llevaba embutidos en el cinto para no estropearlos, dijo, pero no era verdad, sino que no podía soportar el cocimiento de los pies acostumbrados desde siempre a andar descalzos.  Tras el leve crujido de unas bisagras su mirada se cruzó con los ojos grandes, redondos,  melancólicos de Gregoria la esclava negra  de la viuda que desde la discreta abertura del portón del patio parecía que estaba esperando a que la llamara. Durante dos semanas  ejerció de garañón incansable y seis días después aún percibía la laxitud que experimentaba cuando la hermosa viuda le agradecía con infinita ternura la satisfacción recibida envolviéndolo con el olor suave de su cuerpo. Con Gregoria todo era distinto, se asaltaban en cualquier sitio hurtado de miradas indiscretas, la muchacha se disponía a recibirlo con una ansiedad salvaje tapándose la boca para que no se escaparan los gritos; era una  hembra salida y con deseos de ser cubierta cuanto más veces fuera posible. Acabada la coyunda salía  corriendo a cualquier lugar de la casa. La inteligente Doña Inés sonreía al percibir aquellos trajines, sabiendo que cerrada la noche Toribio acudiría a su dormitorio temblón y agobiado por el deseo.

     De La Puebla partieron nueve infantes con su arcabuz y tres caballos. En Puñana, a una legua y media de la villa,  se incorporaron cinco piqueros enviados por Don Francisco del Alcázar, señor del heredamiento y guardados por cuadrilleros, alguacil y el alcalde de la Santa Hermandad por el estado noble, Don Juan de Peromato, y en el vado de Quema, pasado el Majalberraque, esperaban otros cinco piqueros que enviaba el señor de Rianzuela, todos  con coseletes viejos con solo  peto y  espaldar y sobre la cabeza unos bacinetes antiguos que parecían cogidos de la chatarra de una ferrería, sólo las picas eran nuevas y fuertes. “Malditos conversos. Esto es lo que me mandan tan ricos señores. ¿Qué otra cosa puede esperarse de unos judíos?” Pensaba y se callaba el capitán Don Alfonso de Contreras. Desde la suave pendiente de Quema, Toribio observaba el discurrir del Guadiamar hasta el puerto de las Nueve Suertes y allí, frontera al mismo, adivinaba la Torre de Benamajón y a sus pies, hasta el horizonte, la gran llanura de la Isla Mayor, parda y verde en el suelo y con todos los azules en el cielo. Reprimió a duras penas las ansias de correr hasta el puerto de las Nueve Suertes y perderse en la Isla, le importaba una higa aquello de la jornada de Portugal al servicio del rey, nuestro señor. Aguas arriba de Quema, compraron en una cañaliega albures, barbos y anguilas, improvisando un espeto que sació el hambre que se iba acumulando desde el amanecer. Al llegar a Aznalcazar entraron en la villa por la puerta de la muralla que daba al camino de Benamajón, atravesando Casa de Neves, dejando a la derecha la Dehesa de Abajo y a la izquierda la Casa de las Colmenas,  y pasada la puerta con matacanes los alojaron en el  pósito ya vacío por las hambres invernales donde, pese a la maldad de los tiempos, no faltó una caldera de nabos con carnero y hogazas recién cocidas que los soldados apuraron hasta el hartazgo bien regado por vinazo de la tierra. Don Alfonso de Contreras, con las primeras luces del día siguiente, aguardaba con impaciencia el alarde de la tropa que enviaba el concejo e la villa, con alcaldes y regidores presentes: seis arcabuceros, seis piqueros y cuatro caballeros montados en jacos matalones que ni de lejos se parecían a los tres jinetes restos de los cuantiosos de La Puebla montados en caballos poderosos y de fina estampa. “Venid aquí, partida de pegujaleros cabrones” gritaba el veterano de los Tercios que fue distribuyéndolos en la fila. “¡Ay, mi buen Juanillo! ¿Cómo voy a presentarme con esta recua de gañanes en el real del duque, mi señor?” “Pierda cuidado su merced que de aquí hasta Ayamonte a varapalos los haré soldados dignos de Lepanto”. Juan de Baena, el veterano, era un soldado viejo que no sabía de otra cosa; muchos años en Flandes con el duque de Alba; se las sabía todas, al derecho y al revés, disciplinado y duro en la pelea,  tenía ventanos en la dentadura y sabía mandar y  hacerse obedecer por sus hombres que lo estimaban de verdad. Desde sus primeros años mozos en el Tercio aprendió lo importante que era la lealtad y el compañerismo para llegar a viejo después de tantas fatigas y penas.  En Manzanilla se incorporaron veinticinco caballos y casi cien infantes del Condado también señoreado por la casa de Guzmán.   Cuando en Villarrasa se reunió con los carros de la puente y las carretas de la artillería, el capitán Contreras se sintió como un Maestre de Campo  con más de ciento cincuenta infantes, treinta y tantos caballos y la impedimenta de la puente y artillería.

     Desde Castro Marín el ejército que debía ocupar el Algarbe portugués se dividió en tres columnas que avanzaron hasta el Alentejo. No encontraron resistencia salvo la propia dificultad de vivir de un terreno  pobre, sin apenas  ciudades y villas importantes. La columna en la que marchaba el Capitán Contreras llegó a Faro y desde la costa Toribio observó las velas de la armada del Marqués de Santa Cruz con la derrota al estuario del Tajo; la brisa de poniente mostraba las velas cuadradas de los galeones y las latinas de las galeras reales en toda su dimensión navegando lentamente casi a la bolina. A la altura de Beja, y ya en el Alentejo, la columna se desvió al oriente y a marchas forzadas se reunió con la columna central al mando de Medina Sidonia. Sobre la llanura al oeste de la ciudad gente de guerra se oponía al paso. Se contaba entre la tropa española que el rey Don Felipe, nuestro señor, había arribado a Badajoz  y que habiendo hecho las paces con el viejo duque de Alba, se disponía a enviarlo al frente de un poderoso ejército camino de Lisboa a la que por mar debía acosar Santa Cruz. La gente de guerra que tenían ahora en frente era un abigarrado conjunto de viejos y jovencitos, se notaba la falta de soldados de edad granada y de mandos que habían dejado la piel en gran número en el desastre de Alcazarquivir con su joven rey, el descalabazado Don Sebastián, al que su tío el rey Don Felipe, nuestro señor, dicen las malas lenguas, animó a tan descabellada empresa en el norte del África sarracena.  La caballería portuguesa montada a la antigua sobre caballos grandes y poderosos con pesadas armaduras lo mismo que sus jinetes se movían con lentitud y apenas pudieron alcanzar las picas que en cinco filas habían erizado el cuadro. Por entre los piqueros los arcabuces en línea de tres disparaban por turnos  matando primero a los caballos y haciendo luego puntería sobre todo lo que se moviera. Ante el desastre los infantes portugueses no se movieron. Juan de Baena entre otros, con un portugués chapucero animaba a grandes voces a los infantes portugueses  a rendirse y no luchar; los llamaba hermanos e hijos de un mismo padre, el Dios cristiano, Nuestro Señor, y también de Don Felipe nuestro señor en esta tierra bendita. “¿Qué pasa Baena? “ “Nada capitán, están pensando unos instantes”. Pasados unos minutos comenzaron a salir de las filas dejando las armas en el suelo. “Que no haya despojos, conservarán sus banderas y a los caballeros se les dejarán sus armas. Que el cirujano atienda a los caídos y con la ayuda de Dios restañe heridas y componga huesos.” ordenó Medina Sidonia. “Contreras, iréis a Beja y traeréis todos los curas y frailes que encontréis para que ayuden a bien morir a los moribundos”. 

     Al día siguiente, cuatro compañías, entre ellas la del capitán Contreras, emprendieron el camino hacia Badajoz a marchas forzadas. Al llegar al real Juan de Baena distinguió a lo lejos  a Don Sancho Dávila con insignias de maestre de campo,  que montado en un caballo castaño iba supervisando el trajín de las tropas. Al pasar junto a Juan este le espetó quitándose el sombrero - “¡Don Sancho, Don Sancho Dávila, mi señor!” - ¡ Juanillo Baena, viejo granuja! . “MIralo bien Toribio, Ya esta viejo, pero debiste verlo en Zutphen y Naarden”. El real de Badajoz reunió a veinte mil infantes alemanes, italianos y españoles, ciento treinta y seis piezas de artillería y más de mil quinientos caballos montados por castellanos, extremeños y andaluces. “Toribio, la daga siempre a mano y no entres en liza de dados ni naipes ni nada. ¿Entendido?”. El día ocho de junio, muy temprano, el real apareció envuelto en el humo de fogatas de jara para que ahuyentara el intenso olor a mierda del campamento y en las primeras horas, un intenso movimiento de las tropas formando por compañías, voces de mando de sus capitanes, tambores, relinchos, maldiciones; todo anunciaba la proximidad del rey, nuestro señor, y de Don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, que llegaban al real a pasar revista.

      El día veintiuno de junio, Sancho Dávila convocó a Alfonso de Contreras y  cinco capitanes más con la orden de tener prevenidos a sus hombres  y dispuestos a partir en cuanto la orden fuera dada. Llegada la media noche las seis compañías cruzaron la Raya de Portugal a una legua de distancia y se encaminaron rápidamente a Vila Viçosa, corte y capital del ducado de Braganza, que tenían a la vista al amanecer. Se desplegaron infantes y caballos y por sorpresa consiguieron introducirse en la muralla. Juan, acompañado de Toribio y otros hambres corrieron, entre dos luces a la puerta contraria a la que habían conseguido entrar y desarmaron a los soldados que la guardaban, la abrieron e inmediatamente, en tromba entraron casi cien jinetes  que espada en mano sembraron un aterrado desconcierto en la población que comenzaba a despertarse.  Se apoderaron en pocos minutos  del tesoro del ducado y su arsenal a cuyos valerosos defensores dieron muerte. Dos días después, el grueso del ejército entró en Portugal por Elvas  y a las tres semanas  estaban en Setúbal embarcando la mitad en las galeras pestilentes  de Santa Cruz que los llevaron  a Cascais a escasas cuatro leguas al oeste de Lisboa, cuyos alrededores fueron saqueados y robados sistemáticamente. Ello no gustó al rey y el duque tuvo que degradar a algunos capitanes, ahorcar a dos docenas de soldados y a mandar a galeras a otros cuarenta. Cascais se resistió y fue tomada al asalto y saqueada durante dos días. “No te separes de mí Toribio y avisa a los otros de La Puebla; haréis lo que yo os mande. En pocas horas los  extranjeros serán una manada de lobos rabiosos, sobre todo los germanos que son una partida de hideputas herejes.” A Contreras aquel baño de sangre y latrocinio le daba asco. Era un soldado educado para pelear y no para matar y robar a gente indefensa y partió con su compañía hacia Alcántara uniéndose al grueso del ejército de Alba. Tras el asedio de Lisboa y el ataque a su ciudadela con  gran artillería, Don Antonio I de Avis, coronado días antes rey de Portugal, salió huyendo hacia el norte. Sancho Dávila a voces reunió varias compañías. “Ven conmigo Contreras, vamos a dar caza a ese conejo; yo respondo de la parte de tus hombres.” En su vida anduvo más Toribio, llegaron hasta Coimbra que tomaron al asalto y luego a Oporto que asaltaron y saquearon, pero Don Antonio logró zafarse, camino a las Azores.

       Cuando volvieron a Lisboa hubo sus más y sus menos, pues Sancho Dávila exigió hasta el último maravedí que correspondía a los hombres que lo acompañaron de los seiscientos mil ducados que Lisboa pagó para evitar el saqueo.  


I I I

      Habían pasado dos años apenas. En la Vega  de aquella mañana de finales de febrero empezaban a   brillar los colores, desde el uniforme verde de los panes  al salpicado de los barbechos con florecillas blancas, azules y amarillas sobre las que comenzaban a revolotear las primeras abejas de los colmenares del Padrón del Granadal y de la Caballería; grandes charcos eran espejo de las nubes y a lo lejos, por las rastrojeras de Papasimientes y Papalbures brillaba el blanco chorreo de los grandes  mansos de la boyada concejil bebiendo en la vadera del Barranco Bermejo. Tras un invierno de agua parecían alejados los tiempos de sequía y hambruna; las vacas, las yeguas y las burras parían con normalidad  y las borregas de los cartujos, que lo ocupaban todo, desde Cañada Fría hasta más allá de la Venta de la Negra se duplicaban casi por ensalmo atareando a pastores y zagales con su rabadán dando voces y mandando como un general, montado en un jamelgo manso con serones y dos grandes mastines de escolta con collares erizados de aceros como navajas. En las copas de los chaparros y pinos de la Dehesa de Abajo blanqueaban las primeras cigüeñas tempranas ocupando su nido familiar. En el Majalberraque y en las orillas del Brazo de la Torre los patos reales aparecían acollerados, los machos con una brillante caperuza verdiazul y su caracol en la cola, las hembras sólo enseñando el color, recatadamente, en la punta de las alas.  Toribio saltó del caballo y corrió como perro de aguas entre la hierba y la tierna cardancha, las varas de sanjosé y matas de lavanda, que estaban deseando florecer;  volvió a los pocos minutos con media docena  de huevos de pato; escogió los que parecían más frescos y los miró al trasluz y se los acercó a Gregoria para que los sorbiera y comenzara a enseñar a la mulata tan nutritiva y necesaria actividad. Parecía que la primavera se estaba presentando furiosa acometiendo al viejo invierno a cornadas, que se revolvería al mes siguiente cada vez con menos fuerza, moribundo, y las lluvias de abril serían las lágrimas rabiosas del viejo vencido.

      La maternidad había cuajado a la negra que aparecía fuerte y muy hermosa, con la mulatilla entre sus brazos, montando la jaca que Toribio llevaba a reata. En otro capón iban todos los cachivaches y enseres  que la viuda Doña Inés había reunido para el ajuar de su esclava recién liberada en el acta de matrimonio que extendíó aquella mañana el cura y beneficiado de Ntra. Sra. de la Granada cuando inscribió el celebrado entre Toribio Jaquero y Gregoria de Prado. En la grupa del caballo de Toribio iban colgadas las armas de soldado de la compañía estable de La Puebla. “Cuida bien de tu esposa y de Inesilla, mi buen Toribio” le dijo Doña Inés visiblemente emocionada.

         A mediados de marzo las orillas del caño del Zurraque comenzaron a tapizarse con hojas verdes como hierros de dagas que en pocos días alcanzaron la altura de hojas de espadas brillantes en las madrugadas, nimbadas por el rocío; ya en el Jueves Santo del mes de abril las orillas del caño aparecían tapizadas con el amarillo intenso, sensual,  de los lirios en que las hojas de espada habían devenido adornando las cabezas  de  purpúreo oscuro  de las garzas imperiales, llegadas de pronto, hambrientas, y pescaban en sus riveras, se apareaban y volaban después hasta los nidos a medio construir del alargado cañaveral que limitaba al oeste el gran Lucio Real, que compartían con moritos oscuros de picos largos y corvos, garcillas luciendo penachos blancos que se movían al ritmo de la brisa, espulgabueyes cansinos y pacientes  y algunas cangrejeras peleonas; las grandes garzas blancas, señoriales, aristocráticas, marcaban la distancia con aquella chusma abigarrada y chillona y construían sus nidos en el tarajal  de la Isla de Tarfía donde despedían a los barcos de la Carrera de Indias, espiaban a los contrabandistas que pululaban entre los buques del final del estuario y asustaban a las nutrias juguetonas de la canal remansada que separaba Tarfía de la Isla Mayor.  Las garzas reales, grandes, de desgarbada elegancia, vestidas de blanco, gris y negro, solitarias y ariscas de la invernada ya habían partido hacia el norte. En la próxima Veta de los Acebuches  anidaban las cigüeñas negras y en las aguas del Lucio Real nadaban los patos reales, porrones y colorados con ojos de rojo intenso, zampullines y somormujos y en sus orillas anidaban los gallaretos y los gallos azules, llegando y a sus aguas más someras, majestuosos, los flamencos mostrando la púrpura obispal bajo las alas abiertas. Águilas pescadoras iban a la trinca de carpas, albures y anguilas  que nadaran solazándose  deslumbradas por el sol de media mañana. El poco trigo y las habas y nabos que Toribio había sembrado en la veta dos meses antes, cuando llegó al hato, estaban encañándose y floreciendo y lograba buenos sábalos y róbalos de los pescadores del Zurraque a cambio de ayudar con sus capones a sirgar los trasmallos por los caños y canales que unían el gran lucio con el Brazo de la Torre, completando el trato con el pescado seco y ahumado a cambio de liebres cazadas por Baena con ballesta. La Isla y toda la marisma renovaba su vida y él había preñado a Gregoria otra vez, colaborando la negra con muchísima afición.

      Habían pasado cuatro meses desde la mañana en que el capitán Don Alfonso de Contreras  en Lisboa licenció a su compañía, invitando a quedarse a quien quisiere para la campaña de las Islas Azores que preparaba el marqués de Santa Cruz; los de La Puebla casi en su totalidad prefirieron partir a su tierra y Contreras se ocupó de que percibieran hasta el último maravedí de soldada y otros emolumentos ganados por las armas. Cada hombre cobró ante el escribano más de setenta y cinco ducados. “Juan vente conmigo a la Isla, allí vivirás libremente y no te faltará un plato de comida, piensa que ya estás viejo” – le dijo Toribio a Baena que había reunido, entre unas cosas y otras mas de cien ducados. “Escúchame bien, mi valiente Juan de Baena, entregarás en La Puebla a su Concejo el pendón carmesí con el Cristo de la Sangre pintado y allí estará hasta que el rey, nuestro señor, os llame de nuevo. Y ahora derechitos a Ayamonte, sin armar jaleos y de allí a la villa. Entregarás la soldada a las viudas y huérfanos de los muertos en esta gloriosa jornada: dos de Aznalcazar, uno de Rianzuela y el otro de La Puebla. Enteraos bien todos: vais a cargo de Juan de Baena y a él deberéis obedecer. Habéis cumplido con honor y valentía. Id con Dios.”

      Entre los vecinos reunidos en la plazuela frente a la Iglesia de la Granada, Toribio se cruzó con los ojos grandes, redondos y melancólicos de Gregoria que arropaba una criatura en su regazo junto a un Martín de la Fuente exultante que miraba a su alrededor lleno de orgullo. La mañana que se casó le dijo Martín: “He mandado adecentar el hato, parte a la Isla con tu esposa que Baena y yo ya llegaremos cuando resolvamos cierto asuntillo que tenemos pendiente”. Martín y Baena estaban visiblemente borrachos y apestaban a aguardiente  que había llevado de su propia destilería Juan López de Salas, familiar del Santo Oficio; también estaban Juan de Asían, alcalde ordinario, Bartolomé Rasero y Pedro de Pineda, regidores, todos igualmente borrachos tras reiteradas libaciones matutinas. Cuatro pipas con vino viejo puso Martín de la Fuente en la plazuela para que el paisanaje celebrara el regreso de los soldados de la villa y el casamiento de su Toribio, donde no faltó el menudo aromatizado con hierbabuena en dos grandes calderas y el hartazgo con la carne de un novillo con mucho genio lanceado en el corral del Concejo que a punto estuvo de provocar una desgracia cuando un mozo quedó arrinconado y fue el salto del viejo Baena el que, espada en mano, cayó sobre el animal que trastabilló y rodó sin vida.  


Joan de la Creu Fotut i Arrimar a Marche

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