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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1973 - Panchaverda

sábado, 13 de octubre de 2012

Memoria del desarraigo - 1973 - Panchaverda










1973
Panchaverda


      Cuando Don Javier María Orduño y Oyarzábal juntó cuatro duros tras largos años al servicio de la Compañía y otros tantos soportando a los díscolos regantes de la Comunidad, adobado todo ello con algunas administraciones generosas a cuatro señoritos enganchados sin conocimiento al carro del arrozal, compró un cerrado medianejo en los Pescantes, lindando a levante con el Brazo de la Torre y abrazado al norte por el Caño de las Nueve Suertes. Era un bello lugar observado por la crestería parda que forman los acebuches de Casanieves  y la torre de Benamajón en el escarpe del Aljarafe que mira al mediodía.

      En los otoños lluviosos las garzas reales,  las cigüeñas que invernaban, los flamencos y cucharetos  levantaban el vuelo desde los lucios de la Cangrejera recortando sus siluetas sobre el cerrado con el sol camino del ocaso, cuyos últimos rayos convertían en lentejuelas, sobre verde purísimo, las gotitas de agua que nimbaban los brotes de las hierbas de punta, las tagarninas, lenguavacas y espinacas silvestres de la otoñada.

      Una suave veta emergente apenas tres palmos sobre los antiguos esteros conformaban el cerrado como un regalo. En ella se posaban bandos de grullas en los tibios finales del invierno y las tormentas se acercaban sobre la inmensa llanura abierta al sur.

      Don Ignacio María, católico y vasco, padre de numerosa prole, había matrimoniado con dama jerezana de alcurnia; lustre que no remontaba el periodo desamortizador y título obtenido del Papa por el bisabuelo, traficante de esclavos en el opulento Cádiz del diecinueve, tras el ingreso en las arcas pontificias de un generoso óvolo. Un abuelo mediocre  y meapilas y un padre libertino y derrochón completaban el cuadro típico, real o inventado, de la linajuda hembra. Don Ignacio María, hombre cabal, de acuerdo con la posición alcanzada decidió criar caballos, adquiriendo de un ganadero de Medina Sidonia seis potras árabes de purísima sangre. Al comienzo del otoño las llevó al cerrado junto con una jaca que ayudara a Natura en su primer celo y el trabajo del semental fuera más fácil y sincronizado.

      El cerrado, al sur, estaba separado del vecino por un camino trazado a tiralíneas y flanqueado en toda su longitud por sendas cercas de espino. Lo tenía arrendado un valenciano socarrón y barrigudo, con gorrilla terciada y una cara colorada y redonda de hombre satisfecho en la que siempre apuntaba medio purete caliqueño de muy difícil combustión. Le tenía mucho cariño a Bombita, caballo navarro de la Albufera, negro, fuerte y paticorto, compañero de apuestas de tiro y arrastre por tierras levantinas y esforzado colaborador de su amo en la Isla, reuniendo un capitalito en el cultivo del arroz. Panchaverda apodaban al valenciano que hacía años tuvo que emigrar de su pueblo de la Ribera por rojo, trapacero y liante. Quería que Bombita pasara la vejez libre de trabajos esperando a los buitres en la placidez de aquel regalo.

      En otros tiempos, cuando iba con su amo por agua al depósito de la Compañía enganchado al carro pipa, los niños de la escuela corríamos a ver la exhibición de Bombita que, sintiendo caer el chorro en la cuba vacía, extendía una enorme verga blanca y rosada, moteada en negro y tan larga que refrescaba la punta batiendo con majestuosidad el charco que formaban los numerosos carros que hacían aguada.

      Bombita venteó primero y observó después a las seis doncellas llegadas al cerrado vecino y un estremecimiento recorrió sus cansados huesos. Se aproximaba a la cerca de vez en cuando y reunía todas sus fuerzas para que el relincho saliera poderoso a la vez que dominador, convincente y, en definitiva, tuviese el registro exigido.  Tal demostración de poderío azoraba a las doncellas de finísima estampa, que venciendo la timidez primera se acercaban a la linde y observaban al machote que, bravucón, enviaba recados amenazantes a la jaca en forma de bufidos  mientras penduleaba la verga.

      Feliciano el yegüerizo advirtió en varias ocasiones a Don Ignacio María sobre el peligro que suponía el caballo, y como todo lo que tiene que ocurrir acaba ocurriendo, comenzaron las lluvias en noviembre y en pocos días se salieron de madre el Brazo de la Torre y el Caño de las Nueve Suertes, rebosando hacia los lucios de la Cangrejera y la Dehesa de Pilas, aislando los Pescantes.

      Durante las dos semanas largas que tardaron en bajar las aguas, tras arañarse la barriga al saltar las cercas y alejar al castrado sin demasiadas contemplaciones, Bombita disfrutó de su particular serrallo. En los amaneceres húmedos de noviembre los bandos de ánsares que volvían de los comederos alertaban con sus graznídos a Bombita sobre la brevedad de la vida y sus momentos felices, siendo la señal para proseguir con su actividad genésica, aprovechando al máximo aquel presente que los dioses le enviaban después de tantos años de duro trabajo.

      Panchaverda, que suponía el empastre, vadeó con agua al pecho el Brazo de la Torre por el paso de Don Simón cuando remitía la arriada, quitando a Bombita de en medio metiéndolo en la cuadra del pueblo para que también reposara, pues, tras quince días rindiendo la doncellez de aquellas locas con verdadero entusiasmo, se le veían los costillares.

-          Felicianu, el martes viene el camión para llevar las potras a la Remonta de Jerez.
-          A la remonta las llevaremos si usted lo dice. Pero las potras están llenas.
-          ¿Qué dices, Felicianu?
-          Lo que usted oye, Don Ignacio.

      Las potras fueron a Jerez, si. Feliciano aún se sonroja cuando me refiere las risotadas del  brigada de la Remonta y la guasa de los soldados que prestaban allí el servicio militar, casi todos de Almonte y Villamanrique.

      El juicio por daños en Coria del Río tuvo que ver. El juez y el fiscal municipal, ambos a punto de la jubilación, sólo se parecían en su afición al aguardiente. Gordo, rosado y solemne el primero. Seco, negro y con mirada astuta el segundo,  leía en la pequeña sala las diligencias antes de la vista, sentado en su estrado. Los vivísimos ojos del fiscal brillaban divertidos. Cuando acabó la lectura miró por encima de las lunetas al jovencísimo abogado, en el asunto de su vida, y en un susurro confidente que la estrechez de la sala permitía, le dijo: “Niño...¡Que cuadro!”. Por el pasillo se oía la voz del agente judicial llamando a Panchaverda  en calidad de denunciado.         


Joan de la Creu Fotut i Arrimar a Marche

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