Juanin
O
el primo Juan
Recuerdos de la feliz infancia y otros recuerdos
felices
Serie ‘Monografías
Humanas de los Grau ad lateres’
1.
Casa Alta y El
Viso, como no...
2.
Excursión por los
cerros
1.
Casa Alta y el
Viso, como no...
Es difícil, ya
lo sabéis, no comenzar casi todo en el Viso. Aunque no fue allí donde tengo los
primeros recuerdos del primo. Fue en Casa Alta, pero con tres años de edad todo
me resulta muy confuso. Lo que retengo en mi memoria sobre ese tiempo son
brillantes fragmentos del secadero, el muro debajo del palomar, los olorosos
senderos del jardín, el suelo caliente de las rojas losas de la marquesina, y
mas y mas imágenes que dibujan una historia que solo yo puedo entender y al
mismo tiempo no puedo contar.
Juan daba confianza.
Siempre sonriendo, el peinado impecable y la raya bien marcada, grandote, la
cara de cachetes llenos, la risa que le salía a empujones desde las costillas.
Y era el primo mayor. Solo eso ya era un grado. Quizás solo sea una mas de las
confusiones de la memoria pero lo recuerdo vestido como una especie de boy
scout. Con aquellos pantalonazos grises que casi llegaban a la rodilla, y la
chaqueta, también gris y con dos botones, sobre todo por esto, por lo de llevar
chaqueta, a mi me parecía lo mas cercano a una persona mayor pero era el primo.
Se entendía bien con Bosco, pero nunca sentí celos de esa confianza. Yo era más
independiente, mas líder a mi manera y a Bosco le gustaba que Juan fuera su
jefe.
Ni siquiera
recuerdo como lo llamábamos en aquella época, pero es posible que Bosco ya lo
llamara Juanin. El primo Juanin o Juanin a secas. Y así se le llamaba entre la
masa social de los primos.
En un aparte
se me ocurre que éste posiblemente sea el nexo mas vinculante entre nuestra
familia, hasta el punto de que para mi, la forma de integrar a personas ajenas
a la familia en nuestro grupo suele ser la de llamarlos primo. No es muy
original peeeeero… es adecuado para la verbigracia.
A veces se me
mezclan imágenes del primo y del Tiroti cubierto de tela de sacos, pero apenas
serian distinguibles, incluso menos ciertas aún, que la de los sueños que se
recuerdan..
Mejor me va
con el Viso.
Juanin era muy
fantástico. Le gustaban las historias de bandoleros, de moros, de marineros y
barcos. También era inoportuno, aunque a mi no me lo parecía en absoluto, mas bien
me hubiera gustado ser como él. Un día a la hora del almuerzo, con toda la mesa
llena de comida, el abuelo en la presidencia, se acerca Juan y dice sin
cortarse un pelo
‘Ahora yo solo
me lo comería todo’.
Al abuelo, con
la poca ‘corfa’ que tenia para afirmaciones como esta le falto tiempo para
ponerse como un basilisco
‘¡¡Endugueusel-ho,
lleveumel-ho de davant, animalot!!’.
A mi Juanin me
parecía un héroe, porque y no es la primera vez que lo digo, el abuelo impresionaba
y mucho. Y encima diguent-ho a lhora de mentxar, que si hi há algo que fora
sagrat per un yayo valenciá es tindre presensia y respete de tot lo mon a la
taula pará.
También le
gustaba la gimnasia, no se si hacia mucha o no, pero le daba importancia y con
el aspecto macizo que tenia, Juanin podía hablarles a sus primos de estas cosas
con total control. Un día Bosco se acercó al papá y le dijo
‘Papá, ¿tu
eres forzudo de España?’, mi padre, con la tímida empatía mental que tiene para
estos temas dijo
‘Yooo?, no’ y
Bosco afirmó con total convicción
‘Pues el primo
Juanin YA LO ES’ y dando media vuelta dejo zanjado el asunto.
Por supuesto
también yo estaba en el secreto y no dudé en ningún momento de esa gran verdad
y de la suertaza de que mi primo fuera Forzudo de España. En Cotos pronto lo
supieron todos mis amigos, aunque tuve que explicar en algunos casos que quería
decir forzudo. Yo salí reforzado (valga la analogía) por tamaña historia pues
si mi primo era Forzudo de España yo también estaría a punto de serlo, y cuidadito
con el que lo dudara.
Detrás de esta
historia había otra más interesante. La tía Manola, su madre, había llevado al
primo a un curandero en un pueblo de Valencia, que afirmó que al niño le habían
echado un mal de ojo. Su consejo fue que
‘había que
frotarlo con grasa de gallina de la cintura para arriba’.
Se hizo así y
Juan pasó de ser canijo a ser Forzudo de España.
Nota: Rosario
Grau, mi madre, también creía en los temas de curanderia, así que, al modo
gallego ‘…haberlos haylos’.
2.
Excursión por los
cerros
‘Mamá me voy
con el primo Juan, que vamos a explorar los cerros’
’ ¿Y quien más
va?’
‘También viene
el primo Rafa y José Luís y Bosco’
‘Bueno ir con
cuidado y volver para comer’
‘El primo ha
dicho que a lo mejor tenemos que ir muy lejos y que podemos comer algo por el
camino, porque seguro que él encuentra comida’
‘Bueno, pues
llevaros agua’
‘Si mamá. ¡¡Boooscooo
corre que nos vamos!!¡¡Hay que coger una botella de agua!!’
Debía ser
después de Navidad, porque recuerdo que íbamos vestidos con cierto abrigo pero
no mucho. Yo llevaba una especie de engendro de la época: una rebeca – cazadora
de color marrón y azul, unos pantalones grises cortos, una camisa de cuadros y
los zapatos serian Gorila o Segarra, o así.
Pusimos la
botella en una taleguita de tela rayada y recogimos del cuarto de las
herramientas un almocafre. Los primos también habían cogido algo por el estilo,
aunque la verdad es que con la poca experiencia que teníamos como exploradores
(yo tan solo había hecho versiones indio – vaquero) nos daba igual, lo
importante era llevar algo.
No reunimos en
el patio y salimos rumbo a la cancela - puerta del camino de entrada a la
huerta. Allí tiramos para la izquierda, aun por el camino de albero, pero
pronto comenzamos a echar cuesta arriba por el primer cerro que pillamos. Enseguida
comenzamos a coger cañotes (*), eran lo mejor para hacer todo clase de cosas:
carritos, barquitos, arados,.. . En nada no sabíamos que hacer con tantos palos
y las herramientas. Total, que tiramos la mitad y seguimos caminando.
(*)Apio
silvestre seco.
Hacia calor.
El primo Juan pronto comenzó a contar historias de culebras gigantes, que vivían,
sobre todo, en los pozos abandonados, y en las enormes tinajas de barro cocido
que aun se veían en el exterior de abandonadas casas o en las veredas de los
caminos.
Todos
afirmamos haber visto, nunca una culebra entera, por Dios, sino el final del
rabo metiéndose a toda prisa en su agujero, y seguro que algo habría cogido y
se lo comería tranquilamente tras haber dedicado un rato a asfixiar y triturar
a su presa. Ahí nos daba un repeluco. Y siempre afirmaba alguien que los niños
eran lo que mas les gustaba. Ahí nos daba otro repeluco más grande. Nosotros blandíamos
belicosamente las peligrosas armas que portábamos, provocando gritos de
advertencia
‘Casi me
cortas la cabeza’,
’Se lo voy a
decir a tu madre’.
Caminábamos.
Ya no se veía ni el camino, ni mucho menos la cancela. Ni siquiera la palmera y
la espadaña de la casona. Yo me sentía lejísimos de casa. El paisaje desolado
de los cerros no contribuía precisamente a que me sintiera tranquilo. Juan seguía
animándonos y marchando rápido.
Al cabo
comenzamos a tener hambre
‘¿Primo, que
vamos a comer?’,
‘Palmitos’, dicha
la escueta respuesta con categoría, como si fuera posible pillar otra cosa…
Rafa, José Luís
y yo por un lado, y Bosco y Juan por otro, comenzamos a escarbar como locos en
la primera mata de palmitos que encontramos. La tierra estaba seca y dura, y
nosotros éramos niños de 5 o 6 años. Todos habíamos oído hablar de los míticos
margallones (*), pero una cosa era hablar y otra sacarlos del suelo. Volaban la
tierra y el polvo en todas direcciones, y caía de forma fastidiosa en la cabeza
y el cuello. Pronto tuvimos en las manos, aparte de un montón de cortes y
pinchazos, unos cuantos escuálidos y secos tallos de palmito que no daban para
mucho alivio. Tampoco los almocafres
eran lo mejor para esa tarea, pues eran buenos para hacer caballones y canales,
pero resultaban anchos para escarbar en profundidad, y un palmito puede tener
la parte comestible muy profunda. Después de una hora de darle duro al tema
apenas teníamos más que lo que había sacado Juan (que suerte tener al Forzudo
de España con nosotros) No puede decirse que fuera mucha comida, pero aun así,
masticando los sucios tallos y raíces, y escupiendo tierra y arena rojas (por
cierto, olían maravillosamente), logramos meter algo, sobre todo saliva, los
palmitos te hacen salivar como a perros Paulovianos, en el estomago.
(*) Corazones
de palmito.
José Luís, y
supongo que todos los demás, ya tenia ese aspecto súper churretoso, que solo podría
ser superado y llevado a cotas de virtuosismo, años mas tarde, por el primo
Alberto.
Rafa y yo teníamos
las rodillas desolladas y una buena capa de arena, sudor y pringue (no me
pregunten de donde podíamos sacar pringue en medio de aquel secarral). Las
bocas emulaban de forma sorprendente, por la textura y el colorido, a otras de
indígenas de culturas exóticas. Grumos de tierra y saliva en diferentes grados
de apelmazamiento, ornaban, cual mojoncillos geodésicos, las comisuras de los
labios y los labios todos. Juan estaba coloradote y Bosco, mucho más impecable
de lo que podría esperarse en semejante trance.
Estábamos a más
de dos horas de casa, y deberían ser como las 2 o así. En aquella época no se cambiaba
la hora por horarios de verano e invierno, y se usaba la hora solar, o sea que equivaldrían
a las 4 más o menos. Estaba claro que debíamos volver o podría atardecer antes
de llegar a casa. No seguimos el mismo camino para la vuelta, porque habíamos
derivado hacia la izquierda y Juan decía que ahora estábamos mas cerca si cortábamos
derecho, que volviendo sobre nuestros pasos. Calculo que estaríamos como un
cerro más allá de los arenales de los jazmines.
A mi me parecía
lejísimos y para colmo a Bosco se le ocurre pedirle a Juan que contara algo
sobre bandoleros. Al cabo de un rato de los bandoleros habíamos pasado a los
Chupasangre y Tíos del Saco. El sol caía y yo estaba cada vez mas inquieto.
Solo la fama que tenia de no ser miedoso me impedía decir ‘Quiero estar en casa
ya’. A veces el respeto por la imagen de uno mismo es mayor que el propio
respeto, y como años más tarde entendería, no importa de donde saques las
fuerzas, de donde quiera que vengan bienvenidas, lo que importa es no ceder. Al
menos ni a la primera, ni a la segunda.
Después de
arañarnos un poco mas pasando una o dos cercas de alambre de espino, alcanzamos
la parte posterior de la granja y respiré aliviado, pues Juan ya iba por el
comercio de botes de sangre y los niños que eran mantenidos en cautividad para
sacarles la sangre hasta que en una de esas
‘.. se ponían
blancos, blancos y se morían, y los tiraban a un barranco y se los comían los
perros’.
Soltamos a toda
prisas las ‘armas’ y con un buen bocata tía Merche en las manos, recuperados
aliento y moral, dimos buena crónica a todos los ‘pasmaos’ de nuestra vida como
exploradores.
En los
términos en los que hoy se estila el cuidado de los niños una aventura como
esta, 4 mocosos entre los 5 y los 8 años, al mando y cuidaos de otro de apenas
14, en mitx de lo camp y sense beure, ni mentxar, no sería ni planteable. Como
he dicho más de una vez, agradezco a la vida que me haya dado una familia tan
anarka y hippie como la nuestra. ‘Va por ellos, maestro…’
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