1.952
Sentado
junto a la candela con la pelliza sobre los hombros, liaba un cigarro de
cuarterón; parecía imposible que aquellas manos encallecidas, con dedos y uñas
como garras, pudieran elaborar algo tan delicado y perfecto sin perder una
brizna de picadura; el cigarro en los labios del Moreno era un pequeño trazo
blanco que absorbía toda la luz de su rostro; al acercar el palito encendido,
la llamita dejó ver arrugas y surcos renegridos y una semana de barba; la
cabeza del Moreno era la de un mulo castellano en la que contrastaba con su
tosquedad una dentadura blanca y perfecta, aún intacta, apenas maculada por un
colmillo de oro de sus tiempos legionarios.
La lluvia de la invernada arreciaba sobre el tejado de uralita del
cobertizo con un redoble insistente y monótono que amodorraba a hombres y
animales; los perros bostezaban sacando un palmo de lengua representando como
nadie la pasividad invernal. Sobre las
trébedes hervía una olla con agua, sal y habas cochineras dejando el vapor
estancado a media altura sin querer mezclarse con la levedad de la brisa
húmeda que a trechos se colaba por el
portón. Cuando Manuela echó un manojo de poleo y hierbabuena en la olla un olor
fresco y dulzón se adueñó por unos instantes del cobertizo imponiéndose por encima
del humo de boñigas, cañas y tabaco. La quietud se apoderaba de todo; los
hombres hablaban pausadamente esperando a que Manuela vertiera la olla en un
lebrillito vidriado de amarillo canario con chafarrinones verdes. No hay nada
más caliente que un haba gorda recién cocida; los pellejos volaban a la candela
y la latilla del vino iba de mano en mano. Ni aún así los hombres de la marisma
perdían su costumbre de comer despacio, en silencio y serios, masticando muy
bien y dándole bocados al pan. La hora del almuerzo o la cena se notaba en las
chozas y en las casillas porque no se escuchaba ni una sola voz, parecía
que era el momento más importante del
día; incluso en el tajo se comía el tocino y el pan en silencio, al perro se le
tiraba la corteza y algún pedacito de pan, que atrapaba al vuelo, porque era
útil y también para que dejase un instante de mirar tragando saliva. Al menos,
en la Isla, el
pobre tenía un tajo, el pan y un perro. Llamaba poderosamente la atención aquel
silencio que contrastaba con la ruidosa mesa del abuelo. Allí se discutía, se
hablaba a gritos y se dirimían las diferencias. La comida no era un fin en sí
mismo como en la mesa de los pobres, sino un foro ruidoso y a veces divertido.
A los colonos venidos de tierras levantinas se les notaba cuándo estaban
juntando algún duro porque progresivamente iba aumentando el ruido de su
mesa.
En la
invernada apenas había nada que hacer hasta que llegaran las frías mañanas de
enero y los hombres rompieran el hielo
de los charcos con los pies descalzos siguiendo el arado de vertedera por la
tierra fangosa del arrozal.
Por la
noche irían a cazar al cerrado de Pérez de la Concha
terreras y cogujadas con farol y cencerro y por la mañana pelarían más de medio saco de
pájaros que acabarían en un perol renegrido y generosamente surtido de aceite
pileño, espeso y verde.
Todos los
olores de la marisma huían en estos días, parecía que se habían perdido; sólo
quedaba el olor acre del estiércol cuando tocaba sacarlo de la cuadra. El olor
del estiércol fresco, al levantar las pellas con el bieldo, no se olvida nunca.
No es desagradable, es fuerte y queda
gravado en la memoria y se asocia con el primer cigarro frente al Lucio de la Esperanza, o las carnes
adolescentes y prietas de Chari y su aliento agónico en el fragor de la
refriega iniciática cuando se desea más que nunca tener diez y ocho manos para
llegar a todas partes al mismo tiempo.
En el mismo
perol renegrido se freirían los pestiños en Navidad. La vieja Valle, gorda y
muy blanca, cantaría viejos romances con salmodia monótona mientras estirara la masa: El del
soldado que matan en tierra de moros y cuenta con todo lujo de detalles la pena
de la madre y la desesperación de la novia que cortó para siempre su hermosa
melena negra y “enrrizá” y pedía a gritos que un alma caritativa le cosiera con
aguja e hilo sus partes más escondidas y de paso le cortara los pechos. Y aquel
otro, en el que la muchacha pobre y
decente mata al señorito de cuatro navajazos a fin de conservar su honra, y de
lo mal que fue comprendida por la justicia terrena, que la mandó agarrotar en
la plaza de Écija, ante un pueblo llano compungido al que se premió con la
visión de Santa María Magdalena abrazando el alma de la ajusticiada y conduciéndola
al Paraíso con una legión de santos de nombres raros, a los que la vieja Valle
les iba asignando sus atributos y patronazgos; incluso había uno protector de los cancos y otro de los
maricones. Los romances de la vieja Valle eran largos, tristes y siempre
acababan mal, en los que al pobre siempre le tocaba joderse y en contadas
ocasiones el rico era castigado. No había romances de la última contienda
civil, tan reciente, de ella nadie hablaba, ni en verso ni en prosa; a veces se
susurraba algún suceso mirando de reojo. En cambio todos hablaban del
“añolajambre”, mucho más reciente, de la aventura diaria para comer algo
incomible, que ya parecía lejano. Valle se limpiaba los dedos aceitosos en el
moño, grande y blanco, como toda ella; presumía de no haberse lavado el pelo en
su vida y de aceitárselo con la pringue de la fritanga y ese era el motivo de
conservar, a sus años y tras once
partos, un pelo tan abundante y tan hermosamente blanco. Las comadres de los barracones, las de las
casillas y las de las chozas venidas de todas las hambres del sur, suspiraban
doloridas al escuchar aquellas historias truculentas.
Luis
Patasdealambre, huido de las fraguas de La Viña por una cuestión la mar
de tonta con los familiares de una gitana que se pusieron chocantes con un payo
atrevido, cantaría por bulerías y cuchufletas en las que también bailaba remedando a un cojo y se tiraba
cuescos apretados sin perder el compás. Le acompañaban a las palmas el Moreno y Antonio Salado tempranamente huérfano de una puta de La Alameda y que tuvo que
abandonar su oficio de chulo cuando en la Brigadilla de La Calzada le leyeron la
cartilla y lo dejaron baldado de una paliza por pedirle cuentas nada menos que
al Secretario del Gobierno Civil que pretendía disfrutar de un imaginario
derecho de pernada. Cuando las mujeres
colorearan con el moscatel y el aguardiente anisado apestara el aliento de los
hombres, el Moreno se arrancaría a cantar con un quejido ronco, largo y seco,
que provocaría un silencio estremecido y vibrante; los versos en tercetos rotos
contarían toda una vida en muy pocas palabras, los hombres y las mujeres
asentirían a afirmaciones tan solemnes y sin posible contradicción; los olés,
en su sitio, asordinados; los niños
miraríamos asustados aquella actitud dolorida y
oiríamos sobrecogidos el lamento centenario.
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