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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1952 (Invierno)

viernes, 17 de febrero de 2012

Memoria del desarraigo - 1952 (Invierno)


1.952


    Sentado junto a la candela con la pelliza sobre los hombros, liaba un cigarro de cuarterón; parecía imposible que aquellas manos encallecidas, con dedos y uñas como garras, pudieran elaborar algo tan delicado y perfecto sin perder una brizna de picadura; el cigarro en los labios del Moreno era un pequeño trazo blanco que absorbía toda la luz de su rostro; al acercar el palito encendido, la llamita dejó ver arrugas y surcos renegridos y una semana de barba; la cabeza del Moreno era la de un mulo castellano en la que contrastaba con su tosquedad una dentadura blanca y perfecta, aún intacta, apenas maculada por un colmillo de oro de sus tiempos legionarios.  La lluvia de la invernada arreciaba sobre el tejado de uralita del cobertizo con un redoble insistente y monótono que amodorraba a hombres y animales; los perros bostezaban sacando un palmo de lengua representando como nadie la pasividad  invernal. Sobre las trébedes hervía una olla con agua, sal y habas cochineras dejando el vapor estancado a media altura  sin  querer mezclarse con la levedad de la brisa húmeda que  a trechos se colaba por el portón. Cuando Manuela echó un manojo de poleo y hierbabuena en la olla un olor fresco y dulzón se adueñó por unos instantes del cobertizo imponiéndose por encima del humo de boñigas, cañas y tabaco. La quietud se apoderaba de todo; los hombres hablaban pausadamente esperando a que Manuela vertiera la olla en un lebrillito vidriado de amarillo canario con chafarrinones verdes. No hay nada más caliente que un haba gorda recién cocida; los pellejos volaban a la candela y la latilla del vino iba de mano en mano. Ni aún así los hombres de la marisma perdían su costumbre de comer despacio, en silencio y serios, masticando muy bien y dándole bocados al pan. La hora del almuerzo o la cena se notaba en las chozas y en las casillas porque no se escuchaba ni una sola voz, parecía que  era el momento más importante del día; incluso en el tajo se comía el tocino y el pan en silencio, al perro se le tiraba la corteza y algún pedacito de pan, que atrapaba al vuelo, porque era útil y también para que dejase un instante de mirar tragando saliva. Al menos, en la Isla, el pobre tenía un tajo, el pan y un perro. Llamaba poderosamente la atención aquel silencio que contrastaba con la ruidosa mesa del abuelo. Allí se discutía, se hablaba a gritos y se dirimían las diferencias. La comida no era un fin en sí mismo como en la mesa de los pobres, sino un foro ruidoso y a veces divertido. A los colonos venidos de tierras levantinas se les notaba cuándo estaban juntando algún duro porque progresivamente iba aumentando el ruido de su mesa.   
 
         En la invernada apenas había nada que hacer hasta que llegaran las frías mañanas de enero y los hombres rompieran  el hielo de los charcos con los pies descalzos siguiendo el arado de vertedera por la tierra fangosa del arrozal.

          Por la noche irían a cazar al cerrado de Pérez de la Concha  terreras y cogujadas con farol y cencerro  y por la mañana pelarían más de medio saco de pájaros que acabarían en un perol renegrido y generosamente surtido de aceite pileño, espeso y verde.
 
         Todos los olores de la marisma huían en estos días, parecía que se habían perdido; sólo quedaba el olor acre del estiércol cuando tocaba sacarlo de la cuadra. El olor del estiércol fresco, al levantar las pellas con el bieldo, no se olvida nunca. No es desagradable, es  fuerte y queda gravado en la memoria y se asocia con el primer cigarro frente al Lucio de la Esperanza, o las carnes adolescentes y prietas de Chari y su aliento agónico en el fragor de la refriega iniciática cuando se desea más que nunca tener diez y ocho manos para llegar a todas partes al mismo tiempo.  
 
      En el mismo perol renegrido se freirían los pestiños en Navidad. La vieja Valle, gorda y muy blanca, cantaría viejos romances con salmodia  monótona mientras estirara la masa: El del soldado que matan en tierra de moros y cuenta con todo lujo de detalles la pena de la madre y la desesperación de la novia que cortó para siempre su hermosa melena negra y “enrrizá” y pedía a gritos que un alma caritativa le cosiera con aguja e hilo sus partes más escondidas y de paso le cortara los pechos. Y aquel otro, en el que  la muchacha pobre y decente mata al señorito de cuatro navajazos a fin de conservar su honra, y de lo mal que fue comprendida por la justicia terrena, que la mandó agarrotar en la plaza de Écija, ante un pueblo llano compungido al que se premió con la visión de Santa María Magdalena abrazando el alma de la ajusticiada y conduciéndola al Paraíso con una legión de santos de nombres raros, a los que la vieja Valle les iba asignando sus atributos y patronazgos; incluso había uno  protector de los cancos y otro de los maricones. Los romances de la vieja Valle eran largos, tristes y siempre acababan mal, en los que al pobre siempre le tocaba joderse y en contadas ocasiones el rico era castigado. No había romances de la última contienda civil, tan reciente, de ella nadie hablaba, ni en verso ni en prosa; a veces se susurraba algún suceso mirando de reojo. En cambio todos hablaban del “añolajambre”, mucho más reciente, de la aventura diaria para comer algo incomible, que ya parecía lejano. Valle se limpiaba los dedos aceitosos en el moño, grande y blanco, como toda ella; presumía de no haberse lavado el pelo en su vida y de aceitárselo con la pringue de la fritanga y ese era el motivo de conservar, a sus años  y tras once partos, un pelo tan abundante y tan hermosamente blanco.  Las comadres de los barracones, las de las casillas y las de las chozas venidas de todas las hambres del sur, suspiraban doloridas al escuchar aquellas historias truculentas. 
 
       Luis Patasdealambre, huido de las fraguas  de La Viña por una cuestión la mar de tonta con los familiares de una gitana que se pusieron chocantes con un payo atrevido, cantaría por bulerías y cuchufletas en las que también  bailaba remedando a un cojo y se tiraba cuescos apretados sin perder el compás. Le acompañaban a las palmas el Moreno  y Antonio Salado  tempranamente huérfano de una puta de La Alameda y que tuvo que abandonar su oficio de chulo cuando en la Brigadilla de La Calzada le leyeron la cartilla y lo dejaron baldado de una paliza por pedirle cuentas nada menos que al Secretario del Gobierno Civil que pretendía disfrutar de un imaginario derecho de pernada.   Cuando las mujeres colorearan con el moscatel y el aguardiente anisado apestara el aliento de los hombres, el Moreno se arrancaría a cantar con un quejido ronco, largo y seco, que provocaría un silencio estremecido y vibrante; los versos en tercetos rotos contarían toda una vida en muy pocas palabras, los hombres y las mujeres asentirían a afirmaciones tan solemnes y sin posible contradicción; los olés, en su sitio, asordinados;  los niños miraríamos asustados aquella actitud dolorida y  oiríamos sobrecogidos el lamento centenario. 

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