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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1811 La boda de Juan de Mar

martes, 28 de febrero de 2012

Memoria del desarraigo - 1811 La boda de Juan de Mar


1.811

       La lluvia mansa de la tarde cambió en un ventisquero acuoso al caer  la noche.  Rachas de vendaval  hacían sonar tenuemente la campana de la iglesia. Parecía que la torre se quejara del envite del viento que ululaba encajonado por las callejas de chozas. Temblaba el cobertizo de la comandancia francesa. El viento, furioso al perder la libertad de la marisma, arremetía contra los pinos, chaparros y acebuches de Mures y Gatos. El temporal del sur duraba varios días y pronto los hatos de las vetas quedarían como islas distantes con nombres de leyenda. Desde los paciles de los toruños llegaría el mugido lejano de los toros perforando la noche.

      Había llovido de forma tan persistente en la marisma, que el suelo de las chozas rezumaba el agua formando charquitos salobres; las paredes de burdo adobe se reblandecían y los palos de la estructura se hinchaban y alaveaban. Los últimos días de octubre anunciaban un largo invierno y la lumbre de boñiga y caña revenida combatiría a duras penas la humedad que se adueñaba de todo. 
      En la corrala comunal, cercada de chumberas, el ganado de la requisa francesa estaba al borde de la estampida.

       Al respaldo del muro de la iglesia, Juan de Mar apenas se libraba de la lluvia; el agua descendía en canalillos por los pliegues del negro capote encerado para escurrirse por las crines y la cola del caballo formando chorrillos finos. La figura, oscura e inmóvil, destacaba contra el encalado del muro y el caballo con la cabeza gacha y una pata distendida, entornaba los párpados en duermevela sin importarle el fragor del temporal, las alertas de los centinelas invasores ni el peso del jinete que paseaba la mirada del ventanuco al portillo de la choza que, junto a otras, formaba la plaza.

      Cuando la muchacha despabiló el candil, la llama avivada dibujó a través del ventanuco un limpio perfil morisco de adolescente. Por un instante se quedó mirándolo y entonces Juan de Mar comprendió que tenía que esperar.

      La vio por primera vez a comienzos del verano en el puerto de las Nueve Suertes cuando la barca de Sanlúcar descargaba sal. Estaba cuidando la recua de borricos  que su padre llamaba, uno a uno, a silbidos, para llenar los serones.  Alejada de la barca y hurtada a las miradas de los barqueros, gente del río, mala gente, como decía su padre, desde la otra orilla observó su figura esbelta. Picado por la curiosidad atravesó a nado el Brazo de la Torre asido a la cola del caballo. Empapado se le plantó enfrente mirando con detenimiento a la azorada muchacha mientras el corazón le palpitaba fuerte. No se dio cuenta que el padre se acercaba blandiendo la chivata recuera  seguido por las risas de los barqueros que hacían equilibrios sobre el tablón de pasarela.

      Su padre sabía que lo mejor para situar a sus siete hijas era guardar su honestidad con celo sarraceno y hacerlas deseables. El hombre sabía vender. Se había criado en el trato y trajín de la sal llegando con sus borricos a heredades y cortijadas perdidas por el Condado y el Aljarafe. Y no digamos de la madre, regatona arrendataria de la sal en Villamanrique; también prestaba dinero a ganancia, de ahí su nombre de María la Ganancia, y vendía cachivaches traídos de Coria, e incluso de Sevilla, que se amontonaban en el cobertizo trasero de la choza: botijos, tinajas, pucheros, lebrillos, sartenes, peroles y hasta una bacinilla panzuda de loza decorada con florecillas añil. María aseguraba que servía para mear en ella y guardar los orines dentro de la choza hasta el día siguiente, con gran sorpresa de las vecinas que no entendían lo de guardar los orines cuando siempre se evacuaron directamente en la cuadra, salvo cuando la enfermedad obligaba a utilizar un balde viejo.

      Una tarde, María la Ganancia, deseosa de colocar tan inútil utensilio, daba en su choza toda clase de explicaciones sobre el uso de la bacinilla al coro de vecinas que comenzaba un pitorreo asordinado y discreto para no herir a la salera , hasta que Juliana la del Potrilla, mujerona rubicunda, recia y metida en carnes, asomando la jeta al exterior y asegurando la ausencia de hombres, se decidió a probarla entre el abierto burraqueo de las vecindonas. Tuvo que ver lo de Juliana levantándose los faldones y acuclillándose mientras una vecina intentaba situar la bacinilla en el sitio justo. Sucedió que entre las risas y los apremios de la vejiga, la mujerona comenzó a largar un chorro vacuno, incontenible, acompañado de pedorretas –“¡Pero apunta bien, guarrona!”- gritaba la de la bacinilla. Con el jaleo, las premuras incontenibles y el pitote organizado, la Juliana se cayó de espaldas, patas arriba, dejando al aire unos muslos grandes, llenos y rosados  y media aranzada de pelambre negra que le arrancaba del ombligo y se le desparramaba por las ingles y la entrepierna, color que contrastaba poderosamente con su cabello trigueño recogido en un moño  tan grande como una hogaza.

      De pronto, por el portillo apareció el marido de la Ganancia y todo se volvió manos de vecindonas intentando estirar los faldones de Juliana que pateaba el aire congestionada por la risa.            

      Por fin la lluvia había cesado y nubarrones negros se sucedían tan bajos que parecían arañarse la barriga con la veleta de la torre.

      Aquella noche en la choza de María la Ganancia se apagó el candil a la misma hora, pero nadie durmió. Al reflejo de la lumbre se movían figuras presurosas y en silencio. Sólo la moza permanecía en pié e inmóvil frente a un padre sentado tras la mesa en una banqueta de enea. Había dado un consentimiento tácito, preservando su autoridad por si llegaba el momento y hacía el papelón con la cabeza entre las manos soltando, de vez en cuando, ayes resignados. También, de vez en cuando, se tiraba al coleto un pocillo de aguardiente berreón para desescombrarse el gañote, donde se le habían agarrado las penas, y miraba de reojo el trasiego del humilde ajuar y pobres utensilios que la madre, diligente, y las cuatro hermanas que aún quedaban en casa, nerviosas, ordenaban en un cesto de mimbre.

      Trabajo había costado. Cuando Juan de Mar le contó sus pretensiones, Maria la Negra se puso manos a la obra y solicitó los buenos oficios de la rabadana. Por fin se acabarían aquellos dos años largos en que un Juan encanallado anduvo follisqueando por los chozos de los ceniceros. Además su muchacho ya tenía toruño propio, donde el Brazo de la Torre ciñe a poniente la Isla Mayor, con buenos paciles y playazos, lucios llenos de caza y unas vetas que criaban tanto carretón que había que tener cuidado de que el ganado no se aventase al morir la primavera. Allí lo mando el Administrador por orden del Marqués, a donde nadie quería ir, Y allí creó el hombre su modo de vida y desde entonces el lugar se conoce como Toruño de Juan de Mar.

      Tras el fracaso de la rabadana, María la Negra decidió afrontar personalmente el asunto.  Un día a media mañana apareció por la choza de la regatona, y cuando se apercibió del desprecio que se le hacía a su Juan, no lo podía creer. La puso de puta y de ladrona y la vistió de limpio con expresas  y muy precisas referencias a su familia y antepasados. Los hombres que se encontraban en la plaza las tuvieron que separar cuando las dos fieras comenzaban a moñearse.

      El leve crujido del portillo al abrirse, alertó al caballo sacándolo de la duermevela. La muchacha apareció con el cesto en la mano arrebujada en un mantón de lana basta. Juan de Mar se acercó, colgó el cesto de la silla y sin desmontar ayudó a la muchacha a apernacarse en la grupa.

      Al trote, en pocos instantes enfilaron el camino del puerto de las Nueve Suertes y cuando un tenue resplandor a levante pregonaba el amanecer cercano, la lluvia fina y helada prologaba un nuevo día de temporal. El capote de Juan cubrió a los dos y la muchacha le rodeó el pecho con sus brazos, dejando que sintiera en su espalda la presión de sus senos duros, su estremecimiento y su respiración entrecortada a la altura de la nuca.

      Cuando los jaramagos amarilleaban en la techumbre renegrida de las chozas y los días se alargaban, el cura de Villamanrique inscribió el matrimonio de Juan de Mar Garrido, de veinte años, y de Francisca Bernal y Díaz, de diez y siete, que había cuajado en mujer y la leve hinchazón de su vientre delataba una preñez esplendorosa.


Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche 
     

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