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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: Memoria del desarraigo - 1953 Tio Paco

martes, 28 de febrero de 2012

Memoria del desarraigo - 1953 Tio Paco


1.953


      El tío Paco no tenía dientes y a nadie le contó cómo o dónde consiguió aquella dentadura completa, grande y perfecta que trajo de Sevilla. A base de lima y piedra de amolar fue adaptándosela con paciencia. Era habilidoso el tío Paco. Me entusiasmaba su radio de galena. Por los auriculares, tras los chirridos, pitidos y desvaídas señales de Morse, se oía con nitidez el cornetín de órdenes que prologaba el parte diario de Radio Nacional de España –“¿Se escucha bien, Juanito?”, “Si, tío”- y en el rostro feo y enjuto del tío Paco se iniciaba una sonrisa, nunca acabada, de satisfacción.

      Después de unos días de hábil manipulación apareció con la boca tan llena de dientes que la cerraba con dificultad; se le amplió la base del rostro adquiriendo un cierto aire de ferocidad cómica. Nunca supimos para qué quería aquellos dientes tan grandes porque se quitaba la dentadura para comer. En verano siempre tenía en su chavolo algún melón increíblemente fresco y cortaba las tajadas con una hoz vieja. La infantil trasgresión de comer melón a deshora me entusiasmaba –“Mira, Juanito, se cruje de bueno”- y el melón de cáscara verde y rugosa casi se partía solo al pincharlo con la punta de la hoz. Mi tío atacaba las tajadas con unas encías capaces de partir almendras, y los dos, en la frescura del chavolo,  trasgredíamos el rígido horario de una educación estricta. De cualquier forma, el tío Paco era una trasgresión con patas. En los estantes del desastrado cuarto se amontonaban libros mugrientos: Balzac, Cervantes, Galdós, Balmes, Joaquín Costa, José Antonio y una gruesa Biblia en latín que se sabía casi de memoria. Lo de la Biblia le daba un cierto tufillo sospechoso. Acojonaba al simple de Don Sebastián, el cura del poblado, cuando le planteaba alguna cuestión teológica. A veces cogía un libro y me leía un párrafo al azar. No entendía nada, pero me gustaba. Cuando se puso la dentadura le cambió la voz de flauta nasal a un registro seco y enronquecido que me producía un ligero temor.  
         
      Insólito para todo, pescaba albures con caña con una habilidad que nadie podía imitar. Los asaba sin destripar y se los zampaba con deleite. Era un hombre solitario y extrañamente culto; un dislate en aquella marisma durísima en plena etapa de trasformación arrocera. La gente de los barracones lo tenían por sabio y a mi me entusiasmaba su gramola con grandes discos negros  con un simpático perrito en el centro de inteligente ademán. –“Escucha, Juanito, esta música es de Don Ricardo Wagner, el más grande músico que haya existido jamás”- y con estas solemnes palabras me mostraba un grabado desvaído y muy cagado de moscas donde se veía un tipo de rostro acerado y antipático tocado con una especie de boina enorme.  El grito de guerra de la Walkiria recorría el llano desolado que circundaba el chavolo. 

      Decía que a las  cluecas les gustaba mucho la música de Don Ricardo. Las vecinas de los barracones le llevaban sus gallinas para que incubaran en un cobertizo que tenía tras el cuartucho. Aseveraban  las vecinas que no había nadie como el tío Paco para sacar pollitos y desde finales del invierno hasta los primeros días del verano siempre había en el cobertizo treinta o cuarenta gallinas incubando, cada una en su espuerta con un cesto invertido a modo de tapadera. A una hora determinada, en la penumbra de la estancia, las sacaba en grupos para comer y beber. El olor ácido que dejaban las cluecas con sus cagadas se mezclaba con el humo de la pipa requemada del tío Paco que expelía un tufo parecido al de la máquina del tren que en Navidades nos llevaba a Valencia, que estaba muy lejos, en la otra parte del mundo, y se tardaba mucho en llegar.   

      Un día de principios del verano me llevó a pescar albures al muro del Canal Grande. Estaba constipado  y comenzó a estornudar con tanta violencia que la dentadura se le escapó de la boca y fue a parar al agua. Y allí me tienes, zambulléndome en el agua turbia. No tuve ningún éxito pero me demoré todo lo que pude en las zambullidas bien asegurado por el cinturón del  tío Paco  que ató a mi cintura y sujetaba con firmeza.


Joan de la Creu Fotut y Arrimat a Marche

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