El verdadero
infierno.
Desde hace muchos concilios ha sido
constante la existencia del infierno como una parte del dogma católico. El
evidente influjo de la Iglesia
en la cultura popular ha propiciado una imagen concreta, y constante, del
sentido y la naturaleza de estos infiernos. Y aunque hoy no sea esa la posición
oficial de la Iglesia
católica, la visión imaginada que persiste es directo reflejo de aquella.
Lo que solemos asociar al infierno es
la idea del sufrimiento, moral por su naturaleza, pero físico en cuanto que
nuestros sentidos son los que
habitualmente mas nos hablan del dolor. El entorno en la imaginería eclesiástica
y popular no deja lugar a dudas en cuanto a las formas de provocar todos los terroríficos
dolores que hemos soportado, o compartido, en nuestro tiempo de vida.
No deja de ser notorio que los
tormentos representados sean todos de origen bien terrenal: achicharramientos (por
fuego, agua y aceite), empalamientos, crucifixión, azotes con gatos emplomados,
cuchilladas, estocadas, lanzazos, potro, asfixia.. Un mero grupo escogido
probablemente por ser los mas conocidos de entre ellos. Un modesto libro sobre
el arte de la tortura en China aporta todos estos y muchos más. Es
desconcertante la falta en esta muestra de vejaciones, de otras formas mas
sofisticadas de tortura eterna.
La mención al manual chino se
relaciona con este aspecto de la cuestión. Algunas de las torturas descritas
tienen como objetivo el mantener durante el máximo de tiempo la dolorosa vida
del condenado. Esto añade una horrible dimensión al sufrimiento: la convicción
de que el dolor será constante en todo el tiempo que seas capaz de seguir con
vida y que no morirás pronto. Verte morir y al tiempo agarrarte a la vida, no
tu espíritu sino la feroz vida que es tu cuerpo.
Recuerdo particularmente una, que podríamos
clasificar como pasiva: se basaba en una propiedad natural de las pieles
animales al secarse completamente. Al reo se le envolvía desde el cuello hasta
los pies en una piel de vaca recién desollada, y después se cosían
apretadamente los extremos de este pellejo. En alguna variante el reo era
envuelto estando en cuclillas, quedando como una especie de bolsa con cabeza
humana. El resto de la ceremonia consistía en ponerlo al sol. La piel se encogía
y prensaba de forma inexorable y constante el cuerpo condenado. A este dolor se
sumaban otros con un origen también natural. Las moscas de la carne atraídas
por el hedor, acudían a comer y a hacer su puesta de huevos. En poco tiempo
toda la piel que quedaba expuesta bullía de larvas que devoraban la carne del
constreñido humano. Era corriente que se le diera agua y más raramente comida.
Esto se reservaba para una variante escatológica de esta tortura. Tras días de público
sufrimiento una triste y marchita momia era todo lo que quedaba de una vida
truncada.
En la mencionada variante el reo era
puesto en cuclillas, con las manos atadas a la espalda, desnudo o vestido con
una túnica o saco como única prenda y se le cubría con un tonel cortado por la
mitad de su altura. La parte superior del tonel tenia un agujero por el que sobresalía
la cabeza del torturado. No podía ponerse en pie aunque si podría con cierto
esfuerzo sentarse. Durante días se le alimentaba con normalidad e incluso con
abundancia, recibiendo, además de la comida, laxantes que le originaban
constantes diarreas. Cada vez mas excrementos llenaban la parte baja del
barril, lo que hacia que sus pies y piernas se llagaran e infectasen y, como en
el caso anterior, las abundantes moscas y sus puestas, tanto en el excremento
como en sus podridas extremidades, añadían el doble pánico del dolor físico y
del horror de ser devorados por un animal débil y despreciable.
En otra, de procedencia Indochina, quizás
vietnamita, la tortura insistía tercamente en ese aspecto pasivo, sin intervención
humana directa en el dolor, y de uso de animales como ejecutores activos del
sufrimiento. No obstante su duración era menor.
El torturado era tendido boca arriba
con el pecho y abdomen desnudos. Sobre la zona del ombligo se colocaba un
cuenco de bronce invertido y debajo del cuenco se introducía una rata. La parte
superior del cuenco (en realidad su fondo) disponía de una cavidad en la que se
depositaban brasas. Al calentarse el cuenco la rata intentaba huir por el único
sitio posible: la barriga del torturado. Sin comentarios...
Con todo y con eso, si hoy imaginara
un infierno, que superase en horror a aquel modelo basado en el sufrimiento
físico, tendría que ser un universo de horror espiritual, en el que el
componente esencial sería la imposibilidad de decidir, y peor aún, la
imposibilidad de arrepentirse. Esto último me parece la esencia del castigo
espiritual, lo que más nos separa de la naturaleza humana: la imposibilidad de
modificar nuestra conducta y por tanto la imposibilidad de ser libres.
Así, al igual que el Licántropo se
angustia cuando ve las muestras de su destrucción, acaso la perdida de personas
amadas, el condenado a este infierno sofisticado y cruel se ve obligado a la
repetición monótona y agotadora del acto salvaje y a la conciencia constante
del crimen cometido. Y al igual que en la peor perdida de memoria y de
identidad, buscará una y otra vez en su alma desnuda y sin recovecos donde
escondió por última vez la sensación redimidora del arrepentimiento.
Continuará....
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