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Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Cuadernos de Casa Alta: La habitación cerrada - El verdadero infierno (I)

sábado, 25 de febrero de 2012

La habitación cerrada - El verdadero infierno (I)


El verdadero infierno.


Desde hace muchos concilios ha sido constante la existencia del infierno como una parte del dogma católico. El evidente influjo de la Iglesia en la cultura popular ha propiciado una imagen concreta, y constante, del sentido y la naturaleza de estos infiernos. Y aunque hoy no sea esa la posición oficial de la Iglesia católica, la visión imaginada que persiste es directo reflejo de aquella.

Lo que solemos asociar al infierno es la idea del sufrimiento, moral por su naturaleza, pero físico en cuanto que nuestros sentidos  son los que habitualmente mas nos hablan del dolor. El entorno en la imaginería eclesiástica y popular no deja lugar a dudas en cuanto a las formas de provocar todos los terroríficos dolores que hemos soportado, o compartido, en nuestro tiempo de vida.

No deja de ser notorio que los tormentos representados sean todos de origen bien terrenal: achicharramientos (por fuego, agua y aceite), empalamientos, crucifixión, azotes con gatos emplomados, cuchilladas, estocadas, lanzazos, potro, asfixia.. Un mero grupo escogido probablemente por ser los mas conocidos de entre ellos. Un modesto libro sobre el arte de la tortura en China aporta todos estos y muchos más. Es desconcertante la falta en esta muestra de vejaciones, de otras formas mas sofisticadas de tortura eterna.

La mención al manual chino se relaciona con este aspecto de la cuestión. Algunas de las torturas descritas tienen como objetivo el mantener durante el máximo de tiempo la dolorosa vida del condenado. Esto añade una horrible dimensión al sufrimiento: la convicción de que el dolor será constante en todo el tiempo que seas capaz de seguir con vida y que no morirás pronto. Verte morir y al tiempo agarrarte a la vida, no tu espíritu sino la feroz vida que es tu cuerpo.

Recuerdo particularmente una, que podríamos clasificar como pasiva: se basaba en una propiedad natural de las pieles animales al secarse completamente. Al reo se le envolvía desde el cuello hasta los pies en una piel de vaca recién desollada, y después se cosían apretadamente los extremos de este pellejo. En alguna variante el reo era envuelto estando en cuclillas, quedando como una especie de bolsa con cabeza humana. El resto de la ceremonia consistía en ponerlo al sol. La piel se encogía y prensaba de forma inexorable y constante el cuerpo condenado. A este dolor se sumaban otros con un origen también natural. Las moscas de la carne atraídas por el hedor, acudían a comer y a hacer su puesta de huevos. En poco tiempo toda la piel que quedaba expuesta bullía de larvas que devoraban la carne del constreñido humano. Era corriente que se le diera agua y más raramente comida. Esto se reservaba para una variante escatológica de esta tortura. Tras días de público sufrimiento una triste y marchita momia era todo lo que quedaba de una vida truncada.

En la mencionada variante el reo era puesto en cuclillas, con las manos atadas a la espalda, desnudo o vestido con una túnica o saco como única prenda y se le cubría con un tonel cortado por la mitad de su altura. La parte superior del tonel tenia un agujero por el que sobresalía la cabeza del torturado. No podía ponerse en pie aunque si podría con cierto esfuerzo sentarse. Durante días se le alimentaba con normalidad e incluso con abundancia, recibiendo, además de la comida, laxantes que le originaban constantes diarreas. Cada vez mas excrementos llenaban la parte baja del barril, lo que hacia que sus pies y piernas se llagaran e infectasen y, como en el caso anterior, las abundantes moscas y sus puestas, tanto en el excremento como en sus podridas extremidades, añadían el doble pánico del dolor físico y del horror de ser devorados por un animal débil y despreciable.

En otra, de procedencia Indochina, quizás vietnamita, la tortura insistía tercamente en ese aspecto pasivo, sin intervención humana directa en el dolor, y de uso de animales como ejecutores activos del sufrimiento. No obstante su duración era menor.

El torturado era tendido boca arriba con el pecho y abdomen desnudos. Sobre la zona del ombligo se colocaba un cuenco de bronce invertido y debajo del cuenco se introducía una rata. La parte superior del cuenco (en realidad su fondo) disponía de una cavidad en la que se depositaban brasas. Al calentarse el cuenco la rata intentaba huir por el único sitio posible: la barriga del torturado. Sin comentarios...

Con todo y con eso, si hoy imaginara un infierno, que superase en horror a aquel modelo basado en el sufrimiento físico, tendría que ser un universo de horror espiritual, en el que el componente esencial sería la imposibilidad de decidir, y peor aún, la imposibilidad de arrepentirse. Esto último me parece la esencia del castigo espiritual, lo que más nos separa de la naturaleza humana: la imposibilidad de modificar nuestra conducta y por tanto la imposibilidad de ser libres.

Así, al igual que el Licántropo se angustia cuando ve las muestras de su destrucción, acaso la perdida de personas amadas, el condenado a este infierno sofisticado y cruel se ve obligado a la repetición monótona y agotadora del acto salvaje y a la conciencia constante del crimen cometido. Y al igual que en la peor perdida de memoria y de identidad, buscará una y otra vez en su alma desnuda y sin recovecos donde escondió por última vez la sensación redimidora del arrepentimiento.

Continuará....

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