(Las
vivencias diarias, que en su mayor parte están formadas por el día a día,
constituyen, para desencanto de la mayoría, la vida. A veces, de forma
inesperada, lo rutinario nos deja vivencias especiales)
Las estaciones de ferrocarril parecen puntos cero
del universo, al menos en lo que respecta a su orientación geográfica. En el
andén siempre corre un viento que te hiela o te achicharra. Quizás tenga que
ver con la necesidad de aprovechar los vientos dominantes de la zona para
mantenerlos ventilados, al menos en los humeantes comienzos del tren a vapor, y
ya se sabe que cada sistema crea su evolución, su cultura e inevitablemente su
futuro.
Pensaba en ello mientras me helaba progresivamente
desde el tobillo hacia arriba en el anden de Atocha, caminando hacia el coche
nº 3, que como marca la tradición (no hay que dejar que Murphy se haga cargo de
todo en este país, que ya era culto cuando los antepasados del amigo Murphy fermentaban
cualquier cosa que se pudiera fermentar para bebérselo) está siempre en el
punto más distante posible de tu punto de partida, en el que sería cómodamente
transportado hasta mi muchascosas pero sobre todo efímera Sevilla.
Mi bolsa de viaje, con sus glupas (bobas) ruedecillas
y el asa extensible, me parece cada vez más un animal de compañía y no me
sorprendería hallarlo alguna vez alzando profesionalmente, con desparpajo e
incluso urgencia, una rueda y dejando un
desparramado hilillo de colonia o espuma de afeitar sobre una columna o esquina
cercana, reclamando territorios que a mi me parecen de dimensiones demasiado
ambiciosas para genes tan escasos. La obra casi siempre nos supera, sobre todo
las no literarias o gráficas, que parecen ser las establecidas/preferidas
devoradoras de su creador.
Hago
aquí un paréntesis para extenderme un poco sobre el valor de la obra.
Toda obra es resultado de un proceso creativo y es
inevitable que la calidad de cada una dependa del genio creativo, que es
puntual e irrepetible.
Afirmo que no existen los genios sino las
genialidades y que el conjunto de las genialidades define un estereotipo del
creador al que se identifica, o adjudica, la condición de genio.
Esto no pasa de ser un lugar común, o una manera
familiar de hablar. El uso que hoy se hace de esta identificación obra –
creador (artista, filósofo, científico, artesanos, ‘creativos’, etc.) tiene
claras connotaciones engañosas y está fundamentalmente inscrito en actividades
de marketing: si vendo al ‘genio’ vendo toda su obra a precio de genio.
Y así nos va con ‘artistas’ de medio pelo, tan malos
que te dan nauseas, y papanatas críticos que confunden (con bastante intención
por cierto) arte con ‘parte’ o esos ubicuos y charlatanes ‘expertos en arte’
que no paran de glosar y destacar las excelencias de gente vacía y mediocre,
que se limitan a exhibir expresiones y ‘trapitos’ en boga y ahí acaba todo.
Desengañémonos queridos, el único genio es el
Demiurgo, se llame como se llame (Dios, Buda, Alá...) en cualquier cultura y su
genialidad se expresa en toda su obra y no en ‘...una cosita que acabo de hacer
y que es un poco la expresión de mi sensibilidad y que es mi apuesta personal por....
(blablablá)’.
Ninguno de los llamados genios podría soportar un
análisis completo e individualizado de sus obras sin mostrar carencias y
defectos, y estoy pensando en gente muy grande. Otro día volveremos sobre los
criterios de valoración de la creación (sensual, racional) y podremos dar un
nuevo bocado al rebaño de papanatas que orquestan los grupos ‘consumistas’ de
opinión, que aparentemente mueven el mundo y ¡cómo lo mueven....!
Recientemente leí, o quizás escuché (¿acaso importa
como adquirimos enseñanzas del mundo?), que vivimos en la dictadura de los
mediocres, y eso me pareció poético y real, inquietantemente real. Lo que yo
digo abunda en esa idea y aquí queda.
La azafata de andén me saludó con una cordialidad personalizada,
que me llegó, estaría sensible, como un besito de buen sentimiento. Me tocó
pasillo en la zona de ‘patio’ o sea en la parte central del vagón. Me acomodé,
es decir, me puse cómodo y eché mano de la incombustible revista ‘Paisajes’ con
la intención de ampliar mi visión del mundo, claro esta.
Al poco el tren inicio su imperceptible arranque.
Atravesamos los extraños paisajes suburbanos de cerros de yeso y yermos
secarrales que rodean el acceso a Madrid, en los que presiento historias
truculentas y morbosas, inhumanas.
Madrid se va viendo como un lugar describible,
enmarcado en el horizonte, no usurpando al horizonte. El tren nos lleva a través
de espacios en los que aun queda mucha historia por vivir.
Algo me saca de mi ensueño. Parece un sollozo.
Cercano. Aguzo el oído, no me atrevo a mirar, para no enturbiar la intimidad
del que llora. De nuevo lo oigo, ahora con nitidez. Mi vecino de pasillo, el de
la fila de al lado, un hombre, esta gimoteando. La cara entre las manos, se
agita por momentos su cabeza, escondiendo inútilmente, ya solo puede esconder
el motivo, sus lágrimas.
Los que estamos cerca cruzamos miradas de todo tipo:
curiosas, burlonas, de ocasión, preocupadas... Nadie habla, ni mucho menos hace
un intento de acercarse al hombre angustiado. La cara entre las manos, las
lagrimas emanadas, los sollozos contenidos...
Yo, al igual que los demás, permanezco en silencio,
inmóvil. Quiero ayudar a esta persona, pero me resulta difícil romper este muro
que la sociedad teje cada vez con más empeño entre los que estamos en el falso
mundo de ‘todo va como estaba previsto’ y los que, por un mal guionista,
seguro, están fuera de la feliz burbuja.
Al fin soy yo mismo, incapaz de aceptar que alguien
pueda sufrir de soledad sin tenderle la mano, prestarle de corazón mi oído,
darle palabras de consuelo. No soy retórico, ni sigo ningún precepto religioso,
soy humano, y conozco el dolor. Me levanto y le pongo la mano en el hombro, con
suavidad. Despacio me mira. Le sostengo la mirada ‘Creo que te vendría bien
venir al bar, fumar un cigarrillo y charlar acerca de lo que te pasa’. El
hombre asiente, mansamente, pero con cierto alivio. Camino hacia el vagón
restaurante por delante de él. Me detengo en el espacio entre vagones y le
espero.
Me da la mano. Me dice su nombre. Le invito a un
cigarrillo. Fumamos en silencio por unos momentos. El humo teje una nueva
burbuja en la que se puede hablar de todo. Incluso del pesar.
‘Me han robado mi ordenador. Un portátil. En Atocha,
mientras cambiaba el billete. Seguramente me despedirán. No se como enfrentar
esto. Mi familia va a sufrir las consecuencias de mi error’.
La espiral de humo se hace sumamente caótica y
hermosa, el temblor de su mano crea una bella fantasía. Se azora de nuevo.
Le pido detalles. Todo lo que sirva para que
entienda que no fue su error, fue oportunidad de otro, la habilidad del que
vive de eso es muy superior a nuestro entrenamiento de ciudadanos de una
sociedad de confianza. Al igual que un tigre no caza en campo abierto, tampoco
el ladrón roba cuando nuestra mirada no se aparta del tesoro. Cada uno aprende
donde está su sustento mas cercano, mas fácil. Seguí. ¿Buscó testigos? ¿Denunció
el robo? La policía conoce a los ladrones habituales. Puede que haya suerte. En
cualquier caso va descubriendo que se comportó como se esperaba. No fue un
inútil, tan solo se centró en lo que tenia que hacer, tan solo confió en el
mundo.
‘En cualquier caso, aun si no me despiden, me impondrán
una fuerte sanción. Era un ordenador muy caro’.
Le pregunto por los datos que contenía. Apenas unos
archivos, por otro lado sustituibles. Me da confianza y le animo. Las leyendas
urbanas sobre los precios de portátiles (estamos en 2002) le han hecho creer
que llevaba poco menos que Univac entre las manos. Le convenzo de que el valor
de un objeto cae mucho mas rápido y bajo que el valor de la nueva versión, que
en el fondo, es la que degrada al antecesor. Ahora le digo, cuando ya parece más
relajado, que sé de lo que hablo, porque forma parte de mi trabajo valorar
equipos. Su moral se eleva por momentos. Su buena voluntad y quizás algo de
reducción de salario (igual es ilegal, le comento) le dejan el futuro
apaciguado. Me da las gracias. Le miro agradecido por su reconocimiento.
En el bar, como suele suceder entre humanos, la
cerveza me cuenta detalles de su vida, de su familia, de su trabajo. Quizás en
orden inverso. Es comercial. Tiene una mujer con la que se lleva bien. Una
chica y un chico le hacen vivir con motivos. Un cigarrillo mas y volveremos a
ser parte del mundo en su sitio. Antes le dejo mi teléfono, por si necesitase
mi ayuda profesional. Algunos de los vecinos de asiento nos miran de forma
ambigua. Podría adivinar lo que quieren callar y lo pienso sin hostilidad.
También creo que ellos callan sin hostilidad. En cualquier caso el tipo raro
seguro que soy yo. El otro era un ‘poquita cosa’.
En Santa Justa nos despedimos. Está algo menos
tranquilo pero tiene un guion bastante sólido y en casa seguro que, a menos que
todos ellos hayan tenido un mal día colectivo, le van a tratar muy bien.
Mientras voy hacia mi coche reflexiono sobre el tema
que mas me ha impresionado. Ese hombre llevaba 15 años en la empresa. ¿Cómo se
puede estar todo ese tiempo en ese sitio sin sentir cercanía, empatía, amistad,
confianza? ¿Era todo su derrumbe el que corresponde a un mal momento o era el
de una condena largamente presentida? ¿Era su debilidad el reconocimiento de su
fracaso como parte de un grupo? Para saber esto deberían ser más cervezas las
que hablaran. Más tiempo. Más distorsión del hacer diario, del fluir
estipulado. Igual mi reflexión responde a mi espíritu educado, encaminado al
pensamiento de lo abstracto: las relaciones humanas, los conflictos, el valor
de mercado, el ciclo del agua, la energía de fusión, la parte química del amor.
Pero soy sincero y afirmo que lo hice por no dejarlo solo, porque detesto el
desamparo, la mirada que huye del cuchillo que va a matar. Creo que hice bien y
me sentí bien.
Jamás me llamó.
Madrid – Sevilla. Febrero de 2002 – Diciembre 2009
Me gustan mucho tus realidades
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